Los llamados "Hijos del Concilio" y su capacidad de legitimación
Son la mayoría y tienen el poder, pero han perdido algo mucho más valioso que el poder y el número, y es la capacidad de legitimación. La tuvieron ciertamente: ellos eran los que repartían certificados y credenciales de buenos obispos, buenos sacerdotes, buenos laicos, buenos cristianos, buenos católicos. Ellos tenían el sello de la autenticidad. Eran los hijos del Concilio renovador y revitalizador de la Iglesia. Ellos eran la Iglesia. Así lo proclamaban.
Pero como el tiempo, inexorable, pone a cada uno en su lugar, es evidente que éstos no eran lo que ellos declaraban, sino que eran hijos del postconcilio, de esos que hicieron del Concilio un traje a su medida, y de la Iglesia un harapo. Cierto es que de esto hace ya medio siglo. Con la pátina de los años, su error y su decadencia se manifiestan en toda su dimensión. Los últimos coletazos de esa gloria periclitada los dieron, ningún asiduo de Germinans lo desconoce, megáfono en ristre. Desde entonces su declive ha sido cada vez más espectacular. Eligieron el plano inclinado, y no hay quien detenga su caída.
¿Pero qué ocurrió para que algo que se manifestó tan potente como el Concilio Vaticano II, acabase siendo la compuerta abierta para que se precipitase gran parte de la Iglesia al vacío? Pues ocurrió que ahí estaban muchos que, so capa de acercar la Iglesia al mundo, en lo que realmente pensaban era en la mundanización de la Iglesia. Y dijese lo que dijese el Concilio, lo aprovecharon para acomodarlo a sus deseos. Prueba de ello, la escandalosa desacralización de los templos, de la liturgia y sobre todo de sus ministros. Los signos de los tiempos mandaban que tanto ellos como su ministerio se acercasen al hombre, con lo que inexorablemente se alejaban de Dios.
La verdad es que le encontraban más sentido a su vida si la consagraban al servicio del hombre, que consagrándola al servicio de Dios. Por los extremos de desacralización de la liturgia a que llegaron muchos, haciendo un gran alarde de originalidad interpretativa del Concilio, se podía prever la subsiguiente desacralización del sacerdocio y de su ministerio, muchísimo más cerca ya del hombre que de Dios. El hecho cierto es que se preocuparon muy mucho estos sacerdotes de no parecer ministros de Dios: ni por su dedicación, ni por su atuendo ni por su porte. En muchísimos casos al “no parecer”, le siguió el “no ser”.
Se desató un activismo inusitado. Era la modernización de la Iglesia bajo el santo y seña del aggiornamento . Pasaron de moda el recogimiento, la devoción y las devociones. Era el vendaval postconciliar el que se lo llevaba todo por delante: en efecto, tras el Concilio se produjo una espectacular marea de secularizaciones, como si hubieran tocado a rebato. Pero es que, como si se tratase del mismo fenómeno, fue muy parecido el movimiento de secularización que se produjo también dentro de la Iglesia. Fue enorme el número de sacerdotes que colgaron la sotana y se quedaron dentro. Hasta el extremo de que aquello que el Concilio había previsto como una excepción (el no ir vestido como sacerdote) se convirtió en norma; quedando como excepción pintoresca y como especie a extinguir, los que siguieron llevando sotana.
Cambiaron enormemente las formas. Pero como dice Aristóteles en su Metafísica, son inseparables la materia y la forma: son la una condición de la otra. Y como dicen en política, las formas democráticas a menudo constituyen la única materia y son por tanto elemento sustancial de la democracia. Y efectivamente, con el cambio de formas tan espectacular que desencadenó el postconcilio, el huracán se llevó también buena parte del espíritu de la Iglesia. Volaron las sotanas; los ornamentos fueron condenados a la hoguera; muchos santos fueron defenestrados; candelabros, cruces, incensarios y otros objetos de culto fueron a parar al rastro; se arrasaron formas de piedad y devociones. ¿Y eso salió gratis? En absoluto.
Ese travestismo o más bien “desvestismo” de la Iglesia se llevó por delante a una primera gran remesa de fieles. No pocos sacerdotes, al colgar la sotana colgaron también al cura que la vestía. Pero en el torbellino del activismo en que se agitaban y en el trajín que acarreaba semejante mudanza, era muy difícil apreciar que esos tales habían cambiado de oficio: desde dentro de la Iglesia se dedicaron a otras vocaciones que les atraían mucho más, como eran la acción social y la política: la primera despojada de la caridad, ya anticuada, y revestida de solidaridad; la segunda, vendida a los fieles como la forma más viva y auténtica de aplicación del Evangelio, con sus anclajes en la teología de la liberación, que hacía furor porque les ofrecía a los curas un gran papel en una nueva teocracia laica: con Dios como pretexto, pero no como fin.
¡Qué iban a replicar los fieles, si los pastores les decían que eso era la aplicación fiel de las enseñanzas del Concilio Vaticano II! Era la “renovación” de la Iglesia, explicaron: su apertura al mundo, su adaptación a los nuevos tiempos. Ciertamente las ansias de cambio no las tenían los fieles, mucho más conservadores, sino los sacerdotes y los obispos. ¡Menudas ganas tenían de sacudirse la sotana, la tonsura y cualquier otra señal que los delatase como curas! La sotana y la tonsura eran diques de contención de las conductas impropias de sacerdotes. El hábito no haría al monje, pero su eliminación contribuyó poderosamente a disolverlo: porque los monjes, sin hábito, tienden a ser más disolutos o disueltos y van mucho más sueltos.
Con la generación del Concilio nació una nueva legitimidad que los fieles no estaban en condiciones de valorar ni de digerir en muchos casos. Los fieles, desconcertados, lo vivieron como un auténtico golpe de Estado de “los curas del Concilio” (así lo creían al menos ellos) arrebatándoles el poder y sobre todo la legitimidad a los curas clásicos, los que no fueron capaces de digerir esa revolución. Esta legitimidad nacía en primer lugar de la deslegitimación lisa y llana de todo lo anterior al Concilio. La renovación avanzó como un huracán barriendo todo lo antiguo, que confería a sus cultivadores la categoría de anticuados. Fue doloroso. Viví en directo los golpes de Estado de jovencísimos vicarios contra párrocos ya mayores. Ahí empezó para muchos sus meteóricas carreras. ¿Hacia la Iglesia? No, hacia el mundo. Para ellos, y para muchísimos más, eran perfectamente compatibles, intercambiables y asimilables el ministerio sacerdotal y el político. Eran mucho más gente de mundo que de Iglesia.
Lo peor de esto es que fueron ganando y se les fue reconociendo legitimidad; pero no en virtud de su ministerio sacerdotal, sino en virtud de una vertiginosa laicización de toda la actividad social de la Iglesia. Los políticos empezaron a ocupar cada vez más espacio en los servicios asistenciales bajo el nuevo lema de la solidaridad, que sustituía al de la caridad. Y los sacerdotes, que no deseaban otra cosa, secularizaron su actividad social y se convirtieron en brazo religioso de la sociedad civil. Pero como ésta a su vez aspiraba a convertirse en política, ahí que se mezclaron la sociedad civil, la política y los curas, a los que se veía muy en lo suyo: lo suyo para muchos fue la política, conquistada desde las posiciones de la iglesia. La verdad es que los curas estaban muy bien situados para entrar en el juego equívoco de lo social y de lo político. Y muchos, muchísimos se colocaron. Los casos más paradigmáticos fueron entre nosotros el de Mn. Luis Hernández, cura comunista de Santa Coloma, y el del P. Xirinachs. Pero son legión los curas metidos en política de una u otra forma. Se les nota en los sermones, en el trato, en muchas de sus actuaciones y actitudes.
Y como la “acción social”, de tinte inequívocamente político, tenía gran predicamento, ahí se metieron infinidad de curas: admirados, elogiados, celebrados (¿Les suena el Pare Manel? Efectivamente, el que se jacta de pagar abortos. Su acción social, que más laica no podía ser, le justifica). Era la nuevísima forma de ser cura: la del Concilio, decían. Era desde ese ámbito neocatólico obrerista, populista, social y socialista (sin descartar sus versiones más radicales) desde donde se expedían los certificados de legitimidad católica. La oración, el culto, la pastoral fueron relegadas a la categoría de secundarias, y se atendían en tanto en cuanto la actividad social (la verdaderamente urgente y la que consideraban más auténticamente cristiana), les dejaba tiempo y quietud de ánimo.
Han pasado 50 años de eso, y a la vista está la esterilidad desoladora de ese activismo sociopolítico de los curas modernos (¡pues no causaron furor ni nada los curas obreros! Ése era el concepto de sacerdocio de más rabiosa modernidad). Pero por sus frutos los estamos conociendo: hoy ellos son la más deprimente exhibición de la decadencia y de la ruina de la que gustan llamar “Iglesia catalana”. Su decadencia física ha hecho más ostentosa su decadencia religiosa y moral. Envejecidos, su mensaje obsoleto, las iglesias vacías, vacíos los seminarios, y ellos inflados todavía de la soberbia de su juventud. Si por ellos fuera, con ellos moriría la Iglesia: no han hecho escuela. Ni siquiera teniendo los seminarios en sus manos, han conseguido tener seguidores.
¿Pero cómo pueden legitimar a otros, si ellos mismos han hecho todo lo que han podido para deslegitimarse? ¿Cómo pueden andar repartiendo certificados de cristiandad y de catolicidad los que han hecho la vida imposible a sus obispos hasta expulsarlos, los que se atreven a darle al papa lecciones de teología, los que han intentado boicotear su visita a Barcelona, los que han dejado vacías sus parroquias, los que han descristianizado las escuelas cristianas?
Con todo esto han perdido legitimidad, aunque sigan siendo mayoría y tengan ellos el poder, las sinecuras y las prebendas de la diócesis; y han perdido obviamente toda capacidad de legitimación. Hoy la Iglesia bebe su legitimidad en otras fuentes bien distintas y distantes de ese manantial ya cegado de años. Surge con fuerza una Iglesia joven, disciplinada y fiel al magisterio de la cátedra de san Pedro. Ésa es su carta de legitimidad, ésa es la línea que hoy legitima a los sacerdotes y su pastoral. Una línea que gana terreno sin parar, sobre todo porque da frutos abundantes. Es un movimiento muy potente de la Iglesia extendido cada vez por más países. Y como seña de identidad tiene la participación decisiva de los laicos.
El Directorio de Mayo Floreal
de Germinans Germinabit