La perfecta alegría a las tres de la mañana
No sé si los lectores conocerán la historia que contaba San Francisco para definir la perfecta alegría. Creo que merece la pena recordarla (la cuento de memoria):
San Francisco dijo una vez al hermano León: “Escribe el secreto de la perfecta alegría”.
Una vez que el hermano León estuvo preparado, San Francisco le dijo: “Si un día viniera un mensajero a traer la noticia de que todos los maestros de la Universidad de París, los grandes sabios de nuestro tiempo, han entrado en nuestra orden… no estaría ahí la verdadera alegría”.
“Si también todos los obispos, arzobispos y clérigos de Europa y, además, los reyes de Francia y de Inglaterra quisieran formar parte de nuestra orden… no estaría ahí la verdadera alegría“.
“Si mis frailes fueran a tierra de infieles y convirtieran a todos a la fe católica y, además, yo tuviera tanta gracia de Dios que pudiera curar a los enfermos y hacer milagros… en todo eso no estaría tampoco la perfecta alegría“.
El hermano León (algo mosqueado ya) le preguntó: “Entonces, ¿cuál es la verdadera alegría?”
“Pues mira, hermano León. Imagina que un día vuelvo, de noche, de un viaje a pie, en medio de un invierno tan frío y húmedo que vengo cubierto de barro, llevo el hábito empapado y me sangran las piernas, y, por fin, llego a la puerta de nuestro convento. Llamo y llamo y nadie me responde, hasta que, finalmente, después de mucho llamar, sale el hermano portero y pregunta: ¿Quién está ahí? Yo le respondo entonces: el hermano Francisco, pero él me dice: vete de aquí, ¿qué horas son éstas de llamar a nuestra puerta? No te dejaremos entrar. Después de insistir, él me vuelve a decir: no te necesitamos, somos muchos y tú no eres más que un simplón y un ignorante. Y yo me humillo y le suplico: Por el amor de Dios, dadme cobijo por esta noche, pero él me vuelve a rechazar y me grita que vaya a pedir a otro sitio.
Si, después de todo esto, yo tuviese paciencia y no me enfadase, sino que lo sufriese por amor de Dios, en eso está la verdadera alegría, la verdadera virtud y la salvación del alma.
Esta historia de San Francisco es, a mi entender, una página magistral y muy profunda del santo de Asís que, además, se aleja bastante de la imagen edulcorada y ecológico-ingenua que se ofrece a veces del mismo. Como todos los santos, San Francisco no se escandalizaba del misterio de Cristo crucificado en el que los cristianos encontramos la salvación.
La cruz es algo esencial para los cristianos, por ello hay que tener mucho cuidado con afirmaciones como la de “bajar a los pobres de la cruz” de La Asociación Ecuménica de Teólogos/as del Tercer Mundo. Es cierto que es justo y necesario trabajar para ayudar a los desfavorecidos, de hecho es un deber para todos los cristianos. Sin embargo, es necesario que seamos conscientes de que eliminar totalmente los sufrimientos de cualquier hombre es imposible. El mismo Jesucristo no vino a quitarnos la cruz, sino a transformarla, a hacerla gloriosa, muriendo por nosotros para que tengamos vida. De ahí la perfecta alegría de San Francisco, que no excluye el sufrimiento, sino que va más allá de él.
Esa perfecta alegría es algo que Dios nos llama a vivir a todos los cristianos. Aunque la Iglesia nos repite a menudo que todos tenemos vocación a la santidad, a ser verdaderos santos con la gracia de Dios, es cierto que al leer la vida de los santos canonizados como San Francisco podemos pensar que lo que ellos hacían es imposible para nosotros.
En parte tenemos razón al pensar así, ya que muchas cosas que Dios pidió a algunos santos no nos las va a pedir a nosotros. Por ejemplo, es muy poco probable que Dios planee una vida de ermitaño como la de San Antonio para un padre de familia. Sin embargo, por otra parte, el hecho de que lo que hacían los santos nos parezca imposible es también señal de que no está al alcance de nuestras fuerzas sino que tiene que ser efecto de la gracia de Dios. Es un regalo y, por escasas que sean nuestras fuerzas o habilidades, de recibir regalos siempre somos capaces.
Voy a contarles como Dios me permitió experimentar el otro día, para mi sorpresa y a muy pequeña escala, esa perfecta alegría de la que hablaba San Francisco.
Para que entiendan los lectores la historia, debo explicar que tengo el sueño muy pesado y que soy bastante vago. Por todo ello y porque generalmente no tiene que despertarse pronto por la mañana, es mi mujer la que se suele levantar por la noche cuando uno de nuestros hijos se despierta y se pone a llorar.
Hace algunos días, me encontraba yo en medio de un periodo de mucho trabajo, que hizo que me tuviera que quedar todas las noches trabajando muy tarde. Una de esas noches, me acosté cansadísimo a eso de la una de la mañana y tras un día de duro trabajo, pensando que al día siguiente me tenía que levantar muy temprano. Como siempre sucede, mi hija eligió esa noche para desvelarse y ponerse a llorar.
Mi mujer se levantó, como suele hacer, y fue a consolarla hasta que se durmiera de nuevo. Esta vez, sin embargo, nada de lo que hacía tenía resultado y, al cabo de un buen rato mi mujer se cansó y vino a despertarme para que fuera yo a dormir a nuestra hija. Supongo que hay personas que, por naturaleza, tienen buen carácter y no se habrían molestado por ello. Yo no soy de esas personas. Me levanté, es cierto, pero iba renegando por lo bajo, pensando en lo cansado que estaba y en el poco tiempo que me quedaba para dormir.
Sin embargo, en ese momento, me acordé de Dios y, en un instante y sin necesidad de ningún esfuerzo de la voluntad ni de ningún buen propósito, me llené de una profunda alegría. Tuve la clara conciencia de que estaba haciendo lo que Dios quería y podía descansar en él, de que ningún problema me podía separar del amor de Cristo. Pude dar gracias a Dios por mi hija, por mi mujer y por mi vida y pasarme rezando todo el tiempo que tuve que estar con mi hija hasta que por fin se durmió. Pocas veces he sentido tanta paz como en esa hora en vela a las tres de la mañana.
Tal como lo he experimentado, lo cuento. La verdadera alegría no se encuentra en vivir bien o en tener todos los problemas resueltos. Dios la regala a quien quiere. Sólo hay que acordarse de Él y, a pequeña escala, podremos experimentar algo de lo que vivió San Francisco. No se lo pierdan.
4 comentarios
Un magnífico post.
Desde que estoy tratando de vivir el carisma franciscano capuchino, me llama la atencion esas palabras de Francisco.
Solo debemos descansar en Cristo, que sabe muy bien lo que es llevar la cruz. Nosotros llevamos, al menos, una, pero como decia San Francisco: pesa menos si se abraza, y hacerlo con alegria... una forma de vivir esa Perfecta Alegria.
Muy lindo tu aporte
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