Niño chico, milagro grande
Hace unos días mi hijo menor hizo su primera confesión, así que estuvimos hablándole sobre ese tema. Primero, para asegurarnos de que había entendido bien la mecánica, claro, y evitar que le contara al sacerdote los pecados de sus hermanos o algo así, pero ante todo para que comprendiera la importancia del sacramento, lo que era el perdón de los pecados y por qué se perdonaban, entre otras muchas cosas.
Mientras su madre y yo le estábamos explicando todo esto, pasó algo muy curioso: me quedé admirado de lo que decíamos. Ya sé que parece que no tiene sentido admirarse de algo que uno mismo está diciendo, pero el lenguaje sencillo que se usa con los niños tiene la virtud de ir al grano, a la realidad de las cosas, que es la que suscita la admiración.
El perdón de los pecados, como le decíamos a Tomás, es un milagro. Pero un milagro de los grandes, de los que quitan el hipo y son requetemilagrosos, no un milagrito como dar la vista a un ciego o convertir el agua en vino. A fin de cuentas, la medicina podría avanzar lo suficiente para curar a un ciego de nacimiento y en las viñas se convierte todos los años en vino el agua de la lluvia. En cambio, el perdón de los pecados es algo que está reservado únicamente a Dios.