Contra un nuevo clericalismo
A la Iglesia histórica se la ha acusado de muchas cosas, reprochándosele algunas conductas del pasado juzgadas poco acordes con el espíritu cristiano: triunfalismo, mundanidad, temporalismo, etc. A veces puede que haya un fondo de verdad en estos reproches; otras veces se trata de prejuicios debidos a la ignorancia histórica o a una mala comprensión de la naturaleza del Catolicismo; otras, en fin, son simples falsedades propaladas por los enemigos de la religión. Hoy quiero detenerme a considerar el fenómeno del clericalismo, que pareciera historia ya vieja y superada, pero que, en cambio, está muy viva aquí y ahora. Para que no haya confusiones y no se me recrimine por lo que no he dicho, declararé lo que entiendo por clericalismo: una tendencia a creerse las personas eclesiásticas por encima de los demás mortales por una conciencia excesiva de la dignidad y el estado de la clericatura.
Se es clericalista inmiscuyéndose el clero indebidamente y sin autoridad en los asuntos temporales de la sociedad civil aun cuando éstos no sean materia mixta. Se es clericalista cuando se pretende obediencia en materia que no cae bajo esta obligación sólo porque lo manda el jerarca. Se es clericalista cuando no se deja opinar a los laicos o, cuando éstos opinan, se pretende hacerlos callar simplemente porque disienten de la línea marcada por el clero y no por razones válidas y substantivas. Se es clericalista cuando se gobierna en la Iglesia con los métodos y las maneras del mundo, mediante camarillas de la misma cuerda que suelen estar enquistadas en las curias y tienden a perpetuarse. Se es clericalista cuando el único argumento que se utiliza para gobernar al pueblo de Dios es el argumentum baculinum, es decir, cuando se manda a golpe de báculo y “porque lo digo yo”. Se es clericalista cuando se suplanta el verdadero sentir de los simples fieles y se pretende saber mejor que ellos lo que quieren, esperan y necesitan.
El clericalismo nace y se alimenta en las curias, empezando por la romana y siguiendo por las episcopales, para terminar en las mini-curias de las parroquias. Dado el carácter monárquico de la Iglesia (por otra parte, esencial a ella, útil y necesario), se tiende a concentrar el poder mediante una tupida red de fidelidades y clientelismos que propician la formación de verdaderas cortes, las cuales sirven para proteger los intereses del señor y, por consiguiente, los propios intereses. Es éste el ambiente propicio para el nepotismo, que no necesariamente significa favorecer al pariente (aunque también), sino favorecer a los amigos y afines, entre quienes se establecen a veces vínculos más fuertes que los consanguíneos. El jerarca se hace inaccesible: todo pasa por sus visires, secretarios y edecanes. Se crea toda una etiqueta alrededor de él y ¡ay de quien se atreva a quebrantarla! La continua adulación, la ciega obsecuencia y la sumisión rastrera de los cortesanos propician en el señor la soberbia, la autosuficiencia y la prepotencia. ¡Cuántos prelados pagados de sí mismos, altaneros y despectivos no ha habido en el pasado! Pero el caso es que los sigue habiendo hoy porque, aunque el estilo puede haber cambiado, el sistema sigue siendo el mismo.
No quiero decir con esto que no sea normal ni natural que un jerarca se rodee de gente de su confianza. Todo lo contrario: incluso el nepotismo de los Papas de antaño era comprensible en tiempos en los que no se podía uno fiar sino en los que, por razones de parentesco, no iban a traicionarle. Pero para ello es necesario tener un sentido sobrenatural de las cosas y una virtud personal a toda prueba. Otra cosa indispensable es no hacer nunca pesar el propio poder. De San Francisco de Sales se cuenta que le impacientaban los importunos y la gente pesada, pero nunca lo dio a entender por la gran delicadeza de espíritu que lo distinguía. Un día alguien se dio cuenta de que los brazos de su trono se hallaban muy gastados, como si hubieran sido roídos. Se vino a saber que se trataba de las marcas dejadas por el santo, el cual se hacía violencia a sí mismo, clavando las uñas en el mueble para contenerse y no ofender a sus visitantes con alguna destemplanza.
Conducta diametralmente opuesta a la de esos prelados que gustan de que sus visitantes hagan una larga e ingrata antecámara, que esperan la rendida pleitesía de quienes se le aproximan, que se muestran déspotas con sus subordinados, caprichosos y engreídos. De esos hay en el mundo tradicionalista y en el mundo progre, como de los otros –de los virtuosos– los ha habido asimismo en ambos campos. No es cuestión de orientaciones ideológicas sino de formación –o deformación– profesional y, sobre todo, de índole. Ello explica por qué hay curias copadas por la vanguardia de los revolucionarios que se comportan, sin embargo, como la más recalcitrante carcundia cuando de acaparar poder y honores se trata. Y vemos a los frondistas que aún ayer despotricaban contra la jerarquía cómodamente instalados hoy en el establishment clerical, mangoneando en la medida de su parcela de poder, adquirida a base de saber caer en gracia al mandamás de turno. En esto, no hay peor conservador que el liberal que medra.
Cierto es que pasan estas cosas porque el que tiene la autoridad lo permite y lo fomenta: cuando promueve no a los dignos, sino a los trepadores y carreristas; no a los que tienen mejor conciencia, sino a los de más hábil y diserta lengua, que saben halagar y agradar; no a los que tienen mayores dotes pastorales, sino a los rabadanes asalariados, que se desentienden y huyen cuando es cuestión de defender al rebaño, o aun peor, a los lobos rapaces, dispuestos a devorar a las ovejas. Como se siente inseguro entre tanto aprovechado (porque se sabe temido pero no sinceramente amado), favorece y estimula la delación, prestando oídos propicios a chismes y habladurías de unos contra otros (y bien sabe Dios que un pecado típico del clero es la detracción del prójimo, especialmente si es colega, que proviene de la envidia). Tiene a sus paniaguados, estómagos agradecidos que pelearán por él con quien sea con celo indiscreto y rabioso y se encargarán de desbrozar el campo de cualquier disidencia o crítica. Porque, claro, el señor no se mancha las manos descendiendo a la liza.
Tengo que confesar que, por razones de estética y buen gusto, prefiero a los clericalistas del pasado. Un cardenal Tedeschini o un arzobispo Olaechea tenían al menos clase y elegancia. No eran vulgares. Hoy, ¿qué se puede decir de esos monseñores vestidos de hombres de negocios con el pectoral vergonzante escondido en el bolsillo de la chaqueta y sin ningún porte ni carisma? Para antipáticos y soberbios me quedo con los que, al menos, tienen una fachada que los identifica, porque se les ve venir. Pero esos mitrados que van de “enrollados”, que promueven el buenismo y que parecen que no matan ni una mosca y después le descargan a uno todo el peso de su báculo para hacerle saber quién es el que manda, esos que Dios me guarde de ellos. En esto tengo que decir también que prefiero a los “anarquistas” y outsiders que los hay, tipo monseñor Casaldáliga, con el que no se estará de acuerdo en lo doctrinal ni pastoral, pero que es alguien consecuente con su marginalidad y, desde luego, no se ha instalado en la comodidad de las curias tiranizadas por los revolucionarios de seminario y cursillo.
El concilio Vaticano II quiso dar un estilo más moderno a la Iglesia sin renunciar un ápice a lo fundamental, que nos es transmitido por la Tradición. Pero pasa que los que tanto se llenan la boca con el concilio para arriba y el concilio para abajo, han hecho exactamente al revés: mantienen el viejo estilo curialesco (en la peor de sus versiones) mientras se han cargado alegremente lo que realmente importa, que es la transmisión de la Verdad, la que nos hace libres y salvos. ¡Curiosa paradoja!
Aurelius Augustinus
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