El arte taurino
Sólo de lo sublime podía escribir Rubén Darío unos versos, sólo de lo que es arte podían haber nacido tantos poemas. Si Manuel Machado, Gerardo de Diego, Rafael Alberti o Federico García Lorca no escribieron de los toros por lo que transmiten en espíritu, será entonces con certeza que ninguna de las artes existió jamás.
La demagogia absurda de quienes quieren prohibir los toros, vuelve a centrar la dialéctica en un debate superado. La muerte animal en manos del hombre, como un hecho natural, tiene una crudeza irremediable. Pero si fuera esa la reivindicación, y se quisiese acabar con el sometimiento milenario del animal al hombre, lo consecuente sería protestar en los mataderos y no en los ruedos.
La tauromaquia padece el ataque de la ignorancia, de la reacción primaria, instintiva y más sensible frente a lo crudo de la muerte animal. Pero más allá de esa muerte irremediable – de la que luego todos somos aceptantes en el bocadillo- los ruedos son partícipes de toda una sinfonía de imagen viva, de tradición, armonía y ritual. Quienes solo ven la partitura, pero no escuchan la sinfonía, no comprenden la afición taurina. Y es muy respetable que cada uno, con sus sensibilidades y su personalidad, sienta más o menos la llamada hacia un arte. Lo ridículo es que no comprender una afición, conlleve directamente atribuir la crueldad sádica a todos los que sí sienten lo que el toreo transmite.
Es el paseíllo, que se convierte en un cuadro viviente, o como dijo el nicaragüense más universal “es el hondo amor que existe en el secreto de la embestida, libre en la amplitud sin memoria de un beso o trance de la herida que el amor comunica”, acaso también el tinte agridulce de las cinco de la tarde de Lorca.
¿Se dan cuenta los paletos que se tiran pintura por encima en la puerta de la Monumental de lo que están haciendo? ¿Se dan cuenta los políticos con lo que están acabando?.
Javier Tebas
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