¡Él es así!
“Despiértate, hombre: porque por ti Dios se ha hecho hombre” (San Agustín)
Dentro unos pocos días, en muchos hogares cristianos, celebraremos el acontecimiento que tanto bien ha hecho a los hombres, el más importante de la humanidad: ¡El Niño Dios ha nacido!
No hay nada que nos haya hecho tanto bien a los hombres, como lo que ocurrió hace 2000 años en un pueblecito de Israel. ¡Nada!
Es más, como ocurrió hace 2000 años en un pueblecito pequeño que tiene por nombre Belén, cada Navidad “llama a la puerta de nuestro corazón”. En el silencio de la noche, y desde la pobreza de un sencillo establo “nos pide que le hagamos un espacio en nuestra vida. Dios es así: no se impone, no entra nunca con la fuerza; al contrario, como un niño, pide ser acogido”.
Efectivamente: ¡El es así!
“Dios es tan grande que puede hacerse pequeño. Dios es tan potente que puede hacerse inerme y venir a nuestro encuentro como niño indefenso, a fin de que podamos amarlo. Es tan bueno que puede renunciar a su esplendor divino y descender a un establo para que podamos encontrarlo y, de este modo, su bondad nos toque, nos sea comunicada y continúe actuando a través de nosotros. Esto es la Navidad: “Tu eres mi hijo, hoy yo te he engendrado". Dios se ha hecho uno de nosotros, para que podamos estar con Él, llegar a ser semejantes a Él”.
Y “porque el Hijo de Dios se hizo verdaderamente hombre, el hombre puede, en él y por medio de él, llegar a ser realmente hijo de Dios”.
De ahí, la alegría y el orgullo que nos invade, como decía San Josemaría Escrivá de Balaguer:
”Dios es un Padre — ¡tu Padre!— lleno de ternura, de infinito amor.
—Llámale Padre muchas veces, y dile —a solas— que le quieres, ¡que le quieres muchísimo!: que sientes el orgullo y la fuerza de ser hijo suyo”.
“Es preciso convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. —Vivimos como si el Señor estuviera allá lejos, donde brillan las estrellas, y no consideramos que también está siempre a nuestro lado.
Y está como un Padre amoroso —a cada uno de nosotros nos quiere más que todas las madres del mundo pueden querer a sus hijos—, ayudándonos, inspirándonos, bendiciendo… y perdonando.
¡Cuántas veces hemos hecho desarrugar el ceño de nuestros padres diciéndoles, después de una travesura: ¡ya no lo haré más! —Quizá aquel mismo día volvimos a caer de nuevo… Y nuestro padre, con fingida dureza en la voz, la cara seria, nos reprende…, a la par que se enternece su corazón, conocedor de nuestra flaqueza, pensando: pobre chico, ¡qué esfuerzos hace para portarse bien!
Preciso es que nos empapemos, que nos saturemos de que Padre y muy Padre nuestro es el Señor que está junto a nosotros y en los cielos” (San Josemaría Escrivá de Balaguer, Camino 267)
Por ello, toda nuestra vida debe ser la vida de los hijos de Dios. Hijos que sienten, piensan y actúan como lo que son. Hijos que tienen un trato familiar e intimo con su Padre, de abandono en sus brazos, de aceptación a sus designios, de dialogo continuo y confiado, de miradas llenas de complicidad,… ¡Porque Dios es mi Padre, y esta verdad cambia toda mi vida!
Y en el pesebre, el “Niño Dios”, pequeño e indefenso, me pide que confíe en El, que me deje querer por El, que no le abandone nunca, que le dé la oportunidad de hablarme, de enseñarme, de ayudarme… de quererme.
Para El toda la gloria porque El toma la iniciativa… Solo necesita nuestro amor.
“Quisiera que al mirar al cielo
No vieses más que una estrella
No vieses a los pájaros
Ni a la luna llena.
Que Su resplandor te ciegue
Que reluzcan tus ojos
Que tu corazón se llene
De alegría y de gozo”
(Villancico original, Colegio Guadalaviar)
¡Feliz navidad a todos!