Yira yira
Me pregunto si no estamos haciendo suficiente. No puedo evitar pensar que defender la vida en una tertulia entre amigos, acudir a una manifestación o llevar unos piececillos en la solapa, son esfuerzos necesarios, pero todavía extremadamente pequeños en proporción a la magnitud de la atrocidad que tenemos delante.
Mientras vuelvo en tren a Madrid, cruzando a 300 kilómetros por hora los paisajes de España, me doy cuenta de que el engranaje de la sociedad funciona indiferente a cualquier mínima preocupación. El AVE de la mañana, en el tiempo que cuesta tomar un café y leer el periódico, nos lleva a todas estas personas al trabajo, a la universidad, quizás a casa después de un fin de semana fuera.
Entonces me doy cuenta de que es irremediable ser parte de esa corriente que vive en el día a día las facilidades de una sociedad que ha superado los límites del desarrollo y el confort. Somos una suma de individuos completando nuestra agenda rutinaria, interpretando un papel preestablecido en el que no hay lugar a la improvisación.
Leo en ABC que a 95 de cada 100 niños a los que se diagnostica Síndrome de Down durante la gestación les matan bajo el segundo supuesto de la despenalización del aborto. Un consenso eugenésico macabro que ha conseguido introducir una nueva “comodidad” en la sociedad del bienestar, la de no tener que ver ni cuidar a personas con alguna discapacidad.
Me dan ganas de escupir el café, que tiembla por el movimiento del tren junto al ordenador portátil. No solo porque me distraje escribiendo y ahora esté frío, sino porque estoy tan asqueado que se me ha hecho un nudo en el estómago. Estoy asqueado de un mundo hipócrita que se jacta con el humanismo paralímpico, con presidentes que ofrecen trabajo por la tele a jóvenes con Síndrome de Down, para luego cometer con ellos una temprana matanza sin precedentes. Estoy asqueado de una sociedad deshumanizada, autómata, que si apenas sabemos reaccionar no nos acercamos a agotar los recursos y esfuerzos que merecería evitar un genocidio de inocentes.
Pero desde la ventana del tren ya se ve el Cerro de los Ángeles y las afueras de Madrid, y como dice el conocido tango de Gardel “al mundo nada le importa, yira, yira”.
Javier Tebas
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