InfoCatólica / Espada de doble filo / Categoría: Signos de esperanza

19.09.23

Los buenos curas

Este verano vino a visitarnos un amigo sacerdote, simplemente para estar un rato con nosotros y comprobar cómo estábamos. Pasamos un rato agradable en el jardín, merendando mientras charlábamos de mil y una cosas, desde acontecimientos familiares hasta el estado de la Iglesia.

Mientras le escuchaba hablar, me quedé pensando en lo asombrosos que son los buenos curas. No me refiero a las cualidades humanas, porque unos las tienen y otros no, como todo el mundo, sino a su cualidad sobrenatural de ser milagros andantes. Con su sola presencia, transforman el mundo a su alrededor. Y me refiero a los curas normales, los que simplemente hacen lo que deben hacer: esos son los curas buenos.

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25.05.23

20.03.23

Por un instante, la eternidad

Casi todos los días tengo que hacer treinta o cuarenta kilómetros con el coche muy pronto por la mañana, cuando otros más afortunados aún están durmiendo. El trayecto pasa junto a un edificio de apartamentos aislado, sin otras edificaciones cerca, sobre una colina bastante alta a la vera de un río. A pesar de su ubicación pintoresca, no es nada del otro jueves: debió de construirse en los años setenta u ochenta y es el típico paralelepípedo de cemento, cristal y ladrillo que sobreabunda en las ciudades de hoy.

En otoño e invierno, la oscuridad de la noche echa un caritativo velo sobre el edificio de apartamentos, mejorando bastante el paisaje. Cuando el trayecto es durante el día, en primavera y verano, la vista pasa sin detenerse sobre la construcción insulsa y prescindible o, como mucho, se detiene brevemente en ella y uno refunfuña por lo bajo por la falta de belleza que parece aquejar a nuestra sociedad moderna.

Hay un día al año, sin embargo, o a lo sumo dos, en que todo cambia y el edificio de apartamentos se transfigura, se hace glorioso.

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6.03.23

Arte de bien morir

Recuerdo que, en cierta ocasión hace unos años, durante la homilía de la Misa, el sacerdote se dirigió a una señora a la que iban a operar al día siguiente del corazón y le dijo: mañana te operan y es muy posible que te mueras, así que tienes que estar preparada. Aquello me impresionó vivamente, porque nunca había oído a un sacerdote hablar con esa claridad y naturalidad de la muerte. Aquella señora podía perfectamente morirse y lo sensato, lo razonable y lo cristiano era animarla a que estuviera lista para ello.

Cualquiera que haya leído algunos libros religiosos antiguos se habrá dado cuenta de que los católicos de otras épocas hablaban a menudo de la muerte, reflexionaban sobre ella y, sobre todo, se preparaban para ella, conscientes de lo importante que era tener una muerte cristiana. Hoy, en cambio, es un tema que apenas nunca se trata en homilías, catequesis, libros de espiritualidad y devocionarios. Y, si se menciona, suele de forma eufemística, dando por supuesto que todos vamos a ir al cielo, que si nos morimos será dentro de muchos años y que no hay que pensar demasiado en el asunto.

Si bien es comprensible que el mundo poscristiano y desesperanzado no quiera hablar de la muerte, resulta descorazonador que suceda lo mismo entre los católicos. ¿A qué se debe este silencio de los católicos sobre la muerte? Se podrían mencionar muchas causas, pero voy a dejar que responda a la pregunta San Roberto Belarmino, con la clarividencia que le caracteriza:

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3.10.22

La parábola del caos litúrgico

Todos los días vemos parábolas. El mundo está lleno de ellas y, si no las aprovechamos, es porque no queremos. Cuando nuestro Señor predicó, no solo nos dejó el medio centenar de parábolas que aparecen en los Evangelios, sino también nos enseñó a entender todo lo que vemos a nuestro alrededor como una parábola que Él mismo ha puesto ahí. No hay nada en este mundo que no nos hable de Dios si sabemos verlo como realmente es, incluso las circunstancias y sucesos que de algún modo parecen apuntar en dirección contraria.

Hace unos días, en una Misa de diario, me tocó ir en la fila para comulgar detrás de un señor de esos que consiguen crear el caos litúrgico. Había dos filas y el señor retrasaba tanto la nuestra que solo llegaban los de la otra a comulgar, el cura no sabía lo que pasaba y estiraba el cuello para averiguarlo, los de la otra fila dudaban si pasar a la nuestra y adelantar, algunos se chocaban con los que tenían delante y, en general, todo el mundo estaba distraído.

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