La necesidad de una educación sexual cristiana
Aline Lizotte, doctora en filosofía, teóloga, psicoterapeuta y oblata benedictina |
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Hemos pasado de un extremo a otro: antes del Concilio parecía como si el eje de la moral y de la religiosidad fuese el sexo. Hoy en cambio lo hemos relegado hasta tal punto, que hablar de sexo desde la religión se percibe como una intromisión de ésta en un terreno del que ha de mantenerse alejada, para desquitarse de la excesiva fijación que tuvo en él. Es la ley del péndulo.
Y una vez más, el abandono de este terreno ha sido nefasto para la Iglesia: ante el más absoluto silencio incluso en la formación de sacerdotes y religiosos, cada uno se ha hecho su propia ley. ¿Inspirándose dónde? Pues en el mundo, al que le dejamos el monopolio de la educación sexual. ¡Y qué educación! No es de extrañar que la Iglesia haya tenido tan tremendos problemas en cuestión de sexo, de los que la pederastia es la punta del iceberg. Y en el mundo, el desenfreno sexual ha exigido dentro de la lógica obvia del plano inclinado, su culminación en el aborto. Y de ahí para atrás, el hedonismo puro y duro como norma suprema de la relación de pareja, totalmente incompatible no sólo con el matrimonio, sino incluso con la simple estabilidad de la pareja.
Visto lo visto, es evidente que la Iglesia, en vez de retirarse de este tema, tenía que haber corregido el rumbo, insistiendo más en la sublimación del sexo por el amor y en el esfuerzo por canalizarlo hacia la generosidad. Pero lamentablemente no ha sido así.
Qué más quisiéramos que poder afirmar que nuestro laicado a lo largo de estas últimas décadas ha recibido una profunda formación sobre sexualidad cristiana. Hubiéramos deseado felicitarnos por los logros obtenidos en la madurez del pueblo de Dios, en consonancia con lo auspiciado por la Iglesia desde los tiempos de Pío XII a nuestros días, en lo referente a la comprensión y vivencia de la sexualidad humana. Pero la Teología del cuerpo ha sido la gran ausente en el periodo posconciliar y casi correlativamente se ha convertido en el gran tabú en la formación humana de aquellos que se comprometen en la vida sacerdotal y religiosa, que conlleva una exigencia de perfecta castidad.
La sexualidad humana, tal como la vio Juan Pablo II, es el perfeccionamiento humano de la persona, ya que la dispone, en su cuerpo, a hacer visible el don que le ha hecho el Creador: ser su imagen y semblanza. Y hay una doble manera de realizar esa imagen: la vida conyugal y la vida consagrada. Conseguir la madurez de la vida humana en un cuerpo consagrado por la castidad es un don sobrenatural que supone una verdadera formación.
En primer lugar, esta formación no debe despreciar la sexualidad del hombre y de la mujer, sino que la conoce en todas sus exigencias humanas. Únicamente este conocimiento y esta aceptación pueden dar el equilibrio humano fundamental y necesario a la respuesta a la vocación.
En segundo lugar, la misión apostólica que es propia y está unida consustancialmente a la vida consagrada, es incompatible con una condena y un rechazo del mundo que hay que dejar. Dejar el mundo no es huir del mundo y abstraerse. Vivir en el mundo sin ser del mundo exige contemplarlo en sus problemas, en sus sufrimientos, en sus patologías, las cuales son numerosas respecto a la sexualidad. Esto exige también, incluso en lo que parece incompatible con el equilibrio humano, encontrar el medio para construir, sin subterfugios, la persona creada y rescatada por Dios en Cristo.
Se exigen nociones fundamentales de la Teología del cuerpo cuales son los componentes psicológicos del acto de amor y sus implicaciones en la vida consagrada; conocer en profundidad la sexualidad del hombre y de la mujer y su significado en relación con la castidad perfecta; esbozar y ahondar en la comprensión de los mecanismos del deseo, de la sensualidad, del pudor. Éstos son sólo algunos de los aspectos a no desdeñar en la formación muy especialmente de sacerdotes y consagrados.
Comprender como don conyugal de los consagrados el signo de amor que constituye la entrega de sí mismo a Dios, es fundamental.
Y cómo no, tratar las dificultades de la sexualidad: conocerlas, discernirlas, vivirlas, tratarlas (masturbación, homosexualidad, sadismo y masoquismo, pedofilia…
Definitivamente es necesario explicar y ayudar a vivir la castidad como amor esponsal, la virtud de la castidad en perspectiva con su finalidad escatológica.
En su biografía sobre Juan Pablo II editada en el año 2000, George Weigel afirmaba:
“La Teología del cuerpo podría marcar un cambio decisivo, alejando de la moral católica el demonio del maniqueísmo y su condena de la sexualidad humana. Pocos teólogos han tomado en serio nuestra encarnación de hombres y mujeres como Juan Pablo II. Pocos han osado llevar tan lejos como él, la idea católica de lo sacramental, de lo invisible manifestándose a través de lo visible, de lo extraordinario presente en lo más profundo de lo ordinario, que el amor entrega de si mismo de la comunión sexual, es emblemática de la vida interior de Dios”
Cursos de la AFCP en la Abadía de Solesmes |
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Pero primero es necesario ayudar en su formación a los formadores de la vida consagrada (superiores religiosos, maestros y maestras de novicios, rectores de Seminarios, sacerdotes diocesanos o religiosos)
Y ello comporta tres vertientes intrínsecamente unidas entre sí: Amor, sexualidad y vida consagrada. La vida consagrada es una vida marcada por el voto de perfecta castidad. Este voto debe permitir vivir de una manera especial el misterio del amor esponsal entre Cristo y la Iglesia. Pero la castidad no borra nuestra realidad humana que está necesariamente marcada por la sexualidad. Cómo la sexualidad se convierte en un componente necesario a una vida de castidad equilibrada, ésa es la cuestión.
Hay que ayudar a los jóvenes especialmente a conocer los fundamentos de la psicología humana, y las leyes de la afectividad. Descubrirles cómo todos estamos necesitados de un acompañamiento psicológico y su diferencia con el acompañamiento espiritual.
Pero para esto hay que darles a conocer en profundidad las nuevas corrientes sociales que hoy afectan, modulan, condicionan el comportamiento religioso: la New Age como reacción a un moralismo de obligación, el atractivo de las espiritualidades orientales, el despertar de la gnosis y las infatuaciones por lo psico-espiritual, son sólo algunas de esas modas.
Para todo ello, a tomar en cuenta e imitar a la quebequesa Aline Lizotte, doctora en filosofía, teóloga, psicoterapeuta y oblata benedictina, residente a pocos metros de la Abadía de Solesmes, donde se imparten cada año diversas sesiones formativas para parejas, pero muy enfocadas para sacerdotes y religiosos. Con esa finalidad fundó la Asociación para la Formación Cristiana de la Persona; de la que se sirven, especialmente en Francia y Canadá pero también en más países, para la formación de consagrados.
¡Cuán necesitados estamos todos nosotros de esta orientación para nuestra vida! ¡Y especialmente nuestros seminarios y casas de formación! En esto, en nuestras latitudes, parece que nadie piense. Ninguno de los altos responsables de la formación de sacerdotes y consagrados parece tomarse en serio el urgente empeño del que ya hizo mención Pablo VI en su encíclica “Sacerdotales Coelibatus” de 1967 en lo referente a la ayuda en la formación de la personalidad de los consagrados.
Ojalá un día entre las tareas urgentes e ineludibles de nuestros Seminarios en Cataluña y en toda España, figure la formación de esta vertiente tan importante para la vida concreta y plena del consagrado.
Al parecer sólo tiempos nuevos y odres nuevos podrán replantear seriamente el conjunto de la formación impartida a nuestras jóvenes vocaciones. Dios quiera que no lleguemos tarde.
Prudentius de Bárcino