Un ángel letón

A poco que uno preste atención, Dios siempre se sirve de algo para llevarte hacia él. Te manda ángeles, para que se cumpla su promesa del libro del Exodo: mi ángel marchará delante de ti. “Ángel” es, etimológicamente, una palabra griega, ἄγγελος (pronunciado anguelós), que significa simplemente “mensajero”, es un mensajero de Dios. El mismo sentido tiene el término hebreo del que es traducción la palabra ángel: מלאך (malaj).

Como indica su nombre, lo importante es su mensaje, no ellos. Cuando el arcángel Gabriel, el portador de la misiva más importante de la Historia, se apareció a la Virgen, no comenzó presentándose, sino que humíldemente se limitó a entregarle el mensaje de Dios: Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo…. Lo mismo nos muestra otro arcángel, San Miguel, cuyo nombre es una proclamación de la grandeza divina, pues significa, en hebreo, “¿Quién como Dios?".

Los ángeles que Dios envía pueden ser seres espirituales o de carne y hueso. También los seres humanos estamos llamados, en muchas ocasiones, a ser ángeles para otros, a entregarles, como mensajeros, una Palabra de parte de Dios, ya sea de viva voz o con nuestros actos. Cuando un marido le dice a su mujer “eres un ángel”, no está hablando metafóricamente, sino que realmente su mujer es, para él, un ángel-mensajero enviado por Dios como reflejo del amor divino. Incluso los seres inanimados pueden transmitir el mensaje de la gloria y el poder de Dios, como dice el salmo: El día al día le pasa el mensaje, la noche a la noche se lo susurra.

Estando en Letonia, el mes pasado, el Señor me envió uno de esos ángeles. No era de la variedad de espíritu puro, sino de los otros, los de carne y hueso. Este ángel no tenía alas, sino bastón y, en vez de volar, andaba encorvado. O, mejor dicho, encorvada, porque los ángeles humanos, a diferencia de los otros, sí que vienen en modelo femenino o masculino.

Estábamos paseando, bastante tarde pero sin que fuera aún de noche, por el centro de Riga. Había ya poca gente por las calles: algunos turistas, intentando como nosotros aprovechar las últimas horas de luz para ver todo lo posible de la ciudad, y unos cuantos letones, volviendo a sus casas después del trabajo. Todos con bastante prisa y recorriendo en todas las direcciones las céntricas callejuelas, que a nosotros nos parecían un laberinto.

Cerca del antiguo palacio, nos cruzamos con aquella anciana, con su bastón, su alegre chaqueta azul eléctrico, sus sandalias y su sombrero de un blanco impoluto. Andaba a pasitos cortos, pero bastante rápido, como hacen a menudo las viejecillas. No sé porqué, me quedé mirándola y vi cómo se detenía, al pasar por delante de una iglesia que estaba cerrada a aquella hora. Lentamente y con mucha unción, se volvió hacia la iglesia y, sin prisas, en medio de la calle, hizo la señal de la cruz y se quedó un momento en silencio. Sin preocuparse por quién la viera ni lo que hubiera a su alrededor. Después de esos instantes, en los que su espalda parecía haberse enderezado, se marchó de nuevo, encorvada otra vez y sin mirar hacia atrás.

No sé a dónde iría o de dónde vendría a aquella hora, pero no me cabe duda de que, en medio de las ocupaciones de su vida, no perdía de vista lo esencial. Ella sabía, con fe cierta, que allí estaba Dios. Como Moisés, caminaba por la vida como quien ve al Invisible. Y, por eso, al pasar delante de su Señor, el mundo entero se detuvo para ella durante unos instantes. Stat Crux, dum volvitur orbis. Y estuvieron a solas, ella y Él.

Es algo muy sencillo, incluso podría decir que muy tonto, pero aquella anciana fue, para mí, un signo de fe. Un ángel enviado para recordarme el centro de nuestra fe que es el centro de nuestra vida: el Hijo de Dios se ha encarnado y ya nada puede ser igual.