El oro, incienso y mirra de la cuaresma

Una de las cosas que más me fascinan de la Sagrada Familia de Barcelona es el profundo simbolismo de cada detalle del templo expiatorio. Cada pequeño adorno parece estar pensado y tener su sentido especial.

A pesar de ciertas cuestionables desviaciones del plan original, por todas partes se encuentran muestras de la intensa vida espiritual de Gaudí. Una de estas muestras que me llamó la atención la última vez que estuve en Barcelona fue el paralelismo trazado por Gaudí, en las inscripciones de un muro, entre los regalos que llevaron los magos al Niño recién nacido en la primera Navidad y las prácticas que aconseja la Iglesia para vivir la Cuaresma:

ORO – LIMOSNA

INCIENSO – ORACIÓN

MIRRA – AYUNO

Este paralelismo es muy profundo (tiene mucha miga, como decimos los españoles) y creo que puede ayudarnos a entender mejor lo que es la Cuaresma.

Como todos sabemos, porque la liturgia navideña lo explica muy bien, los dones de los Reyes Magos más que propiamente regalos son testimonios de fe y así lo ha entendido siempre la Iglesia. El oro reconoce a Cristo como Rey de Reyes y Señor de los Señores. El incienso, que se ofrecía a Dios en el Templo de Jerusalén, es signo de la adoración al Niño como Hijo de Dios y un solo Dios con Él. La mirra, un precioso ungüento, profetiza ya su muerte por nuestra salvación, haciendo referencia tanto al vino mezclado con mirra que ofrecieron a Cristo en su pasión (Mc 15,23) como a los ungüentos con que era costumbre enterrar a los muertos.

¿Qué relación tiene esto con la limosna, la oración y el ayuno? Ante todo, nos muestra que esas prácticas de cuaresma no son una forma de conseguir medallitas cuaresmales que nos permitan estar satisfechos de nosotros mismos: dos medallitas de limosna ganadas con los céntimos que llevaba en el bolsillo, tres medallas de oración y una medalla de ayuno (simbólico, que el otro cuesta mucho). Son algo mucho más sencillo, profundo y a la vez terrible. Al igual que los regalos de los magos, la limosna, la oración y el ayuno son actos de fe,que la Iglesia nos invita a hacer de forma especial en cuaresma.

La fe es algo terrible, porque implica salir de la propia tierra, como hizo Abraham, dejando la rutina, las propias seguridades y esa vida cómoda y a nuestra medida que nos hemos organizado. Así lo hicieron los Reyes Magos: dejaron su tierra y fueron a una tierra extraña que el Señor les mostró mediante su estrella. Como signo y expresión de esa fe, entregaron oro al Niño, reconociendo su realeza. Lo mismo hace nuestra limosna, que reconoce que no somos los reyes de nuestra propia vida. Nuestro dinero no es nuestro, nuestra casa no es nuestra, las mismas ropas que vestimos no son nuestras, sino que todo es de Dios. ¿Es que no sabéis […] que no os pertenecéis? ¿Qué tienes que no hayas recibido? No vivimos para hacer nuestra voluntad. Si vivimos, vivimos para el Señor; si morimos, morimos para el Señor.

Nuestro corazón está hecho para Dios, para que Él reine allí de forma absoluta y sin rival. Sin embargo, casi inevitablemente nos aferramos al dinero y expulsamos a Dios de su trono para entronizar en nuestro corazón al vil metal. No podéis servir a Dios y al dinero. Nosotros ya sabemos todo eso, pero el problema es que el dinero es “contante y sonante”, es tangible e inmediatamente nos recompensa por adorarlo, así que nos cuesta mucho soltarlo. Por eso la limosna es un acto de fe y, al igual que todos los actos de fe, duele (en este caso, lo que duele es el bolsillo, principalmente). Necesitamos desesperadamente recordar que sólo Dios es Rey de nuestra vida y de nuestro ser. Si perdemos la oportunidad de recordarlo esta cuaresma, seremos como sonámbulos que no saben a dónde van ni para qué se levantan cada mañana.

El incienso que los Magos ofrecieron en el Portal era, asimismo, un acto de fe en la divinidad de Cristo. Del mismo modo que el Sumo Sacerdote ofrecía incienso a Dios en el Templo, ellos se lo ofrecieron a su Hijo, en el pobre establo que había elegido para nacer. Para nosotros, en la Cuaresma, ese acto de fe se realiza mediante la oración, especialmente la adoración, a imagen de los tres sabios de Oriente que adoraron al Niño Dios en Belén.

El mundo ha olvidado lo que significa la adoración. Entiende más o menos la oración de petición (que identifica con “pedir deseos”), pero le resulta incomprensible pasar tiempo en adoración, es decir, en una oración que no “sirve para nada”, que no está destinada a obtener algo tangible. En ese sentido, la oración de adoración es un poderosísimo gesto de fe, porque no está destinada al “crecimiento interior”, la “meditación espiritual” o la “serenidad y la paz” que tantos buscan por medio de técnicas más o menos orientales, sino que mira única y exclusivamente a Dios. Como los Magos renunciaron a sus dioses al ofrecer incienso al único Dios, nuestra adoración proclama ante el mundo (y lo que es más importante, ante nosotros mismos) que sólo hay un Dios. Al postrarnos en adoración, estamos repitiendo las palabras que nuestros padres en la fe han proclamado desde hace tres mil años: Escucha, Israel, el Señor nuestro Dios es un solo Dios. Amarás al Señor tu Dios con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria, se las repetirás a tus hijos, hablarás de ellas estando en casa y yendo de camino, acostado y levantado.

En ese sentido, la oración, como toda la Cuaresma, reorienta nuestra vida hacia el Sol que nace de lo alto, poniendo de nuevo en el centro de nuestro ser al que es el único Centro del universo. Hace que dejemos de mirarnos a nosotros mismos y vuelve nuestra mirada al cielo, permitiendo que nos dediquemos a aquello que realmente desea nuestro corazón y que es nuestra vocación y nuestra única felicidad: la adoración a Dios.

La mirra traída por los Reyes, finalmente, fue un anuncio profético de la muerte de Cristo por nuestra salvación. Algo que apenas podía imaginarse humanamente en el momento del nacimiento del Niño y que incluso parecía contradictorio con el oro y el incienso que también habían ofrecido a Jesús. Si el Mesías era Rey de Reyes y además era Dios, ¿qué sentido tenía un anuncio de su muerte y sufrimiento? Sólo la fe podía entender el sentido de ese regalo.

Hoy, el acto de fe del ayuno nos recuerda lo mismo: en la cruz está la salvación. No hay salvación sin cruz. Quien quiera salvar su vida, la perderá; mas quien pierde su vida por mí, ese la encontrará. ¿Por qué los cristianos de hoy no ayunan? Porque ya no tienen fe y aborrecen la cruz. Ayunar es un acto radical de fe, que implica cambiar lo que se ve (y se come) por lo que no se ve (pero alimenta verdaderamente el alma). A nadie le gusta ayunar; ayunar es morir un poco. Sin embargo, por la fe sabemos que si con Él morimos, viviremos con Él y, si con Él sufrimos, reinaremos con Él. Ayunando besamos la bendita cruz de nuestra salvación, en lugar de limitarnos a soportarla resignadamente, porque la fe lo cambia todo.

Por supuesto, donde está la fe siempre están sus hermanas, la esperanza y la caridad. Estos actos de fe de los que hemos hablado están inmediatamente ligados a actos de esperanza (manifestada sobre todo en el ayuno, en privarse de algo por la esperanza de un Bien mayor) y de caridad (que tiene en la oración su origen y fin últimos y tiene una expresión inmediata en la ayuda a nuestros hermanos mediante la limosna).

En esta Cuaresma, el Señor nos pregunta una vez más: Y vosotros, ¿quién decís que soy yo? A esta pregunta, Pedro respondió con un acto de fe. Lo mismo hicieron los Reyes Magos en la primera Navidad. Y lo mismo nos toca a nosotros hoy: hacer con la oración, la limosna y el ayuno nuestro propio acto de fe en que Cristo es el Mesías, el Hijo del Dios vivo, el que anunciaron los profetas y prefiguraron los patriarcas, el Rey de reyes y Señor de los señores, el más hermoso de los hombres, el único que puede salvarnos, el único que puede saciar nuestro corazón, el deseado de las naciones, el Príncipe de la Paz que ha de gobernar con cetro de hierro a las naciones de la tierra, el León de Judá fuerte, poderoso y manso, el que monta en un caballo blanco y lleva una espada para herir, el que hemos estado esperando toda nuestra vida, el Alfa y el Omega, el que estaba muerto y vive para siempre. A Él sea la gloria por los siglos.

5 comentarios

  
Mas
Yo en los ayunos que antes hacía, me ponía más tenso que la cuerda de un violín. Leí sitios donde decían que tal vez lo hacía mal, pero igualmente, sea por síndrome de abstinencia o lo que sea me ponen muy tenso, incisivo y si no hiriente. Luego leí en las sentencias de los padres del desierto esto que me ayudo:
«Una dura abstinencia puede ser sugerida por el demonio, pues
también sus secuaces la practican. ¿Cómo distinguiremos, pues, la abstinencia de procedencia
divina, la verdadera, de la tiránica y diabólica? Evidentemente por la moderación. Guarda
durante toda tu vida una misma regla para tu ayuno. No ayunes cuatro o cinco días seguidos
para perder luego tu virtud con abundantes comidas. Esto alegra al demonio. Lo que se hace
sin mesura es corruptible. No gastes todas las municiones de una sola vez, si no quieres verte
desarmado y ser hecho prisionero. Nuestro cuerpo es el arma y nuestra alma el soldado. Vigila
al uno y a la otra, para que estés preparado para cualquier eventualidad».
09/03/16 4:41 PM
  
Bruno
Mas:

Al margen de su caso personal, que no conozco, es difícil que hoy en día se abuse del ayuno por exceso. Basta leer el texto citado: habla de no comer nada durante cinco días seguidos. ¿Quién ayuna así hoy? ¿Una persona entre un millón?

Más bien, el problema suele ser el contrario. Estamos tan poco acostumbrados a ayunar y tan habituados a darnos absolutamente todo lo que pide el cuerpo que, cuando ayunamos, nos agobiamos y no podemos pensar en otra cosa. Eso es muestra de que tenemos que ayunar más frecuentemente, no menos, para recordar a nuestro cuerpo y a nuestra mente que no sólo de pan vive el hombre. Y si eso hace que estemos un poco irritables, no pasa nada. A fin de cuentas, más irritables estamos cuando hacemos dieta o dejamos de fumar y a nadie le parece extraño.

Otra cosa diferente (y de esto habla el artículo) es que conviene ayunar mirando a Dios y no a nosotros mismos. Si nos pasamos el tiempo de ayuno mirándonos el ombligo, no podremos evitar obsesionarnos con el hambre. En cambio, si ayunamos como un acto de fe, poniendo los ojos en Dios sin distraernos, ese hambre se convertirá en hambre de Dios.

Saludos.
09/03/16 6:19 PM
  
Pedro
Bruno, hola
A propósito de la Adoración, urge alguna entrada que puedas hacer sobre la oración, tipos, niveles, desde la Oración de petición, vocal, mental, contemplativa...
Que poco predica la Iglesia, y que poco se conoce la oración mental, donde el Señor te habla en el silencio mediante mociones a la inteligencia y la voluntad -facultades volitivas-, sin duda lo que más agrada al Señor.. Supongo q es lo más parecido a la adoración ante un Sagrario...,

Saludos y feliz Pascua
09/03/16 10:44 PM
  
Bruno
10/03/16 12:20 AM
  
Charo García
¡ A M E N ! ♥️
¡ Gloria a Ti Señor Jesús ! ✝️
(…) Sé que a través de la oración de adoración., es posible llegar a sentirse ‘como niños otra vez’. 💖
07/01/23 2:56 AM

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