Diásporas inaceptables
Al excelente artículo de D. César Vidal de ayer en la Razón hay poco que añadir. Efectivamente, el poder político en Vascongadas se ha metido donde no le llamaban, y la tentación está en extender y generalizar a todo el conjunto de obispos, párrocos y sacerdotes.
La memoria, cosas que tiene uno, no me suele fallar con los números y de 600 sacerdotes, solo 131 se ‘lucieron’ firmando el manifiesto anti-Munilla. Y eso que algunos ni siquiera querían firmar, los muy valientes… Pero Don José Ignacio Munilla es la punta de un iceberg tan silencioso y discreto cuanto es grande la ignominia que han sufrido en su propia tierra: la de los sacerdotes que se han visto forzados al “exilio", a “emigrar” al resto de España para poder seguir formándose y predicar como sacerdotes católicos, y no como nacionalistas de púlpito. Más que al obispo, los 131 impresentables que firmaron ese manifiesto, y todo aquel que lo justificara, temen el retorno de los hermanos a los que echaron con amenazas de un futuro incierto, cuando no por la propia coacción de la violencia.
El diario El Mundo cifra el “exilio vasco” en 119.000 personas. Es un perfil muy amplio: desde estudiantes a empresarios y todo entre medias. ¿Cuántos sacerdotes hay entre ellos? Más que suficientes para gobernar holgadamente la diócesis de Guipuzcoa, eso lo tengo claro.
Por eso, cuando los principales diarios nacionales hablan de un “desplante” de la cúpula de la diócesis, sin saber demasiado como funcionan estas cosas (y es que uno se entera de bastantes cosas preguntando y contrastando los datos), pues nos encontramos los titulares de hoy en la prensa. De un becario o de uno que no frecuente estos temas, es una falta perdonable. De un periodista que lleva bastante más tiempo que este menda escribiendo sobre Iglesia, es para preguntarse si es error o intenta engañar a sus lectores. No hay nada peor para un hombre que dejar de exigirse a sí mismo.
Sea como fuere, el caso es que hay motivos por los que una persona no debería abandonar su tierra. El terrorismo y el nacionalismo son parte de ellas. Todo cuanto se contruye bajo la tiranía y la coacción termina siendo el preludio de una sangría aún mayor. Mucha Euskal Herría, pero lo que construyen así no es una nación, ni siquiera un estado, sino un ente mafioso, que con el tiempo ha mostrado su verdadero rostro en gente que está dispuesta a todo por matar, y no hace más porque no se les deja.
Esa misma fuerza amenazaba con destruir lo que quedaba de Iglesia en Vascongadas. Por medios ya habituales en lo más rancio del irónicamente nombrado modernismo eclesial. Monseñor Munilla es un soplo de aire fresco, como lo van a ser los próximos seminaristas y sacerdotes que le sigan. No es el único, para desdicha de los del hacha y la serpiente, porque hay muchos más con él que contra él.
Los 131 firmantes tienen la oportunidad de redimirse, porque en la Iglesia todo se perdona, y la reconciliación está sacramentada en la Confesión. No digo que se cese de facto a los que se atrevieron a tal acto, pues ya les quedan pocas misas para emponzoñar a los pocos fieles que les quedan, pero sí invitarles a que reconsideren esa adhesión. De momento, Monseñor Munilla no viene con ánimo de cortar cabezas. No se pone, en suma, a su nivel.
El 9 de enero pasado ha comenzado un nuevo capítulo en la historia vasca. Y es el del principio del fin de un intento de anexión a la Iglesia por una ideología totalitaria. Por cerca de cuatro décadas se han refugiado en el silencio, en la omertà de sus conciudadanos, pero ha llegado la hora de sacar la basura y que venga el camión a recogerla. Y hay que empezar por nuestro propio patio.
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