Tras acabar recientemente el libro «Consulta a los fieles en materia doctrinal», del Beato Newman, continuar con la lectura de la «Suma contra los gentiles», de Santo Tomás de Aquino, avanzar en la biografía del Cardenal Segura, de Francisco Gil Delgado, me encuentro pronto a finiquitar «El caballo de Troya en la Ciudad de Dios», del filósofo Dietrich von Hildebrand.
El libro es una denuncia sobre los desmanes ocasionados en la Iglesia tras el Concilio Vaticano II. Su principal valor no se encuentra tanto en lo que dice, como en las fechas en las que fue escrito (1.967). A España llegaría pocos años después (1.969).
Tengo que decir que simpatizo poco con el pensamiento del autor, ya que la moral de los valores es, por decirlo de alguna manera, un paso atrás respecto a la reflexión y profundización realizada por Aristóteles, superado a su vez por los Padres y Santo Tomás. La moral de valores, es una vuelta a Platón.
Aún así, esto no tiene que ver con el tema del libro, el cual es muy acertado en sus descripciones y sintomatologías, a lo que hay que añadir que las referencias conceptuales de Hildebrand son tradicionales.
«El caballo de Troya en la Ciudad de Dios», toca los mismos temas, en general, que «Iota Unum», de Romano Amerio, pero sin llegar a la profundidad de éste. Amerio en este sentido es insuperable. Su dominio de la antigüedad clásica, de la filosofía tomista, de los pensadores renacentistas – especialmente de Campanella, del que es una verdadera eminencia reconocida -, Vico, Rosmini y muchos más – como Manzoni -, lo convierten en un verdadero sabio moderno. Pero volvamos a Hildebrand.
El libro de Hildebrand se encuentra cercano a Bouyer. Hildebrand, como Bouyer, reconoce la necesidad de reforma existente en la Iglesia, algo muy parecido a lo que haría Bouyer en «La descomposición del catolicismo». De hecho confronta una interpretación correcta, en continuidad con la doctrina anterior, de los textos conciliares frente a la ruptura llevada a cabo con los progresistas. Por momentos es brillante, especialmente en su dura crítica contra el amoralismo, el irenismo y la denuncia de los peligros de nuestra época.
Todavía no había llegado la reforma litúrgica.
El libro es recomendable, pero ahora mismo sólo se puede adquirir en librerías de viejos. Sería interesante que alguna editorial recuperase este testimonio, escrito a los pocos años de la finalización del Concilio Vaticano II.
A continuación, les dejo un extracto del libro.
Capítulo XXI: Amoralismo.
Uno de los más ominosos síntomas de la decadencia en la Iglesia, hoy día, es la creciente aceptación del moderno amoralismo. Por moderno amoralismo no queremos decir que hoy día se cometan más actos inmorales que en el pasado. Sino que nos referimos aquella ceguera para los valores morales, a aquella indiferencia con respecto a la cuestión del bien y del mal moral, a aquella aceptación de la superstición de que el bien y el mal son ilusiones engañosas y tabús: todo eso, que son señales de los tiempos.
No nos interesan los seudo-filósofos que niegan la realidad de las categorías del bien y del mal moral. Siempre ha habido seudo – filósofos relativistas. Aquí nos interesa, más bien, aquella pervertida cosmovisión que se revela en la creciente tendencia a considerar los más terribles pecados como si fueran algo completamente neutro, como si fueran simples procesos fisiológicos o acontecimientos cualesquiera en el ámbito de la naturaleza impersonal. Indudablemente, siempre ha habido personas cínicas con diabólica antipatía hacia el mundo de los valores morales. Pero tales personas no consideraban ese mundo de los valores morales como no – existente. Sino que lo aborrecían y se rebelaban contra él a la manera de Caín. Y siempre ha habido muchísimas personas que sufrieron una parcial ceguera moral, como Tom Jones con su ceguera para el pecado de la impureza. Pero la categoría del bien y del mal moral seguían actuando en muchas otras esferas. Empero, lo nuevo hoy día es la neutralización moral del mundo por medio de la eliminación de las importantísimas categorías del bien y del mal. Y este nuevo amoralismo se considera como un progreso, como el resultado de haber llegado a la madurez, como una liberación de las cadenas de los tabús tradicionales.
Sobrepasaría el marco de este libro el analizar las causas de esta lamentable decadencia. Bastará sugerir el papel que en todo ello ha desempeñado la cosmovisión de laboratorio y la fetichización de la ciencia. El freudianismo tiene especial responsabilidad de esta actitud. La ironía que hay en la creencia de que una concepción amoral es más «objetiva», más «científica», queda dramatizada por el hecho de que las teorías de Freud están llenas de mitos y ficciones. El que muchos maestros, en América, hayan aceptado ingenuamente a Freud, ha conducido a la eliminación de las categorías del bien y del mal, en la enseñanza y educación que se da en los centros de enseñanza media y en las universidades.
Y ahora esa superstición amoralística ha invadido los círculos católicos. Además de las dos causas mencionadas anteriormente, hemos de señalar otras dos razones para explicar el éxito con que se ha propagado el espíritu de amoralismo entre los católicos: la rebeldía contra las obligaciones, y la reacción contra el moralismo legalista.
La rebeldía contra las obligaciones (y todo el tema de la ética de circunstancias), la he analizado en mi obra Morality and Situation Ethics. Esa rebeldía está íntimamente asociada con la concepción errónea de la libertad (…). Y se manifiesta en la llamada «ética de circunstancias» (denominada algunas veces, aunque incorrectamente, «ética existencialista») (…).
La receptividad para el amoralismo podemos explicara también como una reacción contra el moralismo legalista que, en tiempos pasados, llegó a convertirse en caricatura de la gloriosa riqueza y hermosura de la bondad moral. Reducía toda la moral a prohibiciones: una actitud que un humorista alemán describía de la siguiente manera: «El bien es siempre el mal que uno no es capaz de hacer» (Wilhelm Busch). Desgraciadamente, esta actitud se ha reflejado en las disertaciones sobre el matrimonio, que hallamos en muchos textos de teología moral. Estos textos consistían principalmente en una enumeración de las cosas prohibidas. Pero no se hablaba nada de los valores positivos que estaban en juego, y cuya profanación es la fuente del terrible pecado de la impureza. Esta presentación legalista iba acompañada de una falta de discriminación entre la moralidad sobrenatural y la moralidad natural. Pero no sólo el moralismo legalista y negativista produjo tal reacción. Sino que contribuyó también a ello el hecho de que, en la predicación de la palabra de Dios, se realzaran mucho más las prescripciones morales que los grandes misterios de la redención de Cristo, quedando con ello oscurecida la gloria de la moralidad sobrenatural. Pero, por muy deplorables que hayan sido estas deficiencias, la reacción en el sentido de la indiferencia moral es algo incomparablemente peor.
Podemos observar cómo las corrientes amoralistas se van infiltrando en los sermones, unos cuantos años antes del Vaticano II. Oí una vez un sermón en el que el predicador acentuaba que Cristo no había venido a traernos preceptos morales, sino el Reino de Dios. Aunque la segunda parte de este aserto es, ¡qué duda cabe!, verdadero, presuponer que la moralidad no desempeña ningún papel en la institución del Reino de Dios es un error garrafal. Démonos cuenta de que una nota esencial de la revelación cristiana es que la religión y la moralidad quedan íntima y supremamente asociadas. La bondad moral y la absolutividad – inspiradora de respeto - de lo divino quedan fundidas de manera única en el dato de la santidad. En la Sagrada Humanidad de Cristo, este dato de la santidad se revela como algo completamente nuevo, como algo que está más allá de todos los ideales que una mente humana puede forjar. Y, no obstante, esta santidad es – al mismo tiempo – el cumplimiento y la transfiguración de toda moralidad natural.
El amoralismo que se va difundiendo entre los católicos es, ¡qué duda cabe!, uno de los síntomas más alarmantes de una pérdida de auténtica fe cristiana. Bienes tales como el bienestar terrenal de la humanidad, como el progreso científico, como la dominación de las fuerzas de la naturaleza son considerados o como mucho más importantes que la perfección moral y la evitación del pecado, o por lo menos suscitan mucho mayor interés y entusiasmo.
Un ejemplo típico de esta indiferencia moral lo tenemos en las observaciones del Padre Karl Rahner durante el diálogo con los comunistas en Herrenschiemsee. Indicó que, en el futuro, podrían desaparecer muchos valores morales, y permanecer tan sólo la dignidad de la persona humana y algunos otros valores. Ahora bien, la dignidad de la persona humana, en sentido estricto, no es un valor moral, sino un bien de relevancia moral. La dignidad del hombre está relacionada con el elevado rango ontológico que, como a una persona, le corresponde. Esta dignidad, indudablemente, nos impone obligaciones morales, como – por ejemplo – la necesidad de respetar esa dignidad, no abusando de otras personas ni infringiendo sus derechos. Pero está bien claro que el valor de esa dignidad no es un valor moral. El hombre posee ese valor por el hecho mismo de haber sido creado a semejanza de Dios. El hecho de que una persona de la talla del Padre Rahner haya podido adoptar tal postura relativista hacia la esfera moral, y haya podido considerar que únicamente los valores ontológicos son inmutables, es claro indicio del poder que el amoralismo ha conseguido en la Iglesia.
(…) la especulación de Teilhard de Chardin – ese lugar común de tantos errores contemporáneos – proporciona también apoyo teórico al amoralismo. El Padre Teilhard reemplaza la cuestión moral por un desarrollo ontológico que es resultado de la evolución. El pecado es considerado simplemente como un estadio inferior de la evolución. Y la virtud, como un estadio más elevado. El hecho fundamental de que el pecado es lo único que ofende a Dios, y de que la virtud sobrenatural es lo único que le glorifica, es algo que no encaja en el mundo despersonalizado de Teilhard.
Algunos representantes de la «nueva moral» apoyan su desconfianza hacia la moral cristiana tradicional en la debilidad de los antiguos argumentos a favor de la moralidad cristiana. Por tanto, habría que obligar a la Iglesia a que cambiase su concepción de las virtudes cristianas. (…) Indudablemente, los argumentos tradicionales que se ofrecen a favor del valor moral positivo de una virtud y del valor moral negativo de un pecado son a veces insuficientes, y deberían sustituirse por argumentos válidos. Esto constituiría un progreso en el conocimiento de los valores éticos. Pero no sería la sustitución de una «vieja» moralidad por otra «nueva». El término «nueva moralidad» induce a error, porque la moralidad se refiere siempre a valores morales positivos y negativos, y no a su formación filosófica. Dicha formulación se denomina ética. Puede haber cambios en la ética cristiana, pero nunca en la moralidad cristiana.
(…) la idea de que un valor moral positivo o negativo pudiera cambiar según el espíritu de la época, es una cuestión que no tiene sentido. Una cosa o era considerada erróneamente como moralmente buena o mala, o era considerada así rectamente. El que las circunstancias tengan mucho que ver en el grado de la responsabilidad ante un valor moral positivo o negativo, y en la importancia que éste adquiera, es algo que la Iglesia ha tenido siempre en cuenta. Pero el creer que – con excepción de los preceptos puramente positivos – lo que era considerado como pecado en tiempo de San Agustín y de Santo Tomás y de San Francisco de Sales, no es ya pecado hoy en día, eso implica una clara contradicción con las enseñanzas de Cristo.
Y así, nos deja estupefactos que el obispo Simons de Indore (India) escribiera un artículo que afirmaba que nos hemos dado cuenta ahora de que toda la moralidad se refiere exclusivamente al bienestar humano. Por tanto, algunas cosas, consideradas hasta ahora como inmorales, no deberían designarse ya de esta manera. Añade este obispo que, después de todo, aparte del amor del prójimo, Cristo no dio en el Evangelio ninguna enseñanza moral.
Ahora bien, es radicalmente absurdo y absolutamente incompatible con la revelación cristiana al afirmar que toda moralidad tiene su fuente en el bienestar del hombre. El corazón de la moralidad des la glorificación de Dios. Y el corazón de la inmoralidad es la glorificación de Dios. (…) La tesis de que el bien y el bienestar del hombre es la única norma de la moralidad sabe demasiado a utilitarismo y es completamente errónea, incluso desde el punto de vista puramente filosófico.
Pero es difícil creer que un obispo de la Santa Iglesia pudiera permitirse declarar que Cristo no nos dio en el Evangelio enseñanzas morales específicas. ¿Es que se ha olvidado de la Sermón de la Montaña, con su acentuación de las virtudes cristianas fundamentales? ¿Se ha olvidado de lo que Cristo dijo al joven que le había preguntado acerca de cómo alcanzaría la perfección? ¿No respondió Cristo enumerando los mandamientos del Decálogo? El evangelio entero ¿no está empapado del énfasis que se hace de la bondad moral y de la necesidad de evitar el pecado? (…)
Incluso cuando el obispo Simons habla de los mandamientos positivos, que «por definición» pueden cambiar, los argumentos que utiliza contra la obligación de asistir a misa los domingos son muy débiles. Afirma este obispo que, puesto que la mayoría de las personas no asistan a misa, habría que abolir tal precepto.
Con este supuesto de que la conducta real de los hombres fuera la norma para suspender los mandamientos positivos de la Iglesia, desembocamos de nuevo en el gran error secularizados de nuestra época: vamos a parar otra vez a la idea de que la religión debe adaptarse al hombre, y no el hombre a la religión