El Sumo Pontífice de la Humanidad
Es propio de los cimientos estar profundamente enterrados bajo la superficie del suelo; y tanto más profundamente enterrados, cuanto más sólido e imponente es el edificio que sostienen. Pero es propio de almas superficiales olvidar y hasta negar los cimientos sobre los que se sostienen las fortificaciones y las paredes maestras. Es que tampoco paran mientes en estas construcciones, a cuya demolición proceden con gran premura: con la pretensión de diseñar un nuevo hábitat más acorde con los tiempos modernos y construir otras paredes, dicen que maestras, fuera de los cimientos y sostener sobre ellas inciertas techumbres. Es lo que tiene empeñarse en andar sólo sobre la superficie, haciendo expresa profesión de ignorancia de lo que queda oculto bajo nuestros pies.
Europa y su proyección en lo que hoy llamamos Occidente o Cultura-Civilización Occidental, es la dificilísima síntesis de dos civilizaciones violentamente opuestas entre sí: la judía (que nos aporta los cimientos religiosos) y la romana (sobre la que hemos desarrollado nuestra construcción político-jurídica). Los transmisores por tanto de los respectivos valores fueron el pueblo judío y el pueblo romano, cada uno con su opuesta genuinidad. Sobre todo los que pretendemos dar lecciones, deberíamos estar empapados de ambas (cultura bíblica más cultura clásica) para tener clara conciencia de cuáles son los cimientos sobre los que sostenemos nuestra edificación humana. A no ser que nos sintamos más en nuestro propio ser cuando nos identificarnos con el maestro Ciruela.
Ambos pueblos, y voy ya directo al objeto de esta reflexión, tenían la institución del sumo pontificado. El pueblo judío encarnó esta institución en el Sumo Sacerdote, el máximo responsable de los sacrificios; un sistema sacrificial cuya norma suprema era bien sencilla: lo que es digno de ser ofrecido a Dios, es bueno para el hombre. Subyace, en efecto, a todo código ritual, especialmente los de comunión, el código general de conducta de los pueblos. El máximo líder religioso de Roma tenía en cambio el título de Sumo Pontífice: era el Máximo Hacedor de Puentes. Por nuestra herencia romana, el sumo sacerdote de la religión que ha civilizado a Europa y a occidente durante los dos mil últimos años, recibe el nombre de SUMO PONTÍFICE.
No es mi intención ahora ahondar en las diferencias de ambos sacerdocios, que las hay, sino tan sólo hacer notar que el sumo pontificado de la Iglesia católica participa de la naturaleza de los dos sumos pontificados en que hunde sus raíces: el judío (cuyo eje es el sacrificio eucarístico) y el romano (el de hacedor de puentes). Y hacer notar también que a causa de la globalización, mal que les pese a muchos, el Sumo Pontífice de la Iglesia católica se ha convertido (y de ello es plenamente consciente Benedicto XVI) en el SUMO PONTÍFICE de toda la humanidad. Permítanme que me explaye en esta tesis.
Cuando le sonó a Europa la hora del Renacimiento, proliferaron los grandes hombres y mujeres que encarnaron en sí mismos el renacimiento de la humanidad. La Iglesia tuvo un gran papel en este renacimiento: la renovación que se puso en marcha quiso convertir al hombre en centro del mundo; pero el hombre a restaurar era profundamente cristiano, y por eso el Renacimiento no pudo prescindir de Dios ni de la impronta de Cristo en el hombre. Justamente por eso, el humanismo que de él nació, hundió sus raíces en el cristianismo.
En este momento Europa y toda su proyección cultural de occidente están sufriendo un proceso de descomposición imposible ya de ocultar. Europa está corrompida en todos los sentidos: el político, el económico y el moral. Europa se descompone sin remedio. El signo más claro de esa descomposición es, como nos diría lúcidamente Rousseau, la drástica bajada de la natalidad de los europeos. Me refiero expresamente a los europeos que además de serlo administrativamente, lo son culturalmente. En Europa la natalidad de los ciudadanos adscritos a la cultura islámica está compitiendo fuertemente con la de los adscritos a la cultura occidental. Incluso, por afinar más, en Europa la natalidad de los islamistas practicantes está compitiendo seriamente con la natalidad de los cristianos practicantes. Es el pronóstico cierto de la extinción de la cultura europea en poco más de medio siglo. Algunos alcanzaremos a verlo con nuestros propios ojos.
¿Qué nos ocurre? Pues en primer lugar, que es tan baja nuestra confianza en el devenir de nuestra cultura y de nuestro mundo, tan negro es el panorama, que sentimos aversión a traer hijos a este mundo: nuestra vejez no estará en las manos de nuestros hijos (como ha sido siempre), sino en manos de los inmigrantes. Solemos olvidar que al mundo no lo cambian las guerras, o al menos no en primer lugar, sino las migraciones. Ni Roma se hizo principalmente con guerras, ni su caída fue un fenómeno bélico, sino migratorio en su mayor parte. Los trabajos que no quisieron hacer los romanos, entre ellos el de la defensa, los hicieron los bárbaros. Hasta hacerse los dueños del imperio: una estructura tan ajena a su manera de entender la vida, que lo único que supieron hacer con él fue despedazarlo.
Europa y Occidente tienen una herencia riquísima, en fin de cuentas cristiana, porque ha sido en el cristianismo donde se ha fraguado la síntesis del judaísmo y del romanismo, por citar tan sólo las dos corrientes más caudalosas que alimentan nuestra civilización. Europa ha hecho gala de su “cristianidad” hasta que la política se empeñó en suplantar a la religión, convirtiéndose ella en religión. Hasta que los partidos políticos se empeñaron en alcanzar el poder político para imponer su dominación también en la cultura, en la religión y en las conciencias. Para cumplir su objetivo, tenían que destruir la religión. Y para acabar con ésta, se vieron abocados a luchar contra todos los valores con que ésta ha construido el hombre cristiano-occidental-humanista. He ahí por qué asistimos al fenómeno incomprensible de la autodestrucción moral de Europa.
¿Y quién clama por la regeneración de Europa? ¿Quién defiende con vigor los valores cristianos? ¿Quién alerta las conciencias sobre los altísimos riesgos que está asumiendo la política europea? ¿Quién defiende con autoridad moral e intelectual los valores de Occidente?
Pues la pura verdad es que mientras tantas personas e instituciones otrora de enorme prestigio y autoridad moral están cediendo a las tentaciones de la ultramodernidad; cuando la misma Iglesia católica se debate contra una poderosísima corriente interna de mundanidad ataviada con piadosos hábitos de autenticidad religiosa, dicen; cuando casi no queda ya territorio sin quemar por esta plaga autodestructora de occidente, he aquí que el Papa Benedicto XVI, SUMO PONTÍFICE de la Iglesia católica, pone en marcha la imponente maquinaria mediática que va ligada a su altísima institución, y desde los más privilegiados escenarios del mundo (ayer mismo, desde la Sagrada Familia) alza su voz poderosa y nítida clamando por la salvación de Europa y de sus valores, por la salvación del hombre.
Ahí tenemos al Papa ejerciendo de reconstructor de los puentes que unen al hombre con Dios; que restauran los lazos que nos ligan a nuestro pasado; que tiende puentes de una solidez inesperada entre nuestra cultura cristiana y las demás culturas de la humanidad. Ése es Benedicto XVI, homo missus a Deo , un hombre que realmente nos ha enviado Dios para trabajar sólidamente por nuestra Resurrección.
Qué pena de humanidad, que no es que no pueda pensar en renacimiento; es que sólo piensa en muerte: piensa en muerto. El hedor de la putrefacción se hace por momentos insoportable: preguntádselo a los millones de personas que se han quedado sin trabajo y están sintiendo ya cómo les desgarran las carnes los zarpazos de la miseria, porque en nuestro próspero mundo occidental se ha puesto de moda el deporte de la desvergüenza en los negocios, incluidos los que se suponía más honorables.
Hemos entrado en fase de putrefacción y descomposición moral: ¿Alguien ignora que una sociedad sin valores morales está condenada a la extinción? ¿Es que no lo hemos visto hasta la saciedad? Sucumbiremos sin la menor duda ante la fuerza de otra sociedad moralmente más fuerte: una sociedad que confía tanto en sí misma, que no se arredra ante el reto de tener hijos.
Sólo nos queda una esperanza: consumar nuestra corrupción y nuestra descomposición hasta las heces. Extinguirnos, y que los restos que queden de esta infausta civilización resuciten con nueva vida y con suficientes energías para mantener la noble lucha que nos ha sido encomendada a los cristianos para el bien de toda la humanidad. Porque como dijo el papa León XVIII en la Rerum Novarum , “la comunidad civil de los hombres ha sido renovada hasta sus raíces por la acción del cristianismo. Y por la virtud de esta renovación, el género humano ha sido promovido a su más alto nivel de bondad; más aún, ha sido rescatado de la perdición y conducido a la vida. Y se ha elevado a tal perfección, que ni existió antes otra semejante, ni la habrá mayor en las eras por venir”. Por eso, porque no se puede perder tanto esfuerzo conjuntado de Dios y del hombre para mejorar la humanidad, no podemos perder la esperanza de asistir a su resurrección. Por eso estamos convencidos de que la gran misión que Dios le ha encomendado al Sumo Pontífice Benedicto XVI es la de contribuir decisivamente a la Resurrección de Europa y de Occidente, enarbolando de nuevo la Cruz de la que pende su salvación.
Virtelius Temerarius