El encanto de la Città Eterna
Algo tiene Roma que siempre me seduce. Quizás el peculiar contraste entre las acaloradas masificaciones de turistas, y los grupos de jóvenes ensotanados que pasean por sus calles. O las monjitas de temprana vocación y futuro prometedor, de vuelta de la Universitá a la Casa Generalle, en un vagón de metro lleno de narcisistas y metrosexuales al genuino estilo “Armani” o “Versacce”.
El abrazo papal de la plaza de San Pedro o las tiendas de souvenir con estampitas y rosarios. Las céntricas casas decimonónicas de la nobleza decaída que ya no despacha con el Papa, cuyas fachadas almohadilladas han sido “graffiteadas” por algún necio.
La ciudad eterna habla en clave de sentimientos. Pese a sus defectos, sus iglesias neoclásicas y barrocas, o sus grandes basílicas (que no han olvidado el culto casi constante en alguna de las capillas laterales), no pueden dejar indiferente a quien de algún modo siente suya la historia y la tradición católica.
Aunque haya sido extremadamente fugaz, he podido respirar el encanto de Roma, ese que engancha. Tanto, que no es uno supersticioso, pero no fuera a ser verdad, pasé volando por la Fontana de Trevi para cumplir con el primer trámite de una futura visita.
Javier Tebas
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