Germinans: Tercer año de singladura
Los actuales problemas de la comunión diocesana
Durante estos dos años de existencia de Germinans que hoy se cumplen, nuestro Cardenal Arzobispo ha invocado la necesidad de desaparición de nuestra página y ha trabajado activamente con este fin, en aras a la preservación de una comunión diocesana, “diocesaneidad” dice él, que se encuentra gravemente amenazada con nuestra presencia en los medios.
Deseando afirmar, sin equívocos, la exigencia de la comunión eclesial que se funda sobre los mismos sacramentos de los cuales el Obispo es el canal de transmisión y la fuente (Decr. Presbyterorum Ordinis nn. 2, 7 ) deseamos subrayar que esa comunión debe ser verdaderamente eclesial, es decir, fundada en la caridad, incluso cuando ésta implica la relación de autoridad y obediencia. Ambos términos de la relación deben inspirarse en la comunión.
La crisis de la relación surge, por una parte, cuando no se acepta la idea de la sumisión y se tiende a sustituir el poder jerárquico con nuevas formas de poder mucho más absolutistas y despóticas que aquel; y por otra, cuando se comete un abuso objetivo de poder, incluso cuando éste es legítimo y las intenciones son rectas. Es necesario que desde todas las posiciones eclesiales existentes en nuestra archidiócesis, se reconozca que el ejercicio de la autoridad por parte de Martínez Sistach adquiere una desproporcionada forma de absolutismo, monolitismo y monopolio, formas muy alejadas del espíritu de la comunión eclesial. La lejanía psico-sociológica entre clero y el Cardenal es absolutamente real.
Por otra parte, los sacerdotes, jóvenes y no tan jóvenes, sentimos la repercusión en nuestro ánimo de muchos trazos que son característicos de una mentalidad, de una psicología que se suelen atribuir al “hombre de hoy” (usamos esta expresión un tanto genérica por comodidad práctica) y que quizá encuentran en las condiciones psico-sociológicas del sacerdote el terreno para su expresión más pura, más ingenua, más significativa, como hemos podido constatar en los últimos años.
Nos enfrentamos pues aquí a la raíz de la crisis: la nueva actitud del hombre de hoy frente a las instituciones y especialmente frente a la autoridad.
Y aquí debemos subrayar y analizar con detenimiento tres características que arraigan en la personalidad del sacerdote:
1. El hombre de hoy afirma ser maduro y dotado de un desarrollado sentido crítico que le permite de evaluar personalmente todo hecho y todo enunciado y poseer el derecho de estar abierto y disponible para cualquier experiencia, sin ningún tipo de freno que haya sido personalmente adquirido. Sobre estos presupuestos funda el hombre actual la construcción de sí mismo, la afirmación de su personalidad, que después se concreta en aserciones y acciones que no tolera se discutan y a veces sostiene y defiende hasta el fanatismo.
Este estado de ánimo se traduce fácilmente en el sacerdote en una acentuada seguridad en sí mismo, en sus propias opiniones, en las propias “verdades”, en el propio juicio sobre la Iglesia y sus tiempos, y en el desarrollo del comportamiento en relación a cualquier otro, incluso si es un superior, que piense o decida de manera diferente, que se convierte pues en objeto de una crítica sin freno. Contra todo esto hemos tenido que luchar desde un principio, tratando de discernir en nosotros y en los demás, las razones y las formas de nuestra posición.
2. El hombre de hoy es un hombre que no acepta fácilmente, incluso rechaza casi instintivamente, todo aquello que le viene presentado como dado, trasmitido, bajado de lo alto como privándole de la paternidad. Pero tampoco siente simpatía por aquellos que, siendo sus superiores, se postra a sus pies con signos de “coleguismo”, porque desconfía de gestos que juzga insinceros. No quiere de parte de la autoridad ni monarquismo, ni paternalismo, ni sentimentalismo, sino un comportamiento que nazca de sentimientos de igualdad y se concrete en formas prácticas de simplicidad, de lealtad cordial y espontánea, sin artificios. El sacerdote por tanto siente rechazo frente al absolutismo de los superiores pero por lo que realmente siente horror es tanto por las arbitrariedades como por la ficción.
3. Finalmente, el hombre de hoy, es un hombre que no está dispuesto a obedecer sin discutir, sin colaborar en la maduración de las decisiones, sin verificar su validez en la realización práctica, y esta actitud hace que los sacerdotes, frente a la autoridad, queramos ser informados sobre las razones de la toma de decisiones, incluso deseamos ser interpelados y colaborar en las decisiones, hasta el punto de no sentirnos obligado a ellas si no son maduradas en el consenso. Si por alguna actitud, por encima de las demás, apreciábamos al obispo Carrera, es precisamente por esa capacidad de hacerte sentir artífice de tu propia vida.
Esta triple instancia aún siendo profundamente justa y exquisitamente moderna, si uno no es una persona verdaderamente madura engendra fácilmente fenómenos de tensión, de agresividad, de ataques polémicos contra todos y contra todo que, también en el ámbito sacerdotal, adquieren formas tan dolorosas como penosas. En Germinans, siempre hemos velado para no caer en ese extremismo estéril y malsano, en contra de cómo siempre nos han presentado.
Para superar los obstáculos y los aspectos negativos de la dinámica descrita creemos que dos son los caminos a recorrer para una comunión real y vital en nuestra Archidiócesis de Barcelona
4. Escoger para ejercicio de la autoridad únicamente aquellas personas que hayan adquirido un elevado grado de madurez psicológica y que pues hayan integrado en su personalidad los normales conflictos psicológicos entre dependencia y autoridad, entre auto-afirmación y gobierno de los otros.
5. Clarificar las formas más adecuadas y eficaces en los modos de ejercicio de la autoridad y, en particular en las relaciones del clero con el Arzobispo, poniendo en relieve el sentido y la naturaleza de la autoridad misma, que el Evangelio enseña a concebir en términos de servicio inspirado y guiado por el amor. Debe aparecer claro que los que ejercen el gobierno, se encuentran empujados a la práctica de su ministerio, en sentido esencialmente eclesial, como una “diakonía” del amor. Esta únicamente puede actuarse en una comunión integral que está hecha de caridad, sobretodo de oración, de fe, de donación de si mismo llevada incluso hasta el heroísmo, pero también de humanidad, de socialidad, de amistad, virtudes humanas que tienden a llevar a las personas, cualquiera que sea su posición, hacia una igualdad afectiva que se manifiesta también en la cordialidad en el trato, en el comportamiento; lo que no excluye, sino que implica, el sentido de la disciplina y la obediencia.
Se delinea pues, la imagen de una comunidad eclesial en la cual, entorno al obispo como pastor, presidente, hermano mayor, interprete y servidor del bien común, se vaya construyendo un auténtico presbiterio como cuerpo social de fieles elevado a la participación del único sacramento sacerdotal, y pues partícipes y corresponsables de la misión episcopal, ligados al obispo y entre ellos en la espiritualidad del sacerdocio y el compromiso apostólico, pero no escindidos de la comunidad cristiana, no cerrados al continuo intercambio de ideas, experiencias, consejos con el laicado, y evitando subrayar con la propia psicología y comportamiento la distinción –que a veces llega al límite de la segregación- entre el Arzobispo por una parte y los fieles por otra. Las distinciones existen y deben respetarse. Pero por encima de la distinción está la unidad de la caridad, la solidaridad de la fe y de la acción, y sobretodo el corazón que, si funciona, ofrece el punto de engarce con la caridad unificadora.
Los problemas prácticos se presentarán siempre y tendrán que tener paciencia, como decía Carrera, tanto los de arriba y como los de abajo, y reiniciar siempre desde el principio, esta difícil empresa de la comunión eclesial, presbiteral, jerárquica.
Pero cuando en todos hay un verdadero corazón, el paso a las obras de la unidad resulta bastante fácil. El secreto para resolver todos los problemas en la Iglesia, incluso los del clero, se encuentra en el nivel del corazón.
Los sacerdotes nos encontramos aislados y solos. El primero es un hecho de orden sociológico: aislados por nuestra alienación civil. El segundo, refleja más bien una situación interior, reflejo psicológico de las condiciones externas, que hace que el aislamiento nos convierta en “hombres solos”. Y esa soledad no se cura ni con el matrimonio ni con el secularizarse, es decir vivir y actuar de manera aseglarada.
Debería haber sido obra del Arzobispo el hacer que entorno al sacerdote se diesen las condiciones en las cuales él no se sienta aislado, casi un naufrago de la vida, y que de esta manera no ceda a la tentación de la soledad, muy especialmente si no tiene vocación ni dones para ser un gran solitario.
Hay que conducir a esta Diócesis hacia un compromiso y voluntariado laical que lleve a los seglares, sin clericalizarlos, a asumir tareas no específicas del sacerdote. Hay que favorecer todos los tentativos de vida común entre el clero, cosa ardua y difícil. Hay que hacer que el pueblo cristiano corresponda con su amor y estima a los sacerdotes que se dan y sacrifican por entero a su servicio. Y hay que dar formación espiritual continua a los sacerdotes para que aún a pesar de todos los otros recursos tengan amor, fuerza y empuje en su trabajo para servir a sus hermanos. Y todo esto siendo obra como es de toda la comunidad eclesial debería haberlo sido especialmente del Pastor diocesano. Pero, ¿de un arzobispo que hacer recaer la responsabilidad de la formación sacerdotal en personas como Turull? ¿De un Cardenal que nombra como secretarios del Consejo Presbiteral a Brustenga a Romeu? Imposible.
En la vida sacerdotal y pastoral de Monseñor Luis Martínez Sistach no vemos un ejemplo que sea decisivo para la buena solución de los problemas que, desde hace mucho tiempo, aflige al clero de esta Diócesis en el ámbito de la crisis más amplia atravesada por la Iglesia.
Ante la exigencia continua y tozuda de nuestro n.s.b.a. Cardenal Arzobispo de hacer todo por descubrirnos y hacernos desaparecer debemos responder afirmando con rotundidad que nos faltan signos y razones para tener esperanza en una solución que no pase por el tozudo mantenimiento de nuestra presencia y de nuestra lucha.
Estamos ofreciendo, y no sólo al Cardenal, sino a toda la comunidad diocesana, las claves para encontrar una solución práctica y equilibrada a los problemas de comunión diocesana, pero manteniéndonos fieles al espíritu sacerdotal transmitido en la Iglesia desde los tiempos apostólicos.
Es cierto sin embargo, como dice el Señor, que “non omnes capiunt verbum istud” (no todos comprenden esta palabra) pero quien pueda entender que entienda (qui potest capere capiat) y obre en consecuencia…
¡Esto sí que es realismo y diocesaneidad, Eminencia!
El Directorio de Mayo Floreal