Empecinados, fracasados y sin pedir perdón
La Iglesia ha reservado la infalibilidad para la palabra de Dios, para los concilios y para el Papa cuando habla ex cátedra. Fuera de estos tres ámbitos, estamos en el terreno de la humana falibilidad. Todos podemos fallar, todos podemos equivocarnos. Pero contra ese mal están el remedio de la retractación, si los errores son doctrinales; y el de pedir perdón si se ha hecho daño a alguien por acción o por omisión.
En la era postconciliar, los sacerdotes, religiosos, religiosas y fieles comprometidos que se han convertido en verdaderos apóstoles del pensamiento de izquierdas y promotores de los partidos de izquierdas y de las políticas de izquierdas (o de progreso que dicen), han sido legión. Ni en la era del nacionalcatolicismo, que al fin y al cabo se produjo como respuesta a la durísima persecución contra los católicos, especialmente sacerdotes y religiosos asesinados a miles; ni en esa época fue tan extensa y sobre todo intensa la adscripción política de los sacerdotes: con la entrega total de su alma y de su ministerio a la causa política. En Cataluña, en las provincias vascas y en Navarra, el ministerio sacerdotal se convirtió también en ministerio nacionalprogresista.
Está a punto de cumplirse ya el medio siglo de aquel terremoto cuyo carácter más destacado fue la politización de la religión, bajo la consigna de que Cristo mismo era de izquierdas, y que el Evangelio sólo era comprensible si se interpretaba en clave política y social de izquierdas. Para ser buena persona y para ser buen católico, había que ser de izquierdas: y no sólo conceptualmente, sino comprometido políticamente y en la acción. Eran los cantos de sirena de la época, y justo es reconocer que sólo con un solidísimo armazón intelectual, podía uno resistirse a esa adsorción. Pero claro, eso era el mundo, disfrazado con su cara más amable. Y nos dejamos engañar la inmensa mayoría.
Pero tiempo ha habido de discernir la cizaña del trigo: los que les pilló de jóvenes, como quien no quiere la cosa son ya septuagenarios. Y los que llevaban ya algunos años en el sacerdocio o en la vida religiosa, están aún más allá. De las nuevas promociones, hay de todo: las más antiguas, más incardinadas en el mundo; y las más recientes, cada vez más y mejor incardinadas en la Iglesia.
Lo sorprendente es el empecinamiento en el error: por los frutos se sabe qué tal es el árbol. Y no se necesita ser un gran hermeneuta para entender la diferencia entre iglesias llenas e iglesias vacías. Los sacerdotes que se dedicaron a hacer política, empujaron a sus fieles hacia la fuente genuina de la política, vaciando de ese modo sus iglesias. Y los que se dedican al culto religioso y a la pastoral, llenan las iglesias. Parece obvio: a los fieles no les interesa el mensaje político en la iglesia: ni el implícito ni el explícito. Ni les interesa, claro está, un culto acomodado a una ideología política: por ejemplo, el culto minimalista y populista de izquierdas, vendido como sencillez evangélica; ni una teología y una moral de ocasión (incluida la propia), vendidas como preocupación y adaptación social.
El fracaso de esa Iglesia acomodaticia pegada al terreno ha sido estrepitoso. Pero ellos no tienen nada que ver con el fracaso. Ellos hicieron lo único correcto; ellos acertaron. Se permiten incluso el lujo de ridiculizar con crueles sarcasmos todo lo que hacen los sacerdotes cuya liturgia, cuya pastoral y cuya moral es aceptada y demandada cada vez por más fieles.
Ellos siguen empecinados en su fracasada mundanización de la Iglesia; empecinados en no pedir perdón por el daño que han hecho a la Iglesia y a tantos fieles. La Iglesia sí que pide perdón cuando yerra, porque errar es humano; y de hombres y mujeres está hecha la iglesia. Pero ellos no. Ellos son mayoría y tienen la razón que les da el ser muchos y el tener extensas áreas de poder. Los errados son los otros, los que hasta pueden ser identificados como sacerdotes. Ellos son los que tienen que vivir avergonzados.
La Iglesia tiene, gracias a Dios, una vitalidad que vence a los milenios, porque ha dado con el equilibrio (no siempre perfecto) entre la iniciativa de muchos de sus miembros con amplio margen de autonomía, y la sumisión a la disciplina, a la jerarquía y al dogma. Si la disciplina organizativa fuese tan estricta que no dejase margen al desenvolvimiento de sus miembros más creativos e inquietos, la Iglesia se hubiese anquilosado y no habría superado el devenir de los siglos. Si por el contrario no hubiese funcionado el principio jerárquico, sería algo muy distinto de lo que es, o quizá ni tan siquiera sería. La historia de la Iglesia está llena de fundadores, de teólogos, de tratadistas; pero también está llena de cismáticos.
También hoy la Iglesia lucha contra esa tendencia cismática. Un profundo conocedor de los entresijos vaticanos, me explicaba cómo dentro de la misma curia vaticana, se había atrincherado el pensamiento político de izquierdas; y me daba cuenta pormenorizada de las tensiones que eso producía. Manifestaba su temor de que esas tensiones pudieran degenerar en cisma: tal era el enconamiento de las posiciones y tal el número y calidad jerárquica de los disidentes.
El problema realmente serio del “progresismo” en la Iglesia, es que los eclesiásticos que a él se han abrazado, le han dado carácter totalmente religioso. Creyeron, ingenuos, que serían capaces de apoderarse del pensamiento de izquierdas y cristianizarlo. Y a esa tarea se dedicaron. Pero como el baricentro de esos dos planetas (religión y política) estaba desplazado exageradamente hacia la política hermoseada en acción social, he aquí que no fue la religión la que absorbió la política, cristianizándola y sublimándola, sino que fue la política la que devoró a la religión. Fueron un ejército de sacerdotes, de religiosos y de laicos haciendo política en hábito y talante religioso. Colgaron el hábito de inmediato; y el talante lo mudaron a muy poco tardar.
Fue una suerte que el cambio fuese tan drástico: que el pensamiento religioso se plegase sin reservas al pensamiento político; y que este último fuese más un código de estilo que un auténtico cuerpo de doctrina. Porque de no ser así, de existir en la izquierda clerical una verdadera ideología global capaz de llevar sello religioso, se hubiese producido sin la menor duda el cisma que temía mi amigo, y al que se hubieran sumado entusiastas los vestigios de aquel novedoso neolítico. Pero al no haber doctrina, sino simple moda intelectual de una época, nos hemos salvado del cisma. ¡Gracias a Dios! Pero nos queda el problema residual de la moda: porque quien ha lucido siempre esa vestimenta intelectual, difícil es que se mude.
Virtelius Temerarius