La Semana Santa y Marrakech
Cuando llega la Semana Santa, suelo acordarme de Marrakech. Como veo que esto suena algo extraño, explicaré que, al acercarse la Semana Santa, lo que hago es acordarme de la parábola evangélica de los jornaleros y eso inevitablemente despierta en mí los recuerdos de Marrakech. Curiosamente, tuve que viajar a un país musulmán como Marruecos para que la parábola de los jornaleros que empezaron a trabajar por la mañana, al mediodía y a media tarde se convirtiera en algo concreto y tangible en mi mente.
Al contratar nosotros mismos el alojamiento en lugar de utilizar una agencia de viajes, no reservamos un hotel caro en la parte más turística de la ciudad, sino uno más económico y modesto junto a la estación de autobuses, cerca de Bab Doukkala. Desde nuestra ventana, para nuestra desilusión, lo único que se podía ver era una enorme plaza más bien poco atractiva. Después de la primera noche en el hotel, nuestro interés se reanimó al descubrir que esa gran plaza era el lugar en el que se reunían los jornaleros para esperar a ser contratados, igual que en el Evangelio.
Esto es algo que antaño, todavía cuando mis padres eran pequeños, también era común en España, al menos en los pueblos. Ahora, prácticamente ha desaparecido en nuestro país, pero en Marrakech seguía siendo habitual y grandes cantidades de obreros de todo tipo se reunían frente a nuestro hotel, con la esperanza de que alguien necesitara de sus servicios.
Poco después de comenzar el día, llegaban los jornaleros. Cada uno con las herramientas propias de su oficio, muchas o pocas según sus posibilidades económicas. Unos llevaban una caja de herramientas, otros su paleta de albañil y algunos no tenían más que una simple brocha de pintor o sus propias manos.
La mañana era bastante alegre y, sobre todo, esperanzada: los obreros llegaban, se saludaban unos a otros y no dejaban de charlar animadamente. Conforme iba pasando el día, muchos de ellos iban siendo escogidos y marchaban a su tarea. El número de los jornaleros disminuía, el calor aumentaba y los que quedaban seguían sentados y esperando, esperando, siempre esperando. Al caer la tarde, sólo permanecían allí los menos hábiles, los débiles, los sin suerte, los desechados en suma; ninguno tenía muchos ánimos para hablar.
Antes de ver todo esto, la parábola de los jornaleros era para mí una especie de historia remota con moraleja, con un contenido puramente abstracto. Aquellos días en Marrakech, presencié la terrible angustia de aquellos obreros que contemplaban impotentes cómo se les iba escapando la vida minuto a minuto, porque el que no trabajaba no comía o al menos no ganaba dinero para comer aquel día. A fin de cuentas, jornalero viene de jornada, es decir, de día, del jornal de un solo día, porque los jornaleros cobraban el día que trabajaban y, si un día no trabajaban, se quedaban sin cobrar.
Aún peor era imaginar la llegada a casa de esos que no habían sido contratados, con los hombros caídos y la cabeza gacha, sin atreverse a levantar la vista, avergonzados por no haber dado la talla. Sus mujeres no necesitarían preguntarles nada, porque bastaría con verles la cara para saber que, al día siguiente, no habría dinero en la casa para comprar nada y tendrían que rebuscar en la alacena o pedir algo de comer prestado a la vecina.
Acordarme de estas cosas me resulta muy útil al llegar la Semana Santa, porque el fin de la Cuaresma siempre tiene cierto sabor a la parábola de los jornaleros. Cuando se acerca el final del tiempo de gracia, del tiempo que se nos da para escuchar la llamada del dueño de la viña, uno se da cuenta de lo poco (o nada) que ha conseguido, de lo inadecuadas que eran sus fuerzas y lo débil que ha demostrado ser su voluntad un año más. El tiempo pasó, voló y no nos hemos convertido. La vida eterna que necesitábamos se nos ha escapado y este año no tendremos qué comer. Quizá otros a nuestro alrededor han sido llamados y han escuchado la llamada de la conversión, mientras que nosotros, menos hábiles o distraídos con otras cosas, nos hemos quedado sentados, perdiendo poco a poco la esperanza…
Y perder la esperanza es justo lo que no hay que hacer. Para el Señor, un día es como mil años y mil años como un día. Dios no sería Dios si fuese incapaz de darnos su gracia en menos de cuarenta días. El dueño de la viña sigue necesitando viñadores y no le importa que la tarde esté cayendo y que los jornaleros que quedan seamos los más torpes. Si la Cuaresma es tiempo de gracia, la Semana Santa, que es su culminación, es tiempo de milagros.
¡Animo a los pobres, ciegos y cojos! Dios hace milagros y, quizá, teniendo misericordia en el último momento de los que somos más débiles, pueda manifestarse este año su gloria.
10 comentarios
Los jornaleros en este caso son inmigrantes, supongo que tanto legales como ilegales, que esperan a ver si alguien les contrata para el día, como mano de obra poco cualificada.
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