Queremos sacerdotes eucarísticos y según el Corazón de Cristo
En estos días estamos celebrando las fiestas que ponen broche de oro al tiempo litúrgico de Pascua-Pentecostés. El domingo antigua octava de la Pascua Granada está dedicado de manera especial al misterio de la Santísima Trinidad. Hoy nuestra atención se centra en el misterio Eucarístico, culmen de la Encarnación y consumación de la obra redentora de Cristo. El viernes de la semana que viene será la solemnidad del Sagrado Corazón de Jesús, la fiesta del amor de Jesucristo. Es como si antes de emprender el llamado “tiempo ordinario” de la liturgia, la Iglesia quisiera recapitular toda la religión Católica en estas tres conmemoraciones, que nos hablan de las virtudes teologales: la fe (Santísima Trinidad), la esperanza (el Corazón de Jesús) y la caridad (Corpus Christi). En tiempos fueron objeto de gran devoción y seguimiento, que se traducía en ejercicios de piedad popular: trisagios, horas santas, visitas al Santísimo, guardias de honor, comuniones de los primeros viernes, novenas de confianza, entronizaciones del Sagrado Corazón, etc.
En Barcelona estas devociones tenían un gran arraigo. Las procesiones de Corpus en muchas parroquias eran a cada cual más fastuosa y concurrida, culminando en la procesión catedralicia. Por otra parte, no había que espolear mucho a los fieles para honrar al Corazón de Jesús en una ciudad dominada desde lo alto por el Templo Expiatorio del Tibidabo. Hoy, por el contrario, apenas sí ya se ven procesiones eucarísticas y las que hay (con pocas y honrosas excepciones) son cada vez más deslucidas. Diría menos concurridas, pero no es cierto: las sigue numeroso público; lo único malo es que ese público está en su mayoría constituido por los turistas curiosos, ávidos de ver una manifestación “típica” más de este país de toros, paella, flamenco, sardana y pandereta. Y ya no digamos lo que pasa con la devoción a la que diera impulso Santa Margarita María de Alacoque. Por no predicarla, no la predican ni los jesuitas, aquellos mismos a quienes está tradicionalmente confiada. La comunión de los primeros viernes ni se anuncia, las entronizaciones en los hogares han pasado a la historia, los detentes y medallas son cosa de viejas beatas… ¿Quién oye hablar hoy de las Doce Promesas del Corazón de Jesús a sus apóstoles?
Para ser justos hay que decir que no es éste un fenómeno privativo de Barcelona y Cataluña, no. Desgraciadamente, es de mayor portada. Ni España, la tierra del Sagrado Corazón, cuna de los Padres Bernardo de Hoyos y Agustín de Cardaveraz y patria del P. Alcañiz, su gran apóstol en el siglo XX, país consagrado a Cristo y en cuyo centro geográfico se yergue el monumento del Cerro de los Ángeles… ni España, digo, escapa a la tendencia universal de enfriamiento de esta devoción, que, sin embargo, ha sido dada como “último remedio” del amor de Dios para con los hombres. Si así se trata a este último remedio, es que ya no tenemos remedio. Dicho lo anterior, sí hay que afirmar que en Barcelona el fenómeno está agravado por dos factores: 1) desde el punto de vista sociológico, el especial ambiente de apostasía y de indiferentismo religioso (Barcelona se considera una ciudad cosmopolita y multicultural, lo que la hace abandonar su antigua y específica identidad católica para convertirse en una de esas megalópolis modernas y asépticas, exponentes de la modernidad agnóstica y materialista), y 2) desde el punto de vista religioso, la dejación de la jerarquía y el clero, que no hacen nada por mantener o recuperar el terreno perdido, ni mucho menos por volver a potenciar las devociones perdidas. Es de este factor del que queremos ocuparos.
Cuando uno ve, paseándose por las iglesias de Barcelona, el poco respeto y consideración que se tiene en general al Santísimo Sacramento, no puede por menos de pensar que algo ha fallado. La gente entra en el templo como quien entra en un cine o parque de atracciones: ni un signo de reverencia al lugar sagrado, ni un saludo a la Eucaristía, ni una genuflexión ni siquiera en el momento solemne de la elevación durante la Misa, a la comunión se va como a un reparto de golosinas, poca oración personal de acción de gracias y adiós muy buenas. Y eso en el caso de gente más o menos observante. Porque los hay que van a la iglesia por cumplir un compromiso, por mera fórmula, por complacer a la mujer… y ya ni eso: indiferencia total. En algunos casos, se ve gente hablando, riéndose y hasta haciendo gamberradas en medio de los oficios. No hay una conciencia del lugar en el que se está ni de quién es el dueño de casa. Pero, ¿es culpa sólo de la gente corriente? No, señor. Sobre todo, es culpa del clero. Hoy se quejan muchos sacerdotes del poco respeto que hay en las iglesias y hacia la Eucaristía. Pero fueron precisamente ellos los que quitaron el tabernáculo del altar mayor, los que enseñaron a la gente a no arrodillarse (para asumir una actitud “de adultos”), los que desacralizaron las ceremonias litúrgicas y acabaron con los signos de reverencia, de honra a la majestad de Dios. Si la sagrada forma se puede tomar alegremente con la mano y después se va uno a contar un chiste al compañero (como sucede con muchos de nuestros niños), ¿de qué se quejan? Es el fruto de catequesis privadas de sentido de lo sobrenatural, de consciencia de lo sagrado, de inequívoco contenido católico.
¿Cómo se puede esperar que la gente adore la Eucaristía cuando el mismo cartel que anuncia el Corpus en Barcelona, editado por el Arzobispado, incita a todo menos al recogimiento y a la adoración? Cierto que no se ha llegado al límite del esperpento como en Linz el año pasado, cuando fue paseada una hogaza de pan cogida en unas tenazas… Pero el camino es ése y los presupuestos también. El pan, la espiga, el sarmiento, el vino, son signos del magnum sacramentum ; para el creyente representan (o deberían representar) a Cristo ofrecido en sacrificio y sacramentado para nuestra salvación. Eso, el que tiene la formación antigua, porque lo que es aquellos (que cada vez son más) para los que eso de la presencia real y la transubstanciación suena a chino ni se enteran. Y es que no sólo no se enteran, sino que les da igual. Les han enseñado a hacerse su religión a la carta y, si acaso, eso del pan y del vino les puede sonar a canapés y chatos de buffet libre.
Pero, ¿cómo se podría esperar otra cosa viendo cómo celebran misa nuestros sacerdotes? Ahí está la madre del cordero. Porque cabe preguntarse de algunos de ellos si aún tienen la fe católica. Lo malo es que, cuando en el mundo católico las cosas empiezan a volverse a enderezar, aquí seguimos erre que erre con ideas y hábitos que han quedado trasnochados precisamente por haber sido una moda. Lo clásico nunca pasa; si se pierde, se recupera; si se estropea, se lo repara; pero es siempre vigente. La moda es efímera y, o se convierte ella misma en clásico o queda anticuada y ridícula. Como anticuados y ridículos aparecen esos mosenes que aún se niegan a ponerse casulla, que se resisten a hacer genuflexión ante el Sacramento, que despachan la misa en un plis plas o la alargan con sus aburridísimas charlas sobre el “cristianismo comprometido”. De seguro que un pueblo con pastores piadosos y observantes no disminuye su fe; todo lo contrario. Ars (y el ejemplo es oportunísimo en este final de año sacerdotal) era un pueblo que podríamos llamar “de garrulos”, “de la Francia profunda”. Pues bien, gracias a su santo cura, Juan Bautista María Vianney, se convirtió en una de las parroquias más fervorosas y practicantes del país galo.
Por supuesto si el sacerdote demuestra poca devoción eucarística es que algo falla en su identidad y debería plantearse seriamente una reflexión. Si no se cree en el sacrificio, no se cree en el sacramento y no se cree en la dispensación de la gracia que produce ese sacramento y que está a cargo de los sacerdotes. Todo el edificio se desploma. La devoción eucarística es la piedra de toque de la religión católica auténtica y la del Sagrado Corazón su confirmación, como expresión magnífica del amor por el que Cristo se dio en sacrificio en el Calvario y se continúa ofreciendo en el altar por medio de sus sacerdotes, que deben configurarse con Él por el amor, el amor heroico representado en su Corazón Divino. Si nuestros sacerdotes no creen ni viven esto en vano se puede esperar que lo crean y lo vivan los fieles. Urge, pues, que Barcelona se llene de nuevas generaciones de sacerdotes entusiastas de su ordenación, eminentemente eucarísticos y de corazón manso y humilde, en resumen: sacerdotes según el Corazón de Cristo. Y, de paso, las antiguas generaciones de sacerdotes podrían tomar buena nota, especialmente los responsables de formar a los jóvenes candidatos al sacerdocio.
Aurelius Augustinus