Manent desbarra

Como ya se informaba en estas páginas la semana pasada, el inefable Albert Manent ha escrito en La Vanguardia (constituido en el vocero del catolicismo catalán de café) un articulito que se las trae, pero no porque por enésima vez se diga que el grupo que dirige el “integrismo de extrema derecha” sueñe con tener poder eclesiástico y recuperar lo perdido”, sino porque es un cúmulo de disparates. En su afán por atacarnos, cae en el ridículo más risible y sonrojante. El poder no nos ha interesado ni nos interesa y no lo decimos por quedar bien, sino sencillamente por la papeleta que conlleva para el que tiene que ejercerlo. ¡Menuda responsabilidad! No, no: que se lo queden los que lo detentan… y que arreglen lo que han arruinado, que ésa es su obligación y no ir cargando el muerto al que venga detrás. Faltaría más que los responsables del desastre de la Iglesia catalana se vayan de rositas, bien prebendados y pensionados, y que los entuertos los arreglen otros: ¡pues no, señor! No queremos sus cargos ni regalados, pero sí exigimos, como católicos de base que somos, que hagan honor a ellos y que se desempeñen en ellos como Dios manda, como pastores y no como lobos rapaces.

Manent pretende desautorizar por igual al señor aquel de la fundación anticatólica y a nosotros, diciendo que somos coincidentes en el diagnóstico de la situación eclesial en Catalunya. Pues aquí también desbarra. Coincidimos tan sólo en señalar la sintomatología (que es innegable, porque los datos objetivos están ahí), pero no el diagnóstico. Para el señor anticatólico la misma religión es el problema y su pronóstico de la situación es, en su perspectiva de una “Cataluña post-católica”, alentador, ya que “los católicos practicantes dentro de poco serán residuales”. En cambio, para nosotros se trata de un auténtico drama, que no puede sino ser lacerante y que hace entrever misteriosamente la gran apostasía anunciada por San Pablo, apostasía de los buenos que siempre, como enseña la Historia, comienza por arriba: “piscis a capite foetet” . Nuestra lectura de los síntomas, nuestro diagnóstico es, pues, diametralmente opuesto al del señor anticatólico, que advierte sobre la necesidad de “un gran cambio ” , que no es sino más de lo mismo: desacralización, secularización, laicismo, relativismo moral, supresión del celibato, etc., etc. El que propugnamos nosotros no es definitivamente ese tipo de cambio.

Que “el desprestigio de la Iglesia Católica en Catalunya es sensacional” no se le oculta a nadie. Negarlo sería querer tapar el cielo con un dedo (aunque para Manent, cual otro Leibniz, pareciera que vivimos en el mejor de los mundos posibles). Durante décadas ciertos obispos catalanes se han preocupado más por asuntos políticos que por los pastorales (véase el catalanismo militante y agresivo de los obispos de la Cataluña del norte, cuyos seminarios fueron los primeros en vaciarse). Y los demás, salvo honrosas excepciones, se han dado a otros menesteres igualmente ajenos a la misión que les es propia, por ejemplo los manejos económicos y financieros (arzobispos que están al acecho de pillar inmuebles de órdenes, congregaciones y fundaciones en decadencia; que acosan a párrocos para que les den balances favorables para el erario curial; que se encastillan en sus palacios rodeados de su clientela entre la que reparte los despojos, sin importarle suprimir iglesias y venderlas al mejor postor para obtener liquidez). Pero ese sensacional desprestigio de la Iglesia catalana, si a los anticatólicos les regocija, a nosotros nos entristece y nos interpela como creyentes y como hijos de esa misma Iglesia.

El Concilio Vaticano II insistió en que supiéramos leer los signos de los tiempos. Pues bien, no otra cosa es la que hacemos desde estas páginas. Los signos de estos tiempos son los que son, desgraciadamente, y están ahí, con su elocuente crudeza. Las vocaciones sacerdotales y religiosas son un signo inequívoco e infalible de cómo va una Iglesia y ese signo en Cataluña es clarísimo: mínimos históricos en una región que en tiempos fue un semillero particularmente abundante, que se daba el lujo de proveer de sacerdotes, religiosos, religiosas y misioneros a otras partes de la Cristiandad. Algo va mal, señores, cuando el termómetro vocacional marca hipotermia… Otro signo: la frecuencia dominical y festiva. Tómese la molestia Albert Manent y quienquiera de pasarse por nuestras parroquias e iglesias y vea en cuáles hay más vida espiritual. ¡Poquísimas! En Barcelona se pueden contar con los dedos de la mano. Además, si atendemos a los segmentos de edad, comprobaremos con desaliento que las generaciones jóvenes, en su mayoría, simplemente pasan de la Iglesia. El promedio de edad de quienes asisten a misa muestra un catolicismo envejecido y hasta embotado. Este signo de los tiempos nos muestra, en primer lugar, el fracaso de la revolución litúrgica y sus abusos; y, en segundo lugar, la alarmante descristianización de unas masas que ya no ven la necesidad de reunirse para honrar al Señor en el día que le está dedicado. Algo vuelve a fallar .. . Un tercer signo lo constituye el que haya actualmente más lugares de culto no católicos en Cataluña (sobre todo en Barcelona) que católicos. O sea que, sin considerar la gran proporción de población que es indiferente u hostil a la religión, los creyentes son ganados cada vez más en mayor medida por confesiones diferentes a la nuestra. Una vez más hay algo que no funciona…

¿Quién, a fuer de hijo bien nacido, iba a alegrarse y complacerse de ello? No, señor mío, nadie se puede –como usted dice– “ refocilar ” en el erial espiritual (de supuesto nada: ahí están los datos) en que, desgraciadamente se ha convertido la Iglesia Catalana en general (y no algunas diócesis). Obviamente, es claro, nadie a quien le importe algo la Fe Católica, y a nosotros nos importa mucho. No nos refocilamos: nos dolemos, nos angustiamos, nos parte el alma ver el estado de postración de nuestra Iglesia. Por eso nos preocupamos de investigar y de ver qué es lo que no va y denunciarlo, cosa que es obligación de los súbditos cuando los pastores están ciegos o no reaccionan. En todas las épocas ha habido católicos que han reconvenido a sus superiores cuando éstos se han hecho merecedores de corrección. Véanse, por poner pocos ejemplos, a San Pablo (que no perteneciendo a los Doce, reconvino públicamente a San Pedro por judaizar), San Máximo el Confesor (que se atrevía a enfrentarse frontalmente a obispos defensores de la herejía monoteleta), a San Bruno de Segni (que se opuso firmemente a la política débil del Papa frente al Emperador en la Querella de las Investiduras), a Santa Catalina de Siena (cuyas cartas conminando a los Papas de Aviñón a regresar a Roma son verdaderas invectivas). Como ésta última decimos: “Hablad, gritad con cien mil lenguas, que por haber callado el mundo está podrido” . Nos gustaría no tener que decir lo que decimos, pero se ha de decir y bien alto. Porque, por lo visto, quienes tienen que saber las cosas no se enteran o no se dan por aludidos.

Definitivamente no estamos a favor de la teoría de la “catástrofe previa que llevó a la guerra civil”, simplemente porque la situación es distinta. No se puede extrapolar lo que sucedió antes del 36 con lo que sucede ahora. Entonces el Estado perseguía a la Iglesia, a una Iglesia –contra todo lo que se diga– fundamentalmente fiel a sí misma y sólida, que supo preparar a sus hijos para el martirio (es significativo que no apostató ninguno de los perseguidos). Hoy, en cambio, no ha sido necesario que venga el PSOE o el Tripartito (en el caso de Cataluña) para que la Iglesia se hunda en la catástrofe. El poder político adverso a los principios católicos opera ciertamente, pero no viene sino a rubricar una situación interna lamentable. Un ejemplo bastará para comprender esto que decimos: el gobierno de Zapatero impulsa el aborto, pero en Barcelona un párroco paga abortos a sus feligresas (y lo declara tan ricamente) y una monja defiende el aborto como una opción válida de la mujer sin que el Ordinario ponga cartas en el asunto. No hace falta perseguir a una Iglesia complaciente y componedora con el espíritu del mundo: ella solita se desmorona. Tranquilos, pues, Manent y compañía (sus homólogos de El Integrismo es pecado ), que no habrá otro 36. Y si lo hubiere, dudamos francamente que habría muchos doctores Irurita y beatos Samsó (esperamos equivocarnos, por supuesto).

Pero donde el autor del articulito de La Vanguardia ya desbarra totalmente es cuando afirma que suspiramos “por obispos pretridentinos y militarizados” (sic). ¡Hombre, no! Precisamente no suspiramos por obispos pre-tridentinos. Nos está atribuyendo algo que jamás hemos defendido. Es como decir que queremos una Iglesia aseglarada y mundanizada, de papas nepotistas que quieren acomodar a su prole; de cardenales dados a saraos, carnavales y bacanales cuando no a intrigas políticas; de religiosos inobservantes, levantiscos y pendencieros; de abades comendaticios y cortesanos; de obispos que acumulan sedes y rentas sin preocuparse de su cura pastoral; de sacerdotes concubinarios y funcionariales; de monjas engalanadas y enjoyadas como muñecas con desprecio del sayal de su profesión; del Breviario del Cardenal Quiñónez (para rezar lo menos posible); de misas dichas a toda prisa y sin devoción, con aparato más pagano que cristiano; del comercio de bulas y reliquias falsas; de goliardos vagos y trotamundos; de clero ignorante y barbarizado; de ordenaciones y profesiones sin vocación, y un largo etcétera que hizo precisamente necesaria la reforma de Trento. Es esa reforma por la que bregamos. Es el espíritu que a ella subyace (el de Ecclesia Semper reformanda ), porque en toda época la Iglesia está tentada de instalarse en la complacencia y en la languidez (simplemente porque es más fácil y cómodo: lastre de su lado humano). Queremos Trento, como queremos el Vaticano I y el II y todos los XXI concilios ecuménicos que ha habido en la Historia, porque somos católicos. En todo caso, el panorama “pre-tridentino” casa más, mutatis mutandis , con la situación que denunciamos que con lo que esperamos.

Y eso de los “obispos militarizados”… Bueno, de éstos sólo conocemos a los que participaron en las Cruzadas, al cardenal Cisneros (que comandó el ejército español en África), a l cardenal de Richelieu (que tomó las armas en el sitio de La Rochelle) y a alguno más que se nos escapa. Pero eso pertenece a tiempos ya superados. No nos interesan “obispos militarizados” sino como curiosidad histórica. Nos interesan “obispos militantes”, que no es lo mismo; es decir, que se empeñen seriamente en la lucha que hay entablada entre Dios y el mal; entre Jesucristo y Belial; entre la Iglesia y el mundo (por el que Cristo no ha orado); entre la civilización del Amor y la cultura de la muerte; entre la Ciudad de Dios y la ciudad de los hombres. Para obispos “militarizados” ya están los que nos gobiernan, que lo hacen con mano de hierro con los súbditos que no son de gusto; a golpe de ukase cuando les conviene; y con modos cuartelescos (como más de un párroco, según hemos documentado, ha tenido la desgracia de experimentar). Así, pues, Albert Manent, “avive el seso y despierte” y no nos venga con zarandajas. Admita lo que es una evidencia: la lamentable situación de la Cataluña católica. Sólo siendo consciente de que se tiene un problema se está en condiciones de poder resolverlo. Todo lo demás son irresponsables cortinas de humo.

Aurelius Augustinus