Los católicos estamos muy malacostumbrados. Somos como niños malcriados, que están tan habituados a tenerlo todo que ya no aprecian nada. Y eso se nota en toda nuestra vida cristiana: estamos tan acostumbrados a que Dios exista, a que nos quiera, a que su Hijo se haya encarnado, a que se nos dé como comida, a que perdone nuestros pecados, a que mande a sus ángeles a que cuiden de nosotros, a que nos haya regalado su Iglesia y a mil cosas más que ya no nos sorprenden esos prodigios.
Quizá el ámbito en el que más se nota esto sea la liturgia. Nuestra liturgia está cuajada de tesoros para la oración y la meditación. Como una corona real, está engarzada con piedras preciosas de una belleza única y singular, ansiada y envidiada por los pueblos que no conocen a Dios… Y, sin embargo, apenas prestamos atención a lo que se dice en la Misa. Apenas rezamos con las oraciones, ni alabamos con sus himnos. Ni siquiera se nos ocurre conservar ansiosamente en nuestra memoria todo lo que podamos abarcar. Somos como un Alí Babá tan tonto que no piensa en llenarse los bolsillos al pasar por la cueva del tesoro.
Demos un ejemplo. Si preguntase cuál ha sido la frase cantada o recitada en el Aleluya del Evangelio de este domingo, dudo que se acordase de ella más de uno de cada mil católicos. Y la frase se las trae. Si de verdad escucháramos en Misa y pensásemos lo que se dice, esta frase habría dejado boquiabiertos a todos los que allí estaban, como me dejó boquiabierto a mí. Y, muy probablemente, habría suscitado protestas, preguntas, murmullos e incomprensiones. Otros, en cambio, no habrían podido evitar postrarse de rodillas para dar gracias a Dios en ese mismo instante. Nadie habría quedado indiferente.
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