Hace unos días, un lector recordaba en el blog el viejo chiste eclesiástico. Un dirigido espiritual (seglar o seminarista, según las versiones) le pregunta al director espiritual: ¿Padre, puedo fumar mientras rezo? “No, hijo mío”, le responde el sacerdote, escandalizado. “Eso sería una tremenda falta de respeto. Estás dirigiéndote a Dios todopoderoso y sería indigno que lo hicieras con un cigarrillo en los labios”. El dirigido se queda pensando sobre el asunto y, al día siguiente, le pregunta al sacerdote: “Padre, ¿puedo rezar mientras fumo?” “¡Por supuestísimo!”, le dice el clérigo con una gran sonrisa. “Todas las ocasiones son buenas para rezar. Reza siempre que fumes y te estarás ganando el cielo al hacerlo”.
El chiste, aunque ya sea muy conocido, tiene su gracia, pero lo que me sorprende es que, a menudo, se cuenta dando a entender que tiene una moraleja más o menos relativista: todo es según el color del cristal con que se mira, las cuestiones dependen de la forma en que se planteen, todos sabemos que da igual rezar fumando que fumar rezando, la hipocresía del director espiritual, etc.
Digo que me sorprende ese enfoque porque, si algo enseña el chistecillo es exactamente lo contrario. En efecto, lo que salta a la vista al contarlo es que las dos cosas de las que se habla, fumar y rezar, son cualitativamente distintas. Más aún, infinitamente distintas. De otro modo el chiste no tendría gracia. Basta sustituirlas por leer y respirar o por escuchar música y descansar, por ejemplo, y vemos que la historia pierde toda su gracia. Instintivamente sabemos que no se puede poner a Dios y a cualquier otra cosa en el mismo plano, mientras que ninguno de nosotros encontraría una diferencia sustancial entre descansar mientras se escucha música y escuchar música mientras se descansa. En cambio, cuando se trata de hablar con Dios, hay algo que no cuadra y crea la extrañeza en la que se basa el chiste.
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