Santa Mónica
“Cuán importante es el papel de una familia coherente con las normas morales, para que el hombre, que nace y se forma en ella, emprenda sin incertidumbres el camino del bien, inscrito siempre en su corazón” (Juan Pablo II, Carta a las familias,n. 5)
La Iglesia recuerda hoy a una gran mujer: Santa Mónica, madre de San Agustín. Una mujer-madre a la que tengo gran devoción por su gran fe y su inmenso amor maternal. Una mujer valiente que “construyó su casa en el amor, vivió en santo temor de Dios y cumplió siempre su voluntad”( Pr 14, 1-2)
De hecho, afirmaba Benedicto XVI, recordando la memoria de Santa Mónica, “nunca dejó de rezar por él y por su conversión; y tuvo el consuelo de verlo retornar a la fe y recibir el bautismo. Dios escuchó las oraciones de esta madre santa, a la que el Obispo de Tagaste le había dicho:“Esté tranquila, es imposible que un hijo de tantas lágrimas se pierda”.
Es más, cuando pienso en ella me viene a la cabeza aquella maravillosa oración de una madre de familia de V. Gillick que dice así:
“He hecho todo lo que ha estado en mi mano y les he aconsejado lo más sabiamente que he podido. No sé qué hacer más, Dios mío. Ahora te toca a ti. Tú les amas mucho más de lo que yo pueda amarlos, y has sufrido por ellos más de lo que yo podré sufrir nunca, y sus errores te dolerán mucho más de lo que yo pueda nunca comprender. Guárdalos en tu amor; guíalos, protégelos y llévalos a un refugio seguro según tu sabiduría y en el momento oportuno”.
“¡Lo que llegué a ser y cómo, se lo debo a mi madre!”, solía decir San Agustín. Y, como he dicho en muchas ocasiones, las mujeres, sabedoras de la responsabilidad que lleva consigo el título de “guardianas del ser humano”, no dudan en poner en juego sus cualidades propias para sembrar en los corazones la grandeza, la belleza, la bondad y la verdad del rostro de Cristo. Esto es lo que hace que no se pueda escribir, por ejemplo, la historia de Agustín sin referirnos a su madre Mónica, como evoca éste en sus Confesiones:
“Es que tu mano, Dios mío, en el secreto de tu providencia, no abandonaba mi alma. Es que, día y noche, mi madre te ofrecía en sacrificio por mí la sangre de su corazón y las lágrimas de sus ojos” (Conf., V, 10-13).
Las últimas palabras de Mónica antes de morir sintetizan admirablemente la tarea esencial de toda madre cristiana: ” En lo que a mí respecta, hijo mío, ya no deseo nada de esta vida. No veo que tenga que hacer más -dijo-, ni por qué he de vivir aquí; se desvaneció ya la esperanza de este mundo. Sólo una cosa me hacía desear la vida todavía algún tiempo aquí abajo. Deseaba antes de morir verte cristiano católico. Dios me la concedió con creces. Veo que menosprecias las alegrías terrenales para ser su siervo. ¿Qué hago yo aquí? (Conf, IX, 26).
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