El otro día, un lector me decía que los problemas de la Iglesia se acabarían si todos los sacerdotes y religiosos tuvieran que hacer el juramento antimodernista. La verdad es que no creo que las cosas sean tan sencillas. En primer lugar, porque las palabras se las lleva el viento y la Iglesia, los Parlamentos, los tribunales de divorcio y el mundo en general están repletos de promesas incumplidas. En segundo lugar, y mucho más importante, porque Cristo no creó la Iglesia para que viva sin problemas, sino para un combate, que durará hasta el fin de los tiempos, cuando él vuelva en gloria y majestad.
Me ha parecido útil, sin embargo, recordar el juramento antimodernista, como algo bueno y plenamente de actualidad. En realidad, es más bien una profesión de fe católica, orientada al rechazo de los errores de la herejía modernista. El modernismo, surgido en los siglos XIX y XX, es una herejía particularmente repugnante, porque se basa en conservar el lenguaje de la fe, pero dando a las palabras un sentido totalmente diferente, vaciándolas de contenido sobrenatural. Por ejemplo, los modernistas hablan de que Jesús era Hijo de Dios, pero en el sentido de que era un ser humano singular y hacía la voluntad de Dios, hablan de la resurrección de Cristo, pero quieren decir que permanece su recuerdo o que Cristo sigue vivo en Dios de alguna forma, siguen mencionando la virginidad de Nuestra Señora, pero quieren decir que ella estaba completamente entregada a Dios, aunque concibiera a su hijo de forma normal, y un largo etcétera.
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