El príncipe feliz
A quien ha tratado al Cardenal Martínez en su salsa, no tiene porqué resultarle desafortunado el que se califique la experiencia como dantesca. Todo lo contrario de lo que sucede al releer el entrañable cuento de Oscar Wilde, “El Príncipe Feliz”. Y esto tal vez, porque ante el purpurado barcelonés se descubre la parte no divulgada de la felicidad cortesana, que les valió a tantos príncipes de la Iglesia, su merecido lugar en la Divina Comedia.
Escucharle cuando relata su vida social; la cantinela de los poderosos personajillos de la política, de la economía o de la cultura con los que trata, así como las situaciones de tales eventos, una primera vez puede entusiasmar por aquello de la alegría ajena, dos veces cansa y tres molesta. Sobre todo cuando se percibe la importancia que el Pastor de la mortecina diócesis de Barcelona le da a todas esas vanidades, incluso en detrimento de una evangelización hipotecada.
Es de estas cosas de las que Oscar Wilde apenas dijo nada en su precioso relato. El cuento no habla de los haberes palaciegos, pero sin entrar en detalles deja caer lo que posibilitó la felicidad del Principito. Al parecer, en la Corte el personal atendía cumplidamente sus necesidades y satisfacía plenamente sus deseos. Y tal vez por esto mismo, se protegió el palacio con un muro lo suficientemente elevado como para impedirle ver más allá, digamos, de sus narices, impidiéndole así pesares innecesarios. De manera que afortunadamente para él, el mundo se le limitaba felizmente, y más allá del cortejo todo le resultaba desconocido, con lo que al morir joven se murió en el oscurantismo palaciego.
Pero como estamos aquí para algo mucho mejor, Dios tenía reservado para el joven príncipe algo más que un recinto amurallado y que la compañía de lacayos y cortesanos, ya que como a todos, se lo quería llevar al Cielo junto a Él. Pero ¿ qué pasaba?, pues sencillamente como nos dice el Señor, al final todo se tiene que saber. Y el Señor, antes de subirse consigo al joven Príncipe le quiso mostrar, una vez muerto, todo aquello que con tanta alegría se había perdido en vida sobre la Ciudad que le habría tocado regir. Y para purgar el involuntario descuido lo encumbró un poco más abajo de las nubes, sobre una enorme columna, bien visible para todos y como lugar preferente desde donde pudiera no perder detalle de las cosas fundamentales que debería de haber conocido antes de subir a los Cielos.
Porque no sólo eran hijos de Dios los ávidos cortesanos y sus atentos lacayos, también eran hijos los que estaban más allá de sus cuidadas narices, y por desgracia estos vivían en un mundo desconocido para su felicidad. Y fue desde allí precisamente, desde donde descubrió que no todo era lo que la aduladora cortesía le había permitido conocer.
Llegados aquí, se ha de matizar para no confundir estas dos vidas, un buen trecho paralelas, de los Príncipes Feliz y Martínez.
El Príncipe Feliz se encontró con toda aquella corte que lo enajenó, en la ingenuidad, de la realidad. Sin embargo, en nuestro caso, el Príncipe Martínez es quien se ha atrincherado con toda esa corte de idólatras nacionalistas y de progres paganos, que le ha enajenado de la evangelización, e incluso que le han puesto contra ella, alejándolo de la comunión eclesial. Unos y otros lo han encumbrado y hacen de él, aquello que a él tanto le gusta, su representante. Por esto mismo, entre ellos viene a ser uno más, por mucho que le luzca el púrpura. De manera que excusarle a costa de los malos que le rodean no cuela, ya que es él quien se ha rodeado de todo eso malo, y nadie cuida ovejas con lobos si no es porque pretende darse un atracón con ellos. El Cardenal no se deja engañar, no es el joven Príncipe del cuento: él sabe perfectamente de quienes se rodea y como tratar sus intereses.
Pero volviendo al relato original, el afortunado Principito, nos cuenta Wilde, tuvo la suprema dicha de ir al cielo, porque alguna cosa buena tuvo que ver Dios en él. Pero eso sí, antes tuvo que pagar peaje, como Dios manda. A los hombres se la podía dar, pero no a Dios, naturalmente. Por lo cual, una vez “traspasado” del feliz palacio, el Señor tuvo a bien ponerle sobre aquella atalaya para que apreciara toda aquella realidad que involuntariamente había desconocido. De esta manera, aquel ingenuo y joven corazón podría abrirse al amor de Dios. Así fue como descubrió la famélica situación de los que habían sido súbditos suyos. Descubrió la calamitosa situación de su Reino y padeció de verdad por Él. Ahora veía con los ojos de Dios y comprendió aquello que Dios le había confiado.
La golondrina del cuento fue despojándolo del lastre, con el que las autoridades mundanas habían engalanado a su Príncipe Feliz con la intención de colocarlo en el pedestal para que fuera una bella estatua. Y de esta manera el compadecido Príncipe, con su querida golondrina, pudo atender en algo la comatosa situación de los siervos. Pero como era natural, una vez que perdió su artificial apariencia, las autoridades paganas perdieron también el interés hacia él.
Había purgado y de ser un figurín pasó a ser un problemón. Lo que había de ser un monumento, bonito y catalogado, se convirtió en un feo tropiezo que estorbaba en la plácida ciudad. De manera que alcalde y cortesanos se lo quitaron de encima precipitándolo de la columna, para colocar sobre ella algo más acorde a su común parecer. Sobre el pedestal, cualquiera del concejo, con nuevas y más glamurosas galanuras, sabría expresar mejor el vivir de la ciudad.
Fue así como el demacrado Principito pudo ser elevado a los Cielos, junto con la golondrina que había muerto por él, para gozar de la eterna dicha de Dios.
Félix Laetus