En el artículo anterior, la conversación sobre los nuevos ornamentos litúrgicos encargados para la catedral de Notre Dame, en París, desembocó en una discusión sobre la liturgia antigua y la liturgia nueva, como ya ha sucedido anteriormente con múltiples otros temas. Esas discusiones, aunque interesantes, suelen ser poco productivas por la imprecisión de los términos utilizados (¿de qué sirve discutir sobre si se creó un nuevo rito o no sin haber definido antes lo que constituye un rito?), el lógico desconocimiento de muchos lectores sobre un tema tan inmenso como es la historia de la liturgia o la confusión entre aspectos esenciales y accidentales de la liturgia, entre otros muchos obstáculos para que la discusión pueda llegar a buen puerto (o, simplemente, a algún puerto).
A mi juicio, sin embargo, el principal problema de esas discusiones es el enfoque, que a menudo se restringe demasiado a las cuestiones litúrgicas, cuando lo que se está analizando es un proceso mucho más amplio. La vida de la Iglesia es inmensamente rica y la liturgia es solo un aspecto de ella. Un aspecto importantísimo o, mejor dicho, esencial, pero solo un aspecto. Del mismo modo que un buen médico, al considerar los problemas de un órgano, tiene también en cuenta todos los demás y su interacción, la consideración de los problemas litúrgicos de la Iglesia debe considerarse en conjunto con los demás problemas que está sufriendo en este tiempo de grave crisis.
No es casualidad que, además de problemas litúrgicos, resulten evidentes en la Iglesia los considerables problemas disciplinares, de fe, pastorales, de apostasía masiva, de mundanidad galopante, de autoridad, de teología, de moral e incluso de identidad, conocidos por todos los que siguen, aunque sea someramente, los asuntos eclesiales. No son problemas separados que, de alguna forma, han coincidido en el tiempo por azar, sino aspectos múltiples de un único y grave mal que aqueja hoy a nuestra madre la Iglesia.
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