Cuando los hombres de Dios son malignos


“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que cerráis a los hombres el reino de los cielos! Ni entráis vosotros ni permitís entrar a los que querrían entrar.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que diezmáis la menta, el anís y el comino, y dejáis lo más grave de la Ley: la justicia, la misericordia y la lealtad! Bien sería hacer aquello, pero sin omitir esto. Guías ciegos, que coláis un mosquito y os tragáis un camello.

“¡Ay de vosotros, escribas y fariseos, hipócritas, que os parecéis a sepulcros encalados, hermosos por fuera, mas por dentro llenos de huesos de muertos y de toda suerte de inmundicia! Así también vosotros por fuera parecéis justos a los hombres, más por dentro estáis llenos de iniquidad”.

No cabe duda que las palabras que dirige Nuestro Señor a los profesionales de la religión de su tiempo son duras. Por el tono y la severidad se ve que Jesús, tan paciente y misericordioso con todos, pero especialmente con los pecadores, no los tragaba. Por supuesto, no hemos de entender que el Divino Maestro condenara en bloque a escribas y fariseos; después de todo, también entre ellos tuvo discípulos, admiradores y seguidores. Pero hay que admitir que pretender el monopolio de la santidad –como aquellos grupos religiosos hacían– inclinaba poderosamente a caer en la tentación del orgullo, pecado especialmente desagradable, ya que por él entró el mal en el mundo.

Como si quisiera prevenir contra él a los ministros de la Iglesia que iba a fundar, Cristo quiso hacer apóstoles suyos a hombres no exentos de debilidades y defectos morales; y si no, hagamos el recuento: Pedro, al que constituyó en jefe del grupo, le negó reiteradamente en los momentos decisivos; Santiago y Juan pecaban de ansia de honores (parece que su madre los había consentido demasiado); Mateo era publicano, tenido como una suerte de pecador público por su profesión de recaudador de impuestos por cuenta del Estado Romano (y sabe Dios si habría cometido más de una defraudación contra el prójimo, como su colega Zaqueo, convertido también en discípulo); el Iscariote robaba de la bolsa común (y, curiosamente, era el más rígido a la hora de juzgar a los demás); el resto de los Doce se evaporó como sus compañeros (excepto Juan, todo hay que decirlo) cuando fue la hora de dar la talla como amigos y seguidores, dejando al Señor enfrentarse solo a su Pasión y Muerte. Saulo de Tarso, perseguidor de cristianos, fue hecho vaso de elección por Cristo resucitado, que se le apareció en el camino de Damasco. Si no hubiera sido por la gracia de Dios, capaz de transformar la naturaleza humana, y la asistencia del Espíritu Santo, ¡arreglada estaba la Iglesia naciente con semejantes columnas! Pero los apóstoles supieron corresponder a la gracia con humildad y por eso pudieron dar testimonio y hacer discípulos y conquistar el mundo para Dios.

La Iglesia es una institución divina y humana; divina lo es por su Fundador, por sus fines y sus medios; humana por los miembros que la componen en este mundo, los cuales, aunque justificados por el bautismo, no dejan de ser seres débiles, con propensión a hacer el mal y dificultad para obrar el bien (lo que los teólogos llaman el fomes peccati) y acechados por las tentaciones de los enemigos del alma, que, sin embargo, no prevalecen si se confía en Dios, “que no permite que seamos tentados sobre nuestras fuerzas”, como dice san Pablo, pero que respeta hasta el final la libertad del hombre, aunque éste haga abuso de ella. Como institución divina, es pues la Iglesia es una virgen sin mancilla, aunque su rostro, en tanto institución humana, se halle afeado por los pecados de sus miembros, comenzando por los de sus jerarcas.

Si hay un espectáculo especialmente triste es el que han ofrecido y ofrecen los que están llamados a dirigir la grey del Señor. Ha habido incluso papas (afortunadamente ninguno en nuestra época) que han sido grandísimos pecadores y consiguiente motivo de escándalo para los cristianos. Cardenales y obispos también, desgraciadamente. Y no digamos párrocos y sacerdotes de ambos cleros (cosa tanto más grave en los miembros del regular cuanto que están ligados por los peculiares votos de la vida consagrada): concubinarios, nicolaítas, simoníacos, sacrílegos… Gracias a Dios, en contrapartida ha habido también muchos santos de talla gigantesca –observantes, piadosos, fieles y celosos de la gloria de Dios y de la salvación de las almas– que han ceñido la tiara o el capelo, que han empuñado el báculo y han vestido el hábito talar o el sayal. Por un maravilloso y misterioso equilibrio sobrenatural, el mal, a lo largo de la Historia de la Iglesia, siempre ha sido compensado por abundancia de bien.

El clero es especialmente presa de las tentaciones del Maligno porque detrás de cada prelado, sacerdote o religioso hay muchas almas en juego y, si se nos permite decirlo de este modo, el pecado de un hombre de Dios es bocado especialmente refinado para Satán, del cual sabemos que es un auténtico gourmet en materia de maldad. Por eso afina su puntería con mayor empeño y busca y sabe hallar los señuelos más sutiles para cazar este tipo de presas. En realidad, los pecados carnales, con ser graves, no le interesan tanto como los que tienen que ver más con las actitudes del espíritu. Se puede pecar de gula o lujuria por debilidad, por propensión, por costumbre, por desajustes psicosomáticos. Por supuesto, no dejan de ser pecados y si en cualquier cristiano son censurables, en los clérigos lo son aún más por razón del especial carácter sagrado de su estado, que se supone más proficiente que el de los simples seglares. Sin embargo, muchas veces entran en juego circunstancias que hacen juzgar estos pecados con mayor indulgencia incluso por parte de los fieles.

¡Cuántos de nosotros conocemos casos de párrocos que viven en remotos lugares, a los cuales la soledad les ha llevado al alcoholismo! O sacerdotes que se ven privados de afecto o calor humano y violan su celibato. O religiosos que se dan a la glotonería como una manera de compensar carencias de diferentes tipos. Cierto es que la mayor parte de las veces se llega a estas situaciones por abandonar la disciplina que la Iglesia sabiamente ha trazado para sus ministros: la misa diaria, la meditación, el breviario, el santo rosario, la adoración eucarística, el ministerio penitencial, etc. Se acaba haciendo el mal que no se quiere y no haciendo el bien que se quiere. Y, desde luego, dado el primer paso hacia abajo, es difícil poder remontar, y la pequeña bola de nieve acaba por convertirse en un alud que todo lo arrasa a su paso, hasta las resoluciones más santas y firmes. Pero Dios es misericordioso con sus hijos cuando éstos reconocen su miseria y le piden sinceramente perdón, aunque vuelvan a caer y tengan que levantarse más dolorosamente.

Sin embargo, hay otra especie de pecados especialmente dañinos y maliciosos, que son aquellos en los que se regodea Lucifer con auténtica fruición, a saber: los que provienen del orgullo de creerse santos sin serlo en verdad, que es precisamente el pecado de los escribas y fariseos, a los que Nuestro Señor tan severamente apostrofó. La auténtica santidad está reñida con la soberbia; es, por el contrario, humilde, pues reconoce que de sí no tiene nada, sino que todo es gracia de la misericordia divina. La pretensión de pureza ha conducido a verdaderos desvaríos como los de los albigenses, los cátaros y los “espirituales”, que han derivado a la postre en el desenfreno. Y es que por la puerta de la soberbia entran todos los demás pecados. En tiempos más recientes hubo el triste caso de las monjas jansenistas de la abadía francesa de Port-Royal, de las cuales dijo un arzobispo de París que eran “puras como ángeles y orgullosas como demonios”. Y es que es peligroso el tenerse en una opinión propia mejor que la que se tiene del prójimo, al cual se tiene la tendencia de juzgar con mucha facilidad porque el amor propio desmesurado obnubila por completo la caridad que debemos al prójimo y acaba por marchitar el amor a Dios.

Es éste un pecado al que el clero es particularmente propicio precisamente por la visible profesión que se hace de la religión, sea cual sea la noción que de ella se tenga (por eso caen en él individuos de todas las tendencias: lo mismo tradicionalistas que progres). La arrogancia que procura la consciencia (por otra parte errónea) de estar en lo justo, en lo que Dios manda, infla el propio ego y hace que se mire a los demás, ya no con la conmiseración que inspira la verdadera piedad, sino con el desprecio y el odio que son el fruto de espíritus pagados de sí, que se erigen en jueces implacables de sus hermanos, como si fueran los comisarios de Dios y no los dispensadores de su clemencia. Su rigor los lleva a un celo amargo que, en lugar de atraer, ahuyenta. Se convierten en personas áridas y secas, de trato huraño o falsamente cordial (porque, cuando son inteligentes, saben disfrazar de amabilidad espuria sus procederes sinuosos y recovecos). Lo peor es su malignidad y mezquindad, capaz de emponzoñar irremediablemente las mejores disposiciones de las personas. Pagados como están de sí mismos, refugiados en sus ritos y rúbricas o en sus conferencias y cursillos (para el caso da igual), desde la comodidad de sus prebendas y al calor del benefactor ocasional o del poder de turno, o simplemente situados gracias a una sonriente fortuna, se permiten escudriñar e intrigar, planeando fríamente cómo pueden hacer más daño al prójimo, convencidos, eso sí, que hacen la obra de Dios (y esto constituye el refinamiento de la perversión).

La serpiente, cuando tentó a nuestros primeros padres en el Paraíso, no mintió al decirles que se harían como dioses (“Eritis sicut dii”), sino que los embrolló en su malicia y los hizo caer. En realidad, Dios tenía planeado que fuéramos como dioses, participando en su vida divina mediante la gracia sobrenatural, en la cual hubiéramos sido todos confirmados en Adán y Eva si no hubieran cedido a la tentación. De modo semejante, los clérigos malignos, como los fariseos y los escribas del Evangelio, son aparentemente justos y cumplen materialmente los mandamientos y preceptos, pero en lo íntimo están llenos de soberbia, la misma del demonio, la que hace de ellos sepulcros blanqueados, que tienen un bello aspecto, pero por dentro guardan carroña (y, desgraciadamente, encarroñan todo lo que tocan). Bien les estaría aplicarse a oír la Palabra de Dios y guardarla en su corazón; aprender de Jesús, manso y humilde de corazón, que, siendo el Justo por excelencia y el cordero sin mancha, no condenaba a nadie, sino que despedía benignamente a los pecadores exhortándoles a no pecar más. Pero, “con la medida que midieres serás medido”: que no sea en el día del Juicio para ellos la que ellos aplican tan fácil como inexorablemente a sus hermanos.

Aurelius Augustinus

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