¡Quién los viera y quién los ve!
Como se sabe, el pasado 3 de junio dio Su Eminencia Reverendísima el Sr. cardenal Martínez Sistach un decreto nombrando canónigos del capítulo catedral a cuatro sacerdotes de la archidiócesis: los reverendos Mn. Sergi Gordo Rodríguez, Mn. Josep Serra Colomer, Mn. Josep M. Turull Garriga i Mn. Josep Vives Trabal. Ya se ha tratado en las páginas virtuales de Germinans sobre este asunto, poniendo en claro cómo estas designaciones del Cardenal-Arzobispo no son sino un blindaje ofrecido a sus incondicionales para los tiempos –que llegarán– de las vacas flacas, es decir para cuando un nuevo prelado ocupe el trono de San Severo (cosa que sucederá en unos tres años, Dios mediante).
Aquí nos queremos ocupar más bien de la contradicción que supone el que personas que (con la honrosa excepción de Mn. Vives) eran hasta la víspera progres declarados y se les daba un ardite la institución del cabildo, considerada como cosa trasnochada y resabio de los tiempos monolíticos preconciliares, vengan ahora a vestirse con los capisayos canonicales. ¡Cuántas veces no habremos oído las burlas crueles de tantos exponentes del llamado “cristianismo de base” a costa de los pobres canónigos a la antigua, que, contra viento y marea, prestaban su servicio en la catedral, manteniendo el culto oficial de la Iglesia, confesando a los penitentes, rodeando al Sr. Arzobispo en las grandes ocasiones!
Y es que los capítulos catedrales y las colegiatas han sido de las instituciones más golpeadas por la hermenéutica de la ruptura en nombre de una mal entendida colegialidad. La constitución de la Iglesia es monárquica por voluntad de Jesucristo, mal que les pese a los adalides de la pretendida “Iglesia popular”. La potestad de enseñar, santificar y gobernar a los fieles corresponde al Papa y a los obispos en comunión con él y sólo a ellos. El Romano Pontífice en la Iglesia universal y cada obispo en su respectiva diócesis son las autoridades máximas, a las que se debe acatamiento. El conjunto de todos los obispos del mundo forma un colegio que participa también en el gobierno de toda la Iglesia, pero nunca separado del sucesor de Pedro.
Históricamente, sin embargo, surgieron algunas instituciones que, sin ser de derecho divino, se revelaron muy útiles para un mejor cumplimiento de la triple misión encomendada por Jesucristo a su Iglesia. Así, los sucesivos Papas crearon cardenales (que en su origen fueron los rectores de las parroquias y las diaconías de Roma) para que le asesoraran y ayudaran en sus supremas funciones para el bien espiritual de las almas. Se formó así el Sacro Colegio, que constituía una especie de senado del Romano Pontífice (con el nuevo código de derecho canónico desapareció esa designación). Algunos de sus miembros presidían –y presiden aún hoy– los diferentes dicasterios de la Curia Romana y contribuían al esplendor del culto de la Capilla Papal.
De manera semejante, los obispos se rodearon de colaboradores próximos, a los que confiaron diferentes aspectos de la administración y del gobierno de las diócesis y se encargaban de mantener el culto diario y solemne de las iglesias donde estaban las sedes o cátedras episcopales (de ahí el nombre de “iglesia catedral”). Estos colaboradores, escogidos por cada obispo entre los más destacados de su clero diocesano, formaron también, como los cardenales, una especie de colegio llamado capítulo (de donde procede la palabra “cabildo”), con personalidad jurídica propia (al igual también que el Sacro Colegio), siendo sus miembros designados con el nombre de “canónigos”. En ciertas iglesias especialmente importantes, aun cuando no fueran sedes episcopales, se constituyeron también capítulos para su servicio, por lo cual se las llamó “colegiatas”, para distinguirlas de las catedrales.
Los canónigos tienen distintas dignidades, correspondientes a las funciones que originalmente desempeñaron: lectoral (el que explicaba la lectio en las solemnes funciones), doctoral (el que defendía las causas del cabildo, para lo cual debía tener el título de doctor in utraque iure), magistral (el maestro de doctrina), chantre (el encargado del canto en el coro), penitenciario (el dotado con la facultad de absolver de pecados reservados y de censuras). El título por el que se pertenece al cabildo se conoce como “canonjía” y se trata de una prebenda o beneficio eclesiástico, que da derecho a una congrua sustentación a cargo de la mensa capitular.
Cierto es que en esto, como en todo, se introdujeron abusos y relajaciones disciplinares, de manera que muchos canónigos se convirtieron en meros funcionarios interesados más en acumular bienes que en cumplir sus deberes de oficio. De ahí el dicho popular “vivir como un canónigo” para expresar la idea de una vida regalada, con pocas obligaciones o ninguna. Pero también los hubo observantes, escrupulosos en el cumplimiento de sus deberes y con gran celo de las almas. No pocos, además, eran hombres ilustrados y de gran cultura, como el canónigo magistral vallisoletano D. Santiago José García Mazo, miembro de la Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción y escritor prolífico, que pasó a la posteridad gracias a su excelente Catecismo de la Doctrina Cristiana.
En época postconciliar se puso de moda poner en entredicho los capítulos catedrales, aduciendo que no eran ya útiles desde el momento que los Obispos en sus diócesis contaban ahora, para el gobierno de sus diócesis, con los consejos presbiterales, cuyos miembros se designaban de manera más democrática. También la reforma litúrgica, con la “desclerización” del culto, hacía innecesaria la función ritual de los cabildos. Los canónigos quedaban convertidos de esta manera en una casta inútil y gravosa, reliquia de tiempos ya superados que no tenía sentido mantener. Los llamados progresistas hacían mofa de las vestiduras canonicales, como si de disfraces de carnaval se tratara.
Arrinconados y despreciados, los canónigos se replegaron en el reducto más recóndito de sus catedrales. Despojados en su mayoría de toda función se consejo y asesoramiento al obispo, ya sólo les quedaba el culto público en nombre de la Iglesia, pero éste, depauperado, se hizo cada vez más ramplón y expeditivo. Los coros de las catedrales y colegiatas se convirtieron en atracción turística, mientras el capítulo se reunía a rezar y a celebrar su misa conventual como en las catacumbas. Sólo se les sacaba a relucir para dar relumbrón al obispo en alguna efeméride u ocasión especial. La decadencia prácticamente total de la institución capitular hizo pensar en la conveniencia de su disolución. Nuevas iglesias locales que se fueron fundando ni siquiera fueron dotadas de cabildo.
En realidad, hoy en día las canonjías sólo sirven para gratificar a los protegidos y asegurar el porvenir a los incondicionales, que es para lo que las ha empleado el cardenal Martínez Sistach al conferirlas a los suyos, sobre todo a Mn. Turull, para quien la sotana canonical será, si Dios quiere, lo más parecido a unas vestiduras episcopales que vea. ¡Quién los viera y quién los ve! Los mismos que miraban por debajo del hombro a “viejos carcas” como Mn. Francesc Campreciós vestidos ahora con los mismos capisayos, aunque suponemos que será sólo para la foto, como las sotanas de quita y pon cuando van a la Roma de Benedicto XVI a fin de hacer el paripé. ¿Quién lo iba a decir del agitador del megáfono? Vivir para ver…
Aurelius Augustinus