El rito extraordinario: como un niño ante un regalo
A veces me gusta imaginar, con cierta envidia, a alguien que, por ejemplo, nunca haya contemplado una puesta de sol, no haya leído ningún libro de Chesterton o no haya visto el mar y aún pueda saborear estas cosas por primera vez. La novedad nos permite ver las cosas con una mirada limpia y agradecida, disfrutarlas sin darlas por hecho y descubrirlas como lo que son: un regalo que no merecemos. Conforme uno va acumulando años, este tipo de cosas se hacen menos frecuentes y la mayoría de las alegrías y placeres van pasando a la categoría de viejos amigos, que confortan pero no suelen sorprendernos.
Cuento todo esto porque, el sábado pasado, tuve ocasión de estrenar una alegría completamente nueva para mí: la Misa tradicional del rito extraordinario. Viajé a Sevilla con mi mujer y pude asistir a la Misa gregoriana solemne que se celebró en la ciudad del Guadalquivir. Como nunca había participado en una Misa tradicional, según el rito anterior al Concilio Vaticano II, tuve la oportunidad de observarla y participar en ella con ojos nuevos, sin el adormecimiento de la rutina. Con la ilusión de un niño ante un regalo inesperado.
Puesto que ya otros han descrito los detalles concretos de la celebración, me limitaré a relatar mis propias impresiones. Mi primera sensación fue estética, como es lógico. La Misa se celebró en la parroquia de San Bernardo de Sevilla. Como suele ser el caso con las iglesias andaluzas, está pintada por dentro y por fuera de colores alegres y luminosos. Es un templo precioso, barroco-neoclásico, del s. XVIII, con un estupendo retablo en el altar mayor y varios altares laterales.