Hijos de la Iglesia, de nuestra tierra y de nuestro tiempo
Desde su aparición en el espacio virtual, Germinans Germinabit ha suscitado toda clase de reacciones. Nos elogian, nos atacan, se toman distancias… y todo eso está bien, no sólo por un sano ejercicio dialéctico, sino porque gracias a ello se mantiene y enriquece un debate necesario cual es el de la situación religiosa de Cataluña y particularmente la de Barcelona, asunto de primera importancia para nosotros que somos católicos y que consideramos que el futuro de nuestra sociedad catalana pasa precisamente por su reafirmación católica. Pero si aceptamos el disenso y las críticas, lo que no podemos admitir es que se nos infame y se nos calumnie, atribuyéndonos posturas que jamás hemos defendido o tergiversando las que realmente asumimos. Es, pues, oportuno, conveniente, “justo y necesario", que esclarezcamos qué somos y que no somos, la gente que estamos comprometidas en este proyecto.
De entrada, somos católicos, apostólicos y romanos, sin más especificaciones. Profesamos la fe católica, transmitida en la Iglesia por la tradición recibida de los Apóstoles y custodiada por la sede de Roma con la autoridad de Jesucristo. Es por ello por lo que adherimos sin reservas al Papa, sea éste San Pedro, Inocencio III, Alejandro VI, Pío XII, Pablo VI, Benedicto XVI o el que sea. No tenemos ni queremos ni nos interesan otros apellidos: ni el de tradicionalistas, ni el de lefebvristas, ni el de conservadores, ni el de ultramontanos, ni el de preconciliares, ni el de nacionalcatólicos, ni ningún otro de los que nos han atribuido. Somos católicos a secas. Por supuesto, el estilo de un papa puede agradarle a cada quien más que el de otro pero sólo es eso: una cuestión de estilo. Y el estilo no es determinante de la fe ni, desde luego, el criterio de nuestra catolicidad.
No estamos en contra del Concilio Ecuménico Vaticano II, XXI de los Ecuménicos. Reconocemos en él a un concilio ecuménico legítimo y vinculante para todos los católicos en todas las materias obligatorias. Pero hay que distinguir en las diferentes categorías de sus documentos, que no son todos iguales, ni tienen la misma jerarquía, ni obligan de igual modo. Una constitución dogmática es absolutamente vinculante. Un decreto y una declaración lo son relativamente (a la obtención del objetivo pastoral, que era el prioritario del Concilio). Y, desde luego, hay que distinguir entre lo que el Concilio enseñó y dijo y lo que fue actuado en su nombre a través de las reformas postconciliares. Algunas de estas reformas han sido beneficiosas y acertadas; otras lo han sido menos y otras, en fin, no lo han sido en absoluto y ello porque se fue más allá de lo que el Vaticano II quiso. Y decir esto no es ponerse en contra del Concilio, como decir que Roma estuvo desacertada en el asunto de los ritos chinos y malabares no significa estar en contra de Roma. Nuestra postura es clara y diáfana porque es la del Papa: la de la hermenéutica de la continuidad.
Rechazamos el catolicismo rancio y añejo de los que viven todavía en trincheras ideológicas que ya no tienen ningún sentido en la España de hoy. Sí, es cierto que hubo una Guerra Civil en España. Sí, es cierto que entre 1931 y 1939 hubo una persecución religiosa cruenta y sistemática por parte del que sería uno de los bandos de la contienda. Sí, es cierto que la Iglesia no fue perseguida, sino favorecida por el otro bando y que era lógico que entonces se mostrase agradecida. Pero de eso han pasado ya setenta años, durante los cuales tanto para la sociedad española como para la Iglesia universal y el mundo han cambiado muchas circunstancias. Creemos que no hay que olvidar la Historia, pero no para azuzar viejos rencores, sino para aprender a no cometer los mismos errores. No queremos basar nuestro catolicismo en opciones que carecen ya de todo significado real y mucho menos si son políticas. Estamos dispuestos a dar nuestras vidas por Dios, pero no por ninguna bandera ni partido.
No somos “laudatores temporis acti” , en el sentido de que no creemos que en el pasado la vida católica fuera idílica y se desarrollara en el mejor de los mundos posibles. De ninguna manera. También antes había lacras y cosas y situaciones indeseables. Por poner sólo un ejemplo, hay que referirse a la rutina y formalismo hueco en el que a menudo se había convertido la Liturgia, por falta de sentido sobrenatural de los sacerdotes y por inercia y conformismo de los fieles. Era entonces tristemente famoso el carácter del “cura de misa y olla", preocupado sólamente en despachar sus obligaciones sacerdotales como si de un funcionariado se tratara, sin celo auténtico por las almas y, a veces, hasta con espíritu cicatero y pesetero. No es extraño que se perdiera el sentido auténtico del culto a Dios y la Liturgia se viera hundida en el marasmo de la indiferencia y de la mediocridad. ¿Es, pues, de extrañar, que fuera tan fácil hacerla prácticamente desaparecer abatida por el vendaval de la sed de novedades? Psicológicamente es explicable. Pero, por otro lado, tampoco lo nuevo es bueno por razón de nuevo. En realidad, nos identificamos con el paterfamilias del evangelio que saca de su arcón “nova et vetera” . Lo bueno de antes ha de conservarse, pero no como un fósil, sino como algo vivo. Lo bueno de ahora hay que aceptarlo con corazón sencillo y con buena voluntad. Lo malo de antes y de ahora hay que descartarlo sin más historias.
Pero también hay que referirse al modo como se vive la fe. Ese catolicismo de ghetto, de capillas y capillitas, de culto a la personalidad, en el que cada quien pretende sólo llevar agua a su molino y no contribuir a la edificación común del Cuerpo Místico de Cristo no es el nuestro. Tampoco lo es el catolicismo beaturro y superficial de misalito y mantilla, de rosarios y novenas, de mera devoción privada sin implicación seria. Mucho menos lo es el catolicimismo fanático, de celo amargo, hecho de obsesiones y no de convicciones, que aleja en lugar de atraer, triste y opaco, mojigato y jansenista, visceral y falto de caridad, dado a juzgar y poco o nada propenso a la indulgencia, farisaico y tartufesco. Nos gusta el catolicismo serio, ilustrado, sereno, viril, seguro, sincero, atractivo y jovial, como el que practicaron los grandes santos como Felipe Neri, Ignacio de Loyola, Teresa de Jesús, José Oriol.
Se nos ha acusado de estar contra el actual Cardenal-Arzobispo de Barcelona y de injuriarlo y, al mismo tiempo, de ser agentes de su antecesor. ¡Nada más falso! Ni somos Carlesistas, ni somos anti-Sistaquistas. Creemos que tanto el cardenal Sistach como el cardenal Carles, cada uno a su modo, son responsables de la presente situación de la Archidiócesis barcinonense, que es lamentable: el primero por sus desacertadas medidas y actitudes y el segundo por su inercia y por haberse inhibido de responsabilidades que como obispo le competían. No vamos a abundar aquí en todo lo que de ambos llevamos dicho, pero una cosa debe quedar clara y ella es nuestro íntimo y sincero deseo de poder decir cosas buenas del cardenal Martínez Sistach. ¡Qué más quisiéramos que poder tener la oportunidad de mostrar nuestra comunión y adhesión al Señor Arzobispo en estas mismas páginas! ¡Ojalá pronto podamos escribir su elogio por alguna cosa digna de alabanza! Nada nos haría más felices. si a veces nos mostramos ácidos no es por malicia ni por malevolencia, sino por hacer reaccionar al interesado.
Desgraciadamente, el cardenal Sistach ha reaccionado intentando acallarnos por vías de hecho, cuando lo honesto, lo conciliar, lo más inteligente sería intentar ver qué hay de verdad en lo que decimos o, al menos, adoptar la actitud de un Alejandro VI cuando algún prelado de la Curia Romana le recomendaba destruir al demasiado “locuaz" Pasquino, que fustigaba la corrupción de la corte pontifica al amparo del anonimato de esa estatua que aún puede verse a la entrada de la romana Plaza Navona. El papa Borgia se alzaba de hombros y respondía que el pueblo tenía al menos el derecho al pataleo. Nosotros reivindicamos ese derecho, pero también el que nuestro pataleo no se quede en eso, antes bien que sirva para hacer reaccionar a nuestro prelado en el mejor de los modos y siempre para bien de su rebaño. Somos nosotros quienes realmente amamos al Señor Arzobispo, porque queremos su bien y le decimos la verdad aun sabiendo que caeremos antipáticos. Flaco favor le hacen quienes lo adulan, le ríen las gracias y le hacen de obsecuentes cortesanos, ya que lo reafirman en una nefasta línea pastoral. Al menos con nosotros, que no tenemos expectativas de prebendas y sinecuras, Su Eminencia sabe a qué atenerse.
Aurelius Augustinus