La existencia del infierno es uno de los grandes escándalos para la ideología posmoderna. Buenistas, relativistas y adolescentes perpetuos no pueden soportar la idea misma de un infierno, porque va contra su religión (que ni siquiera saben que tienen). Por eso, hoy en día, muchos, muchísimos “cristianos” progresistas simplemente no creen en el infierno. Han abandonado esa parte de la fe como si fuera un trasto viejo, estropeado e inservible, sin darse cuenta de que con la verdad y la fe no se negocia, es todo o nada. Como ya enseñaba Santo Tomás, no se pueden escoger algunas verdades o partes de la fe más agradables y rechazar otras, porque quien lo hace, en realidad, está abandonando la fe por completo y sustituyéndola por sus propias opiniones.
Esto está claro para cualquiera que conserve aún la fe católica. ¿Qué pasa sin embargo con esa idea que se ha ido extendiendo en ámbitos pretendidamente ortodoxos de que podemos, e incluso debemos, esperar que el infierno esté vacío? Es justamente lo que el mismo Papa Francisco acaba de afirmar al ser entrevistado en un programa de la televisión italiana: “Me gusta pensar que el infierno está vacío. Sí, es difícil imaginarlo. Esto que digo no es un dogma de fe, sino una cosa mía personal: me gusta pensar que el infierno está vacío. ¡Espero que así sea!”.
A primera vista, es una posibilidad admisible para un católico. A fin de cuentas, la Iglesia ha canonizado a muchos santos, asegurándonos que están en el cielo, pero no tiene “anticanonizaciones” para declarar que una persona concreta está en el infierno. Además, la Escritura enseña que Dios quiere que todos se salven, de modo que nosotros debemos desear lo mismo. ¿Qué persona razonable puede desear que alguien se condene? Por lo tanto, mientras defendamos la existencia del infierno como posibilidad, parece razonable y hasta encomiable esperar y confiar en que, en la práctica y por la misericordia de Dios, esté vacío, ¿no? No.
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