Como un reloj parado, como un cuerpo desmayado…
Hay en el salón de mi humilde pero acogedora casa un reloj de pared, no muy antiguo, pero sí lo suficiente como para no formar parte de aquellos que con apariencia de antiguos son movidos por una vulgar pila. El mío es un viejo reloj de la conocidísima y tradicional Casa Portusach (Pasaje San José, D entre Condal y Montesión) de principios del siglo XX con su péndulo, su par de pesas y ¿cómo no? un hermoso carillón interno que toca todas las horas y sus medias. Sin embargo su péndulo no está, como en otros casos, protegido de las ráfagas de viento por ninguna puertecilla con cristal: está sometido a las inclemencias del ambiente. Durante este verano, a consecuencia de las fuertes corrientes de aire que circulan por el interior de la casa y que van a batir directamente sobre el reloj en cuestión, el mecanismo dejó de funcionar. Llegó un momento en que por pereza y negligencia dejé de ocuparme del péndulo y así permaneció el reloj durante semanas, diría yo meses. También es cierto que durante el día cada vez paro menos en casa y que muchas veces ni reparo en el reloj. Cierto es también que a veces encontraba a faltar sus campanadas y que, mirándolo, me percataba de que no funcionaba. Como muchas veces lo había puesto en funcionamiento y veía que constantemente se paraba llegué a convencerme que el reloj ya no funcionaba: se había convertido en un hermoso adorno, decorativo, pero al fin y al cabo inútil a su cometido.
Hasta que ayer, evitadas todas las corrientes de aire, me decidí a ponerlo en marcha: subí las pesas, gravité el péndulo, giré la manecilla tantas veces sobre la esfera hasta ponerlo en hora, escuchando las repetidas campanadas que casi había olvidado. Y ¡oh maravilla! Todo como el primer día.
Luego, meditando, pensé que algo muy parecido sucede con nuestra Iglesia diocesana: posee el mecanismo esencial para funcionar que no es otro que el instituido por Cristo al fundar su Iglesia. Posee la doctrina y los sacramentos, el orden de las primacías, el tesoro de la liturgia, la santidad de tantos miembros que a lo largo de la historia y también en el presente han ennoblecido sus filas, solo le faltan dos cosas: recuperar la conciencia de sí misma y recuperar su postura de evangelizadora ante el mundo. Han habido en la historia de la Iglesia muchos momentos de colapso, de desmayo: la Iglesia pierde la conciencia de sí misma y el tono de su postura ante el mundo. Pero de golpe, incluso cuando todo se daba por perdido, reanimada por la fuerza del Espíritu, recupera la conciencia de Cuerpo Místico de Cristo y su posición misionera y se da cuenta que todo estaba allí: que nada debe buscar fuera, que posee en su mismo seno la totalidad de los medios con que Cristo le garantizó el éxito de su misión.
Benedicto XVI ha afirmado esta semana que la Iglesia “no es una corporación sino el mismísimo Cuerpo de Cristo”. El mensaje es claro: la Iglesia no es una empresa y nosotros sus funcionarios o empleados. No somos los bautizados unos burócratas u ordenancistas de una institución que hay que mantener. Y menos debemos serlo sus pastores: obispos y sacerdotes. Los funcionarios se contentan en mantener, en conservar, en presentar frías cuentas de resultados sin mucho entusiasmo.
Los católicos, eso si, tenemos el mejor producto que ofrecer al mundo: Jesucristo y el don de la fe en Él que cambia la faz del universo, cambiando el corazón de cada de cada hombre. Pero no lo sabemos presentar porque no estamos enamorados de Él. Está con nosotros, pero no lo conocemos como decía aquella canción de los años 70.
Por eso hemos convertido la Iglesia en un adorno, o en un museo, como dijo acertadamente el beato Juan XXIII, decorativo, que aún viste, pero incapaz de atañer a su misión. Nos faltó amarla y servirla con corazón de hijos, con el mismo amor y la misma voluntad de servicio que se sirve a Cristo.
Pero todo está ahí: hace falta una voluntad, un primer gesto de libertad para ponerla en movimiento.
Como el péndulo de un reloj que recibe el primer impulso para volver a funcionar, como alguien que administra el primer auxilio de reanimación tras un colapso…
Prudentius de Bárcino
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