Cuando uno se casa, nota el anillo de casado en la mano como algo que llama su atención constantemente. Nos pasa sobre todo a los hombres, que no estamos acostumbrados a los anillos. Conforme va pasando el tiempo, sin embargo, se olvida uno del anillo, como si no fuera más que otra prenda que lleva puesta y en la que no piensa nunca, más que para quitárselo cuando va a usar herramientas o para dormir.
Ese olvido, creo yo, es un triste olvido, porque el anillo es un signo maravilloso ante nuestros ojos de los milagros que ha hecho Dios en nuestras vidas. Es una pequeña arca de la alianza que hemos sellado con nuestra esposa y con Dios, un eslabón de la cadena de amor y libertad que nos une, destello de oro que recuerda la presencia de Dios en nuestras vidas, serpiente de bronce que nos libra de la picadura del pecado, ancla de fidelidad y defensa contra el mal, símbolo y huella del compromiso sacramental de Dios con nosotros, bendición hecha metal, la mejor herencia de nuestros hijos, bandera que desafía a las puertas del Infierno, un Credo sin palabras… ¿Cómo olvidar algo así?
Para ayudar a los lectores casados a recordar sus anillos, he traducido para el blog la oración que tiene la liturgia bizantina de bendición de los anillos. En Oriente, los anillos se entregan antes del matrimonio, en la ceremonia de los esponsales, cuando los novios se prometen el uno al otro y como signo de esa promesa.
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