Cuestionados en la Fe por la Tradición
Tras décadas de auto-odio católico en Cataluña por parte de muchos sacerdotes y seglares; después de lustros de hacer todos los esfuerzos por conseguir a toda costa un “aggiornamento” del catolicismo; luego de apartar años y años por todos los medios lo que significa la Tradición, y de esconder toda expresión visible de ella en la vida eclesial; después de todo eso, ahora resulta que es justamente lo más tradicional lo que golpea e interpela a aquellos que, después de un viaje vital por el desierto contemporáneo de una existencia sin Dios, sienten que hay un Alguien que desde mucho tiempo les espera en algún cruce de caminos; Alguien al que en lo mas íntimo añoran regresar.
La Vanguardia publicó los pasados días 28 y 30 de diciembre dos artículos procedentes de dos plumas que tras un recorrido por la progresía, cada día se muestran más certeros en sus juicios. En primer lugar se trata de la histriónica y sin embargo valiente Pilar Rahola, quien en ocasiones ha metido la pata hasta el fondo, como cuando comparó a Pío XII con Hitler (“Canto por Europa”, columna en La Vanguardia del dia 27 de julio de 2011, p. 17). La segunda es la de Rafael Nadal, antiguo director del superprogresista y anticatólico El Periódico, hermano de Joaquim Nadal (PSC), ahora fichado por La Vanguardia como articulista. He ahí dos textos para reflexionar. Las negritas son nuestras.
Elogio de la Tradición
Uno de los daños que nos ha dejado la empanada colectiva del 68 ha sido el desprecio a todos aquellos hábitos que se inscribían en un pensamiento fuerte de la vida. Conceptos como familia, autoridad y tradición se grabaron con la letra escarlata del adulterio progresista y pasaron a formar parte del legado de la derecha ultramontana. Es decir, no entendieron que estaban ante unos hábitos humanos arraigados y muy efectivos para la felicidad de la gente, y provocaron el enorme desconcierto que ahora nos atenaza.
Problemas actuales como el síndrome del niño emperador que tiraniza a sus padres, o el desprecio a profesores, médicos, policías, a cualquier colectivo que huela a orden social, ¿qué son si no crisis de autoridad? Y las brutales soledades que ahogan a los humanos ¿no tienen que ver con la destrucción de la vida familiar? El error del prohibido prohibir que buscaba flores bajo el asfalto –y sólo encontró el metro– fue no entender que aquellos eran valores transversales que estaban fuera de la confrontación ideológica, y cuya conservación no implicaba ningún pérfido derechismo, sino justamente la garantía del progreso social.
La familia, por ejemplo, es una escuela de valores civilizados y es la red de protección que nos permite caer para volver a levantarnos. Es evidente que hacía falta revisarlo todo con ojos modernos, pero aquellas revueltas confundieron la libertad con el caos y dejaron un sustrato de menosprecio al orden civilizado que todavía nos afecta.
El valor de la tradición no quedó exento del fuego contra la herejía y todavía ahora parece que debamos justificar la memoria identitaria que nos arraiga con siglos de costumbres, recuerdos e historia colectiva. Las fechas actuales son paradigmáticas de este ninguneo a la tradición como un estigma del inmovilismo conservador.
Personalmente no sólo no participo de esa tontería, sino que milito en las tradiciones que conforman mi identidad tanto personal como nacional. En casa hacemos un pesebre esmerado que vamos completando año tras año, y por supuesto los hijos conocen los mitos religiosos [¡Pilar, Pilar! ¡que el cristianismo no es un cuento!] que le dan sentido. Además de hacer el ritual pertinente del tió, disfrutamos de sobremesas con villancicos e intentamos mantener vivo en la memoria el rico legado de canciones populares catalanas propias de estas fechas. Y finalmente intentamos dotar de trascendencia unos días que, al fin y al cabo, hablan de amor, de entrega y de convivencia. Todos estos valores ¿no lo son de progreso? ¿No es el progreso la capacidad de mejorar el presente partiendo del respeto al pasado? Aquello que somos y aquello que hemos sido. La tradición es eso, un canto a la dignidad de nuestra identidad, un homenaje a las generaciones que nos han construido. Despreciarlo en nombre del progreso, no mejora la sociedad. Sólo la hace más perdida, más triste y más desconcertada.
Pilar Rahola (28 de desembre de 2011)
Una defensa de la Navidad
Algunas personas transmiten siempre buenas vibraciones y otras siempre contagian el mal rollo. El periodista Arturo San Agustín (*Nota al Pie) lo comprobó en verano, cuando asistió a la Jornada Mundial de la Juventud, que presidió en Madrid Benedicto XVI. Pensaba encontrarse con un montón de hijos de papá almibarados y acabó atrapado por la vitalidad entusiasta de un millón de jóvenes normales, muchos de ellos trabajadores llegados desde países remotos. "Te sorprendían con cosas sencillas: si una persona mayor tenía que cruzar la calle, la ayudaban; si subía a un autobús, le cedían el asiento. Por unos días, la ciudad era amable y te sentías seguro; parecía Nueva York al día siguiente del 11-S".
San Agustín, que es un anarquista conservador y un intelectual insobornable, lo ha escrito en un libro sin prejuicios, que se acaba de traducir al inglés: Un perro verde entre los jóvenes del Papa, la crónica sorprendente de aquella semana en la que los jóvenes católicos transmitían buenas vibraciones y los que protestaban contra el encuentro propagaban el mal rollo.
En Navidad, el fenómeno se radicaliza: algunas personas sólo con su presencia ya contagian las ansias de vivir, y otras se empeñan en amargarnos las fiestas repartiendo pesimismo y mala leche. Algunos intelectuales y periodistas lideran, con indisimulada prepotencia moral, la moda que sostiene que las fiestas son empalagosas, los buenos deseos son blandos, la familia es inaguantable, los amigos son una lata y no hay quien pueda digerir las comidas colectivas. En la intimidad, la mayoría sigue siendo partidaria de las celebraciones, pero en la calle ganan terreno los que empiezan a poner mala cara en el puente de la Purísima y no dejan de quejarse hasta que se desmonta el último pesebre, pasada la Candelaria. Estoy radicalmente en desacuerdo.
Entiendo que hay gente que no tiene mucho que celebrar. Respeto a aquellos que se sienten traicionados en sus convicciones morales por los excesos materiales de la Navidad. Aplaudo a quienes hacen una crítica ácida de las muchas hipocresías de estos días. Pero me cansa la burla mediocre de los que necesitan mortificarse y torturar a los demás porque así quedan más intelectuales.
Y me resulta especialmente extraño comprobar que los más activos contra la Navidad son los que siempre reclaman más fiestas y más celebraciones populares. Dicen que están en contra del consumismo, pero acabarán reduciendo la Navidad a una serie de visitas a los grandes almacenes. Hacen lo que pueden para vaciar de sentido la fiesta más trascendente, la más espiritual, y la más simbólica del calendario, que también es la más arraigada, la más sencilla y la más popular.
Antes, estos personajes eran los malos del cuento y eran presentados como odiosos, avaros, irritantes, malcarados, violentos y déspotas. Eran el míster Scrooge de la Canción de Navidad de Dickens; ahora los hemos convertido en los héroes de nuestros medios de comunicación.
Dejo a un lado la dimensión religiosa de las fiestas, porque quienes las viven desde la fe no dudan de su significado. Pero me cuesta comprender el odio a la Navidad, incluso desde la más absoluta laicidad. Hace años que no soy practicante, pero estos días no puedo evitar volver a la iglesia y sentirme parte de un colectivo que entierra raíces poderosas en siglos de repetición gestual, con diferentes grados de fe o simplemente de costumbrismo. Generaciones enteras han repetido los mismos actos, las mismas liturgias, los mismos ciclos naturales. Y supongo que eso es importante. Nunca como en estos días me siento tan integrado en esta tierra y en esta comunidad milenaria.
Este año, en nochebuena habíamos decidido buscar una misa del gallo en los alrededores de Girona, y las primeras llamadas resultaron desconcertantes: en Aiguaviva del Gironès no se celebraba; en Vilablareix, tampoco; llamamos a Medinyà, porque tenemos buenos recuerdos de cuando allí predicaba la voz poderosa de mosén Modest Prats: tampoco. Probamos en Sant Daniel, porque algunas navidades nos habíamos acercado al monasterio, andando por el camino que sigue el curso del río Galligants, pero ya hace un par de años que la anularon. Acabamos en Sant Julià de Ramis y fue una buena decisión porque, cuando entrábamos en la iglesia, un coro local cantó Les dotze van tocant y el desconcierto se convirtió en una sorpresa agradable: mosén Sebastià Aupí celebró una misa repleta de canciones tradicionales y de cuadros escénicos de Els pastorets y, al final, en la calle, bebimos chocolate caliente junto a un fuego espléndido.
Era una más de las misas que a aquella hora se repetían en toda Cataluña, como expresión sencilla y poderosa de una fe popular, que respeto y que querría mucho más visible. A menudo recrimino a mis amigos practicantes que cuesta identificarles por su comportamiento ejemplar en el trabajo o en la calle. Deberían confiar más en la fuerza de sus convicciones; como aquella peregrina sevillana, joven y guapa, a la que un día de verano, en Madrid, Arturo San Agustín preguntó por Jesús.–¿Te gusta mi sonrisa? –Sí, claro. –Pues ése es Jesús.
Reconozco que cuesta de creer, pero como imagen es mil veces más estimulante que la mala uva de los pedantes que se pasan el día criticando la Navidad.
Rafael Nadal (30/12/2011)
(*) Sobre el libro Un perro verde entre los jóvenes del Papa de Arturo San Agustín ver el siguiente artículo publicado en Forumlibertas.
El periodista en este libro-crónica de la Jornada Mundial de la Juventud (JMJ) reflexiona sobre el impacto desigual del acontecimiento en la sociedad y en los medios de comunicación españoles, y sobre la responsabilidad de los periodistas y de la jerarquía católica en eso. Arturo San Agustín describe la "normalidad" de los jóvenes católicos que acudieron a Madrid y la reacción que suscitaron entre los agnósticos y ateos que criticaron al Vaticano durante el viaje de Benedicto XVI. Para él, hay detractores de la Iglesia con "prejuicios anticlericales que sólo se pueden entender en España".
En declaraciones a Europa Press, ha explicado también que los periodistas se autocensuran temiendo que los colegas les tomen como creyentes sólo por considerar noticiable un hecho relacionado con el Catolicismo, pero no hay reparos en publicar sobre otras religiones.
Arturo San Agustín destaca que esta autocensura no parte de la dirección, sino del redactor: "Cuando debe cubrir un acto religioso, carga tintas para no ser acusado de meapilas y para que los compañeros no se burlen". (Texto de Europapress.es)
Quinto Sertorius Crescens