Germinans y el nacionalismo catalán

"Se pregunta qué hay que pensar de los derechos de nacionalidad y de independencia, que se dice que son inalienables e imprescriptibles, y, suponiendo que se tuvieran que admitir,cuándo y cómo se deberían ejercer"

(Consulta formulada en mayo de 1848 confidencialmente por Pío IX, por medio del delegado apostólico en Madrid, a Balmes. Quedó sin responder ya que Balmes moriría el 28 de agosto de aquel mismo año)

 

¿Es Germinans una web antinacionalista? ¿Estamos a favor o en contra del independentismo? ¿Lo consideramos junto al nacionalismo catalanista una opción moralmente no válida?

Un concepto se convierte en una trampa dialéctica cuando su contenido semántico es ambiguo. Se abre entonces la veda para utilizarlo como arma arrojadiza.

Para ello, se hace necesario precisar que, para condenar o no al nacionalismo, es básico ir con mucha cautela, no generalizar y no quedar atrapado con la palabra nacionalismo,  pues es de justicia reconocer que existe una diversidad de vivencias y de  formulaciones en él y que existen en Cataluña muchas personas perfectamente ortodoxas en tema de doctrina, que se manifiestan nacionalistas y que lo que entienden por ello no resulta incompatible con las enseñanzas de la Iglesia.

Para los amantes de etiquetar todo nacionalismo como anticatólico hay que recordarles que en Cataluña, por haber, incluso existen posiciones políticas que se declaran antinacionalistas y que defienden, por ejemplo, el aborto y el matrimonio homosexual.    

Nacionalismo y antinacionalismo no son ideas ni inmaculadas ni condenables unilateralmente per se, ya que se la juegan en el terreno de la concreción y del día a día y por encima de todo en su colaboración o su oposición a los derechos fundamentales de la persona. Quien no tenga ganas de discernir, difícilmente comprenderá el posicionamiento de Germinans sobre esta cuestión.    

Existen en Germinans quienes creen que la posición de la web coincide con la de la Doctrina Social de la Iglesia. Es por ello que ésta poco se puede diferenciar de la del Dr. Joan Costa Bou, el consiliario de la Federació de Cristians de Catalunya, agregado a la prelatura del Opus Dei y sacerdote y párroco, alejado de toda heterodoxia.  
  

La Iglesia no tiene una forma política propia (Monarquía, República…) ni tampoco una forma política propia con que tratar la relación de los pueblos y comunidades sin Estado con el Estado donde residen. En los dos casos, la Iglesia no tiene el mandato del Altísimo de dilucidar qué forma es la mejor, ya que corresponde a la comunidad política y a la libertad y autonomía de lo temporal dilucidarlas según cada época y lugar.   

Así la Iglesia convive en Estados que son República y en otros que son Monarquía. Y la constatación nos demuestra que hay repúblicas donde está prohibido el aborto y monarquías en las que está permitido. Y viceversa.   

Del mismo modo, no corresponde a la Iglesia y menos a esta humilde web pronunciarse sobre qué forma política deben tener los catalanes en su relación con España o si una opción es más o menos moral que otra (independentismo, autonomismo constitucional, mayor centralismo…). Las formas políticas y el nombre o tipo de relación entre una comunidad sin Estado con su Estado, no son sujetos de moral. La moralidad va a residir en las leyes o normas concretas que se aprueben en tanto que vayan en la dirección o en oposición a la Persona y sus derechos fundamentales (Vida, libertad religiosa, Familia…).     
  

Así pues, es incorrecto afirmar que Germinans trabaja en Cataluña para la desacreditación moral indiscriminada y unilateral del nacionalismo catalanista y para la acreditación del nacionalismo español dentro de la Iglesia en esta tierra. Nada más alejado de la realidad. Tampoco evidentemente lo contrario, la desacreditación moral indiscriminada de todo nacionalismo español o de todo aquello que tenga que ver con lo español; como tampoco por el fomento del independentismo dentro de la Iglesia en Cataluña. No son éstas nuestras guerras.

En los colaboradores de esta web existe pluralidad de opiniones sobre las formas políticas y la opción sobre qué tipo de relación debe existir entre Cataluña y España. Es natural. Pero no lo manifestamos. No por temor a dividirnos. Ni para no perder nuestros resortes en los foros, plataformas y amigos católicos del resto de España (por cierto casi los únicos que públicamente nos apoyan). Simple y llanamente se debe a que no es nuestra misión, aparte del nulo interés sobre qué opina fulano o mengano a título personal. Pese a ello, en el fragor de la batalla, como personas que somos apuntamos posicionamientos personales sobre el tema. Pedimos, pues, perdón por ello y un sano discernimiento entre nuestros lectores sobre lo fundamental y lo accesorio de nuestros comentarios.

¿De qué  se queja, pues, Germinans?

De lo que nos quejamos en nuestras críticas es del carácter absorbente que adopta el tema del nacionalismo en el interior de la Iglesia en Cataluña, de manera que un tema que tendría que jugarse básicamente en un terreno extra eclesial, se convierte en el centro constante de la vida de la Iglesia, substituyendo incluso en ocasiones al mismo Cristo, y en un criterio no válido para la dilucidación de importantes decisiones eclesiales.

Este carácter absorbente por una pendiente que no conoce freno, acaba por convertir al nacionalismo catalanista en una idolatría que compite con la ortodoxia católica. Una especie de sincretismo que provoca tremendos daños morales, pues no se pueden adorar dos dioses al mismo tiempo. Es justamente aquí cuando el nacionalismo cruza la frontera de lo moralmente aceptable.

Existe un mundo eclesial católico catalanista que constantemente se manifiesta en cualquier tema de carácter nacional con gran velocidad, con muy poca reflexión y un cierto hooliganismo. Lo vimos hace poco con la histérica reacción de la Escuela Cristiana Catalana ante una sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña sobre las lenguas válidas para la comunicación escolar. Una exteriorizada musculación que muta en silencio cuando hay que defender la Vida y la Familia tal como la Iglesia la concibe.  
   

Esta “discreción” de la “bona gent” (la buena gente) es consecuencia de una permutación insensata en la jerarquía de valores y en una imprudente elección de amistades. Manifestarse sin complejos a favor de la Vida y la Familia representaría enemistarse con dos compañeros catalanistas de viaje, el progresismo catalanista eclesial que defiende el relativismo moral, y el catalanismo de partido, básicamente CiU, que ofrece favores de todo tipo.

Y es justo aquí que nace el nacional progresismo, cuando el catolicismo catalanista calla y no defiende la doctrina de la Iglesia para no incomodar a los que, siendo igualmente catalanistas, defienden el relativismo moral, incluso dentro de la misma Iglesia. Así, la defensa de la Doctrina y la Moral católicas pasa a un segundo término sacrificada en el altar de la comunión nacionalista. Así el catolicismo catalanista no puede sumarse a las marchas y campañas pro Vida que nuestros hermanos en la Fe del otro lado del Ebro organizan, porque pesa más lo nacional que lo esencial.    

Esta idolatría, que subordina la defensa de la Verdad y el Bien a la defensa de lo nacional, acaba provocando un Mal. Y este Mal puede ser el fin mismo de la nación catalana tan defendida por el nacionalismo católico: pues no hay nada más disolvente para una comunidad que el relativismo moral. Seguramente este silencio eclesial alguna cosa debe de tener que ver con el plus de divorcios, abortos y promiscuidad que existe en Cataluña por encima de la media de otros territorios de arraigada catolicidad. Esto mismo ha sucedido en Québec o en Bélgica, donde la preocupación por la pureza nacional de todo acto o respiro eclesial ha absorbido la vida de la Iglesia, postergando a un lugar marginal la defensa de cómo debe ser por ejemplo la Familia, las relaciones de pareja o la sexualidad en clave cristiana. Un día detallaremos estos datos con estadísticas.   

Es por ello que a esta humilde web, en cierto modo, habría que reconocerle un tanto de aportación “patriótica” a Cataluña en el sentido de ir en dirección contraria a toda la labor de “deconstrucción” nacional que conlleva el progresismo y a la cual se ha sumado, por insensatez, por imprudencia y sobre todo por infidelidad, el catolicismo nacionalista de esta nuestra tierra y Principado.

¿Los catalanes somos una nación, pero nuestros embriones y fetos no? 

La clave de bóveda sobre la que se sustenta y aguanta el nacionalismo catalanista es la afirmación de que los catalanes somos una nación. Si somos realmente una nación tenemos el derecho natural, según la Doctrina Social de la Iglesia, en última instancia a autodeterminarnos políticamente. Es una consecuencia de la primera premisa.  

Pero cuidado, pues al lado de esta conclusión basada en la hipótesis enunciada, discurre otra consideración. La Iglesia considera que no le corresponde definirse, porque no es de “su competencia”, sobre qué tipo de relación entre Cataluña y España es la moralmente más correcta. Así, volvemos a repetirlo, tan lícita es la actitud del independentista como la del autonomista o la del provincialista, mientras no se justifique o practique la violencia y la conculcación de derechos naturales superiores.

Es difícil argumentar que los catalanes no somos una nación (la hipótesis) mas allá de lo que diga la Constitución. La Iglesia siempre ha recordado que el derecho positivo no tiene por qué coincidir siempre con lo verdadero.

Es difícil crear una nación como sentimiento colectivo. Necesita de mucho tiempo (siglos), de un cierto grado de aislamiento en el estado embrional, de fronteras naturales más o menos determinantes, de elementos culturales unificadores y aglutinadores como la lengua, para diferenciarlas suficientemente de otras comunidades etc…. Finalmente todo ello fragua en un sentimiento colectivo de sentirse en una cierta medida iguales en el interior, y distintos a “los del exterior”. Es esa consecuencia llamada nación. Así pues una nación es una realidad natural. Y una realidad viva (y por tanto puede desaparecer) que posee unos derechos naturales. Es por ello que provoca una cierta hilaridad la opinión de que las naciones son un producto romántico de elaboración calculada, o que los andaluces o los de la comarca de Ponferrada son una nación en si mismos.

Muchos defienden y afirman que un embrión es un ser humano y que tiene el derecho natural a vivir. Los hay que lo hacen incluso al tiempo que niegan que los catalanes sean una nación. Por el contrario, en Cataluña son legión los que afirman que los catalanes son una nación, saltándose la redacción y texto positivo de la Constitución de 1978. Y todo ello negando que un embrión catalán sea una persona.

Esta utilización del derecho natural cristiano con doble vara de medir,  hipoteca la credibilidad de los creyentes españoles (todos) aunque hay mayor delito en la segunda actitud que en la primera, pues nos jugamos la vida humana. Escudo Fernando el Católico 232x300 El Tanto Monta, Monta Tanto de Fernando el Católico  

Las consecuencias son funestas. La ceguera en negar que los catalanes son una nación, provoca en la mayoría de los catalanes el siguiente dilema: ¿Qué credibilidad posee aquel que nos niega? Es por ello que una parte del esquizofrénico rechazo al catolicismo que se vive hoy en Cataluña, es producto de que existe mucha y demasiada presencia católica en el negacionismo de que los catalanes formamos o seamos una nación. Como reacción, no son pocos los católicos y no católicos catalanes que acaban, mediante un análisis más sentimental que racional, identificando catolicismo con españolismo.  
  

De forma paralela y al mismo tiempo, como ya hemos dicho, la infiltración del progresismo como compañero de viaje del catolicismo catalanista, provoca que este último no se erija en voz a favor de la Vida humana desde su concepción hasta su muerte natural, o de la institución de la Familia tal como la Iglesia la concibe. Visto el patio, no es de extrañar que desde fuera de Cataluña, muchos hayan llegado a la conclusión de que el  silencio sobre la propia identidad católica que vive una parte mayoritaria del catolicismo catalán, es fruto de su nacionalismo, obviando el significativo adjetivo de exacerbado explícitamente mencionado por Juan Pablo II en su paso por Cuatro Vientos.

España nació de un matrimonio católico que no fue contestado por los catalanes en su momento. Los problemas vinieron cuando el centralismo moderno y contemporáneo comenzó a ahogar sus libertades forales dentro de una monarquía hasta entonces respetuosa y unida con y en su diversidad. Con demasiada tardanza, para corregir en parte esta tendencia centrípeta, se puso en marcha la descentralización autonómica de la constitución actual.

La comunión católica hizo posible esta España “matrimonio de naciones”. Y lo fue porque al vivir la comunión en la Fe se facilitaba la influencia de los principios tradicionales de la doctrina social de la Iglesia que, con un sapiencial juego de equilibrios, defiende los derechos nacionales pero atemperados por el respeto a la persona y con la llamada universalista a la ayuda mutua entre naciones y a estar al servicio del bien común de la humanidad.

La España original y en su vivencia más interesante, es pues una historia de Amor con coordenadas católicas (en cierta medida más “medievales” que ilustradas). Carguémonos o adulteremos entre todos estas coordenadas, y mucho me temo que Cataluña pueda desaparecer de España. Aunque por el camino, a lo mejor deja incluso de existir la realidad misma de nación catalana por ser en cierto modo, como hemos dicho, un ser vivo. Tendremos que pasarnos a los bárbaros.

Guilhem de Maiança