Un clero sin apuntalar y en medio de las tempestades
No es una situación genuina de nuestra Archidiócesis ni siquiera circunscrita a nuestra realidad social. El cuadro de sintomatología del clero diocesano secular presenta unas constantes que, en vigilias de la celebración sacerdotal por excelencia, la Misa Crismal en la que renovamos nuestras promesas sacerdotales, queremos examinar.
Nunca quizá como en estos tiempos los sacerdotes diocesanos estuvieron menos segregados de los hombres de su tiempo y de las características sociales y humanas que les rodean. Imposible de permanecer ajeno al ambiente en el que respira, bien al contrario, urgida su presencia en medio de éste, el sacerdote tiene una mayor dificultad a dar respuesta a los acuciantes retos que su vocación le plantea. Por la multitud de ellos y por la complejidad de los mismos.
En este complicado siglo XXI el sacerdote está necesitado de una formación doctrinal, espiritual, afectiva y humana singular. Y especialmente preparado para aterrizar y cumplir su altísima misión en medio a unas realidades pastorales no sólo envejecidas y empobrecidas humanamente, sino saturadas ideológicamente muchas de ellas, desilusionadas y sumidas en el letargo más absoluto.
¡Y qué sutil e imperceptible el espacio que separa lo sublime y lo ridículo! Cuán delicado encontrar el justo medio y el equilibrio en la solución de tantos problemas pastorales que a cada sacerdote en su realidad concreta se le presenta.
Pero no es la mayor o menor pericia del sacerdote, su capacidad de acierto en la resolución de los retos apostólicos o la prudencia o menos en sus determinaciones, las que están en juego. Sobre el tablero, la realización o la frustración de toda una existencia personal, entendida como misteriosa vocación de inicio, desarrollo y cumplimiento de una exigencia de donación. En una palabra, su plenitud o su absurdo eclesial.
Sacerdotes bien formados para una realidad eclesial hoy desaparecida, sacerdotes mal formados o deformados hacia un “futurible de Iglesia” que nunca llegó a ser y que les causó profundas frustraciones humanas, sacerdotes que idealizaron una existencia que nada tenía que ver con la concreción que la Iglesia iba a dar a sus vidas de cada día, hombres de Dios que pensaron que en todo ello acababan viviendo un gran error y se comprendieron a sí mismos como un fracaso doloroso. Y casi siempre a la deriva. Los mayores no pudieron apuntalar a las jóvenes generaciones, los pertenecientes a éstas no se dejaron, por lo general empapados por la soberbia juvenil que, con recursos, hubiera debido curarse no sólo con el tiempo. Y las más de las veces, aderezado con un desentendimiento e indiferencia episcopal de aquellos que indignan y sublevan hasta enfriarte el alma y abocarte a lo peor: pactar con la tibieza, disipar los sueños, reducirte a número, entenderte a ti mismo como una ficha más de una partida de ajedrez jugada sin mucha imaginación ni entusiasmo por grandes mediocres, profesionales de la “mitra, anillo y báculo”.
No es la más que deficiente capacitación filosófico-teológica impartida en nuestros Seminarios, el quebrado armazón de espiritualidades sacerdotales desencarnadas, el inexistente trabado afectivo de hombres así abocados a la perenne inmadurez de su ser y su existencia: es la invisibilidad y la soledad a la que te han condenado. Sin identidad ni el sentido de tu cotidiano, únicamente las grandes y eternas pasiones del hombre acaban llenando el vacío en el hondón del alma: el relumbrón, el dinero, el sexo, la ideología. ¿Quién da más? Un sacerdocio sin el hombre, un sacerdocio sin Dios. Unos obispos tratando de sanar con el vigor de la autocomplacencia lo que sólo se cura con el amor de Dios. ¡Y mañana de nuevo todos bajo las bóvedas multiseculares de nuestras catedrales esperando que el cielo no se desplome sobre nuestras cabezas y tener algo de brío para seguir adelante!
Prudentius de Bárcino