Evocaciones de la Semana Santa
Cuando España se gloriaba del título de católica la Semana Santa era el período más importante del año no sólo religioso sino civil. Y de esto no hace mucho. Las generaciones que hoy son de mediana edad todavía recordarán una niñez marcada por las tradiciones de la que era llamada con razón la “Semana Mayor”. En las distintas partes de España, la conmemoración de los grandes misterios de nuestra redención se preparaba ya con antelación según el genio y las costumbres de cada región: en Andalucía, por ejemplo, las cofradías aderezaban los pasos de las procesiones; en Valencia la cremà de las Fallas en el día de San José marcaba el final de los festejos de la primavera y el ingreso real y de lleno en la cuaresma; en Cataluña, donde las procesiones no son tan vistosas ni están tan arraigadas como en el sur, la vida cotidiana, sin embargo, estaba imbuida del espíritu austero del tiempo penitencial.
La Semana Santa iba precedida de la Semana de Pasión, caracterizada por cubrirse con velos morados los crucifijos y las imágenes de las iglesias como señal de luto anticipado por la Muerte de Jesucristo, próxima a conmemorarse. El Viernes llamado de Dolores, dedicado a los padecimientos y la soledad de la Virgen, era ya la antesala de la Semana Santa. En estos días que la precedían las familias se apresuraban a adquirir las palmas y palmones para el gran día del Domingo de Ramos. Los niños se entusiasmaban con la perspectiva de llevar esos entrelazados adornos que constituían para ellos una experiencia fuera de lo común en un tiempo en el que la imaginación infantil se bastaba con las cosas sencillas.
En muchas parroquias, la bendición y distribución de los ramos se llevaba a cabo en un oratorio, capilla o ermita de su circunscripción para, a continuación andar en procesión hasta la iglesia principal. Algunas veces, se montaba sobre un borriquito una imagen de Nuestro Señor bendiciente, que iba delante del clero, siguiendo el desfile de los fieles, que iban agitando sus palmas. Una ceremonia que desapareció con las reformas litúrgicas, pero que era muy impresionante consistía en golpear tres veces las puertas cerrada del templo de destino con el astil de la cruz procesional, hasta que a la tercera se abrían, dejando paso al Rey de la Gloria, acompañado de los procesionantes. Entretanto, un coro dentro de la iglesia había ido cantando alternadamente con otro que iba en la procesión las hermosas antífonas gregorianas, produciendo un efecto dramático y sobrenatural. Durante el evangelio de la misa, los fieles volvían a agitar sus ramos y palmas.
El Lunes, Martes y Miércoles Santos se destinaban preferentemente a las confesiones para prepararse a cumplir con el precepto de la comunión pascual. Las sacristías conocían un ritmo vertiginoso debido a que los sacristanes debían preparar minuciosamente todo lo necesario para las ceremonias del Triduo Sacro. Los monaguillos debían ensayar una y otra vez para no equivocarse en medio de los largos y complejos ritos que se avecinaban. Los mayores se dedicaban a organizar las procesiones que debían ir saliendo según el caso: la del Silencio, la del Santo Sepulcro, la de la Soledad, etc. En las parroquias bullía como nunca la vida pastoral, tos era un ir y venir y los sacerdotes muchas veces nos e daban abasto entre confesiones, prédicas y ensayos de las sagradas funciones.
Antes de la reforma de Pío XII de 1955, todos los ritos del Triduo Sacro tenían lugar por la mañana. La víspera de cada uno de esos tres días –Jueves Santo, Viernes de Parasceve y Sábado de Gloria– se celebrara por la tarde el llamado “Oficio de Tinieblas”, que recibía tal nombre por la progresiva extinción de las luces del candelabro triangular de quince velas o lucernario y la iluminación de la iglesia, de modo que ésta quedaba al final completamente a obscuras. Las personas piadosas solían acudir a dicho oficio y, más de una vez, llevaban a sus niños, que quedaban imbuidos de un sentimiento de sobrecogimiento y misterio: ¡tanta era la plasticidad y simbolismo de la liturgia! El Jueves Santo tenía lugar la Misa de la Última Cena (después de la reforma de Pío XII la mañana fue dedicada a la misa crismal, en la catedral, donde el obispo, rodeado de su clero, bendice los santos óleos). Después del Gloria de la misa, en el que se tañían alegremente las campanas y el órgano, éstos callaban hasta la Misa de la Vigilia Pascual. Al acabar la comunión, se realizaba la procesión eucarística y quedaba instalado el monumento, en el que se reservaba el sacramento que sería consumido en la sagrada función del día siguiente. Se denudaban los altares (el despojo) y se dejaba el sagrario vacío. La Iglesia desde este momento estaba oficialmente de luto por su Divino Esposo.
El duelo se reflejaba en la vida civil de manera palpable. Cerraban los espectáculos y locales de diversión. Si acaso los cines pasaban películas sobre la Pasión, la historia Sagrada y “de Romanos”. Las señoras vestían de negro y los señores de obscuro. A los niños se les instaba a abandonar los juegos o dedicarse a los que no eran ruidosos y se les llevaba a visitar los monumentos, a lo que se dedicaba la tarde del Jueves Santo. Se solían hacer siete visitas, como las que se hacían en Roma en tiempos de peregrinación y jubileo a sus basílicas (las cuatro patriarcales y las tres menores). Ante cada monumento se rezaba la llamada estación: seis padrenuestros, avemarías y gloriapatri (aunque litúrgicamente el gloria patri se suprimía en todo el tiempo de Pasión). Era todo un espectáculo ver el silencioso discurrir por las calles de señoras enlutadas, con peineta y mantilla las más pudientes, con sus hijos y, a veces, también con sus esposos, yendo de iglesia en iglesia, en ciudades en las que parecía haberse detenido el tiempo y la actividad humana.
El viernes Santo tenía lugar la “Misa de Presantificados”, que era, en realidad, una misa seca, pues no había consagración en ella. Era un día alitúrgico. Se cantaba la Pasión y se adoraba la Cruz. Para la comunión se usaban las formas consagradas el día anterior y guardadas en los monumentos. Éste era el día en que se lucían los oradores sagrados con el famoso “sermón de las siete Palabras de Cristo en la Cruz” o de las Tres Horas (porque comenzaba a mediodía y concluía hacia las tres, la hora en que murió Nuestro Señor). Hay quien se atrevía con todo el sermón, pero generalmente se dividía entre varios predicadores. Como en aquel tiempo sólo subían al púlpito los que estaban capacitados para ello y tenían licencia del obispo, resultaban piezas de calidad y muy sentidas, que llegaban a arrancar lágrimas a los oyentes. Después de las tres de la tarde, se organizaba el Vía Crucis, a cuyo término, se daba pie a otra manifestación de destreza oratoria: el pésame dado a la Santísima Virgen Dolorosa en su soledad. También se solía rezar la corona servita o Septenario de los Siete Dolores de Nuestra Señora. Por supuesto, en la comida se observaban estrictos ayuno y abstinencia. Por la noche salía la procesión del Santo Sepulcro y de la Soledad.
El día siguiente, Sabado Santo, era también llamado Sábado de Gloria, pues en él se anticipaba la Vigilia Pascual a la mañana (por no haber misas vespertinas). Después de la misa ya se felicitaba la Pascua Florida y se dejaba el luto. Al igual que en el jueves Santo, al Gloria, tañían camanas y órgano esta vez con júbilo por la Resurrección. El Viernes Santo, en lugar de las campanas se había hecho sonar un instrumento de madera que daba un sonido seco: la matraca, que suscitaba la curiosidad infantil. Los que habían asistido al Oficio de Tinieblas habían podido experimentar el momento del “terremoto”, un ruido confuso que daban los clérigos con sus breviarios sobre los escaños del coro y que semejaba al de un movimiento sísmico en recuerdo del terremoto que se produjo en la muerte de Jesús. El Sábado de Gloria, que naturalmente debía ser un día de luto, se convertía por imperativo de las rúbricas en una pre-Pascua. No quedaban en él ni vestigios del duelo por Cristo muerto, cuya gloriosa Resurrección se había anticipado.
El Domingo de Pascua, día de comunión general (para cumplir con el precepto) se daban y se dan en Cataluña las “monas de Pascua”, hechas de chocolate con mayor o menor arte. Es tradición que la regale el padrino a su ahijado. También se bendicen los huevos de Pascua, que simbolizan la vida latente bajo la apariencia de inercia, para lo cual hay un rito especial en el Rituale Romanum. En Italia se come el Agnelo Pasquale, que está hecho de bizcocho con frutos secos y azúcar. Tradiciones todas con un profundo simbolismo y sentido religioso que, rodeaba antaño la Semana Santa y que se va perdiendo a favor de una consideración totalmente profana de la misma como un período de ocio, sin ningún referente a los misterios cristianos. Son estos días propicios para que los obispos y pastores mediten en qué parte de culpa pueden tener en esto y qué ha de hacerse para paliar o remediar la galopante desacralización de estos días tan trascendentales para los católicos.
Aurelius Augustinus