El trasfondo de las controversias modernas sobre el alma
«Tal como he indicado anteriormente, el Nuevo Testamento no contiene un concepto firmemente delineado de «alma». Él mira más bien desde la resurrección del Señor hacia nuestra propia resurrección, en la que nuestra suerte se hará definitivamente una con la del Resucitado. Pero el Nuevo Testamento advierte también (en total continuidad con la fe del judaísmo contemporáneo) que, entre muerte y resurrección, el hombre no se hunde en la nada. (…) Dos cosas quedan claras:
1.- El hombre sigue viviendo «junto al Señor» también antes de la resurrección.
2.- Esta permanencia en la vida no es todavía idéntica con la resurrección, que sólo llegará «al fin de los días» y que será la plena irrupción del señorío de Dios sobre el mundo.
Al comienzo nadie se preocupó mucho por el instrumental antropológico de estas afirmaciones. Sólo en un proceso muy lento se fue formando a partir de estos datos fundamentales de la fe el concepto cristiano del hombre integrado por cuerpo y alma. Así, el «alma» pasó a describirse como la portadora de esa «situación intermedia». Se puede decir que la configuración de estos conceptos sólo llegó a una cierta conclusión con Tomás de Aquino, o sea, en la alta Edad Media. Por supuesto, ya desde la época de los Santos Padres la palabra «alma» se había convertido en una vocablo fundamental de la fe y de la oración de la cristiandad en el que se expresaba la certeza de la indestructible continuidad del yo humano, que perdura más allá de la muerte. Así se desarrolló una imagen del hombre en la que la «inmortalidad del alma» y la «resurrección de los muertos» no son afirmaciones contrapuestas sino complementarias para los grados de una única certidumbre de esperanza. Un primer asalto a esa certeza se dio con Lutero, para quien la utilizabilidad del concepto de alma se hizo dudosa justamente por las mismas razones que en nuestro siglo han traído consigo la crisis de dicho concepto también en la Iglesia católica. Hasta entonces, el lenguaje de esperanza había crecido en la comunidad de la fe, que en su unidad diacrónica había garantizado al mismo tiempo la identidad del objeto de nuestra fe en el proceso paulatino desarrollo de las palabras y en la formación de una visión integral de la realidad en la que se basa la fe: desarrollo e identidad no eran polos contrapuestos porque el sujeto común de la Iglesia los mantenía unidos. Pero, para Lutero, la Iglesia no era ya garantía alguna de identidad son, por el contrario, la arbitraria corruptora de la pureza de la palabra. Ahora, la tradición ya no es más la vitalidad permanente de lo originario sino su antagonista. El verdadero sentido del comienzo debe buscarse en la comprensión histórica de la Biblia en contra de la comprensión viva de la Iglesia. El desarrollo ya no es categoría alguna porque falta su portador. Con ello se hace ineludible la fijación a la terminología bíblica así como también el rechazo del concepto de alma, que había expresado una síntesis de elementos particulares de la concepción bíblica que no está verbalmente presente en la Biblia misma. Con esa separación de origen y tradición se relaciona en Lutero una resistencia interna contra lo griego, contra el elemento filosófico dentro de lo cristiano. El cristianismo histórico se basa en una fusión de la herencia bíblica con el pensamiento griego. Ahora hay que deshacer de nuevo esa síntesis y buscar un cristianismo no helénico.
Como en muchos otros ámbitos, también aquí la radicalidad de Lutero demostró ser una anticipación en la historia del espíritu que sólo mucho tiempo después habría donde desarrollar plenamente su acción. En un principio, en la ortodoxia luterana siguió vigente en gran medida la figura de la tradición eclesiástica de la fe, aunque con signo diferente y con determinadas modificaciones. Sólo con la gran crisis de la tradición que significó la Ilustración y con la victoria del historicismo que se fue imponiendo paulatinamente durante el siglo XIX llegó a desplegar ampliamente su acción el cambio de postura ante la tradición en el que el historiador se coloca fuera del sujeto vivo de la tradición, no lee más la historia hacia adelante sino hacia atrás y, de ese modo, procura preservar puro su sentido originario. En la teología católica, la crisis estaba preparada desde la asunción de la interpretación histórico crítica de la Biblia, que fue legitimada asimismo por la encíclica bíblica de Pío XII. La filosofía tradicional escolástica no estaba pertrechada para procesar los problemas filosóficos planteados por esa nueva exégesis. La crisis se puso abiertamente de manifiesto a partir del concilio Vaticano II, en el que, bajo la impresión de una innovación total, el continuum de tradición que había regido hasta ese momento terminó convirtiéndose en el ámbito abandonado de lo «preconciliar». Se suscitó así la impresión de que había que esbozar de nuevo el cristianismo en todos los campos. De este modo, las preguntas pendientes que también había en el campo de la escatología adquirieron el ímpetu de la fuerzas de los elementos, que casi sin esfuerzo alguno sacaron de en medio el conjunto estructurado de la tradición. Expresión elocuente de la rapidez de este proceso es el hecho de que el Catecismo holandés – publicado sólo un año después de concluido el Concilio – dejara tras de sí la doctrina de la inmortalidad del alma humana y, en lugar de ella, hablara de una (muy insuficientemente aclarada) antropología de los grados de la resurrección. Incluso el misal de Pablo VI sólo se atreve tímidamente aquí y allá a hablar sobre el alma, mientras que elude lo más posible articular la idea. El ritual de exequias alemán deja totalmente de hablar del alma, por lo menos hasta donde yo puedo verlo.
El hecho de que un elemento tan hondamente arraigado y tan central de la fe y de la oración cristianas pudiese desaparecer tan rápidamente no puede sino suscitar asombro. Tal proceso no debe atribuirse en primer término al cambio de la visión acerca del hombre, sino que (como en el caso de Lutero) es antes que nada expresión de una relación radicalmente modificada para con la tradición. En tal sentido se hace aquí visible una crisis general de lo católico, caracterizado esencialmente por una determinada relación con la tradición. Justamente esta relación propia de lo católico con la tradición se hace aquí incomprensible. Pero hay que proseguir: se hace incomprensible porque se encuentra en contradicción con la comprensión de la historia propia del mundo tecnificado y con su racionalidad antihistórica. Por el otro lado se comprende a su vez la eficacia de la nueva visión y la singular pérdida de lo católico en el mundo moderno.
Intentemos captar la idea desde otra perspectiva. Aplicando a otro terreno una imagen de Kolakowski podría decirse que el trato del método histórico crítico con el objeto puede compararse con una suerte de necrofilia: los datos singulares son mantenidos en su particular punto histórico concreto y fijados a su posición de entonces. Como se ha dicho, se intenta alcanzar una preservación lo más pura posible de los puntos del pasado en cuanto puntos. En relación con la fe cristiana, esto significa que se procura aislar la forma más antigua respecto de sus configuraciones posteriores a fin de alcanzar por fin el mensaje de Cristo en su «pureza». Una vez encontrado el Jesús de la fuente de los logia, todo lo demás se declara como agregado humano cuyos factores pueden combinarse después.
El verdadero administrador de llaves de tal mensaje comprendido arqueológicamente sólo puede ser el historiador. Que en la historia pueda haber un sujeto continuo en el que el desarrolló sea fidelidad y que posea potestad en sí mismo queda aquí fuera del campo visual.
Para una actitud semejante, la síntesis antropológica en la que la tradición cristiana unió los diferentes elementos de la fe bíblica tiene que perder su significación y hasta volverse sospechosa. De hecho, en el Nuevo Testamento no puede encontrarse literal y unitariamente el concepto tradicional de alma. Para la orientación que ha asumido el pensamiento teológico después del Concilio han sido decisivos otros dos motivos. En primer lugar hay que hablar del reforzado retorno de un sentimiento antihelénico, que en la historiografía de los dogmas se había convertido prácticamente desde sus inicios en su categoría expositiva fundamental. Su contenido, su significado y sus límites nunca han sido propiamente elaborados. La actitud negativa ante lo griego se ha visto favorecida por dos actitudes fundamentales presentes en la actualidad: por una parte, el escepticismo contra la ontología, contra el discurso sobre el ser, que resulta contrario y hasta parece inaceptable para la actitud tanto funcional como activa del pensamiento actual. En la teología se ha contrapuesto de buen grado al pensamiento ontológico, denunciado como estático, la actitud histórica y dinámica de la Biblia. También se ha contrapuesto lo ontológico como lo objetivo a lo dialógico y lo personal. A ello se ha agregado como segundo momento un temor, casi un pánico, ante el reproche de su dualismo. Considerar al hombre como un ser compuesto de cuerpo y alma, creer en una supervivencia del alma entre la muerte del cuerpo y su resurrección parecía una traición al reconocimiento bíblico y moderno de la unidad del ser humano, de la unidad de la creación. Decir semejante cosa se consideraba visiblemente como una caída de la idea bíblica de la creación hasta un dualismo griego que divide el mundo en espíritu y materia».
Escatología, Joseph Ratzinger. Ed. Herder, pp. 286-292
1 comentario
Mira dentro de tu alma. Y verás una luz que a su vez es vida. Y cuanto más viva sea esta luz, tanto más viva y lúcida será tu alma. La que se reflejará en tu cara mortal.
A la luz viva y lúcida que ilumina y vivifica el alma se le llama: luz y vida parte de la parte de lo que es la naturaleza del Espirítu Santo.
Entendido esto entenderás: Que así cómo el alma del ángel es al cuerpo del hombre; Así el Espiritu Santo del ángel es al alma del cuerpo del hombre.
Así el cuerpo y el alma del hombre son el templo del Espíritu Santo.
Y mientras haya Espiritu Santo habrá alma que es su templo.
Más el alma que es el cuerpo de ángel, no necesita cuerpo de hombre para vivir que es mortal.
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