La defensa de la educación católica (II)
Hace algunas semanas publiqué la primera parte de las reflexiones al hilo de las palabras del Cardenal Robert Sarah en Madrid sobre la educación en la misión de la Iglesia. Presento ahora la segunda parte, aunque con un poco de retraso.
5. El mundo contra la educación católica
Con la llegada del llamado Siglo de las Luces creció el interés por la extensión de la educación dentro de los poderes seculares pero, simultáneamente, apareció el movimiento que buscaba excluir la fe, especialmente la católica, del ámbito educativo. De todos es sabido que las principales figuras de la Ilustración destacaron por su anticlericalismo, especialmente los llamados enciclopedistas. Sin embargo, los ilustrados, con su concepto reduccionista y exclusivista de cultura, no llegaron a crear una estructura educativa que pudiera competir con la actividad de la Iglesia en este campo.
Las reformas ilustradas que se extendieron por Europa, inspiradas y promovidas por la masonería, buscaron entonces atacar a las congregaciones religiosas, que copaban el ámbito de la enseñanza católica. Fue un proceso largo que alternó distintos métodos, desde la difusión de prejuicios contra los religiosos, incluso desde un supuesto sentir católico, hasta la supresión de congregaciones y el destierro de los regulares. Por ejemplo, en 1764 escribía Jerónimo Grimaldi, político al servicio de Carlos III:
«Los frailes no tienen patria. Desde el momento en que profesan se deben mirar como extranjeros, sino como enemigos del Estado donde nacieron. Es una milicia en la que los papas han hallado el secreto de mantener a costa de los mismos pueblos a quienes hacen la guerra. Ni son españoles, napolitanos ni franceses, son romanos donde quiera que se hallen. La Europa Católica ha estado ciega muchos siglos dejando propagar sin medida este carcoma que la roe interiormente, y quizá cuando quiera moderarle o exterminarle no ha de poder conseguirlo.» (Citado en Maximiliano Barrio Gozalo, «Reforma y supresión de los regulares en España al final del Antiguo Régimen (1759-1836)», Investigaciones históricas (20) 2000, pp. 90-118, aquí p. 95.)
Es en esta época en la que se expulsa a los jesuitas de muchas naciones católicas, hasta llegar a la disolución de la Compañía en 1773. Por supuesto, la supresión y expulsión de religiosos de distintas congregaciones conllevaba la incautación de sus bienes por parte del Estado. Estos bienes, en los muchos casos en que estaban puestos al servicio de la educación popular, solían engrosar las propiedades de los poderosos del momento, los cuales, a su vez, se preocupaban de difundir el mito de que la Iglesia había condenado a la humanidad a la ignorancia, junto con la mayoría de los prejuicios acerca de la confesionalidad religiosa de la escuela que se arrastran hasta hoy.
El daño que supuso esta persecución a los religiosos para la alfabetización y la educación de los humildes es casi imposible de valorar. Hay que pensar, por ejemplo, en la multitud de colegios que los jesuitas y otros religiosos tenían en las zonas más humildes de los dominios españoles en América. No es de extrañar que sea en esta época en la que se prohíbe la enseñanza a los indios en sus propias lenguas. Así lo hizo Carlos III en una cédula de 1770, condenando a los no criollos a la privación de una educación accesible y al desarrollo de su propia cultura.
Muchas veces se ha tratado de representar la Revolución francesa como un proceso disruptivo con las estructuras y la mentalidad inmediatamente anteriores. Pero vemos que esto no fue así, sino que las ideas y la barbarie que desde Francia se extendieron por el mundo, el odio contra la religión, el exclusivismo de la cultura europea, el racionalismo excluyente y el absolutismo del Estado eran ya una realidad décadas antes del estallido de violencia que marcó la entrada en la Edad Contemporánea.
La llegada de la Revolución, la expansión Napoleónica y las reformas llamadas «liberales» en las naciones todavía católicas fueron una continuación del proceso ya iniciado, y que se centró en la lucha contra la escuela católica. Las desamortizaciones llevadas a cabo en España durante el s. XIX tuvieron consecuencias nefastas para casi todos, excepto para las haciendas públicas. Procesos parecidos se dieron en otros lugares de Europa, resultando la menor capacidad de la Iglesia para desarrollar proyectos educativos, lo que dio mucho más peso al papel del Estado.
Los procesos restauracionistas derivados del Congreso de Viena condujeron a muchos gobiernos de naciones católicas a apoyar la educación católica de forma general. Pero en este caso era claro que la educación dependía del Estado, con la consiguiente reducción de libertad de la Iglesia y las consecuencias trágicas que observamos hoy. En realidad, después de cada proceso restauracionista solía volver un periodo de persecución que agravaba el debilitamiento de la Iglesia y sus instituciones educativas. En España, por ejemplo, la Iglesia sufrió desde inicios del s. XIX hasta la II República hasta seis exclaustraciones generales de religiosos, con cierre de instituciones, encarcelamientos, prohibiciones de ejercer la enseñanza, venta de bienes eclesiásticos, etc. Por tanto, la situación de la Iglesia como agente educativo, supeditada al poder del Estado, fue siempre de gran debilidad.
En esta situación, el paso siguiente en la lucha contra la educación católica fue muy sencillo. La cosa volvió a empezar en Francia en la década de los 80 del s. XIX. El 28 de marzo de 1882 se declaró la educación primaria obligatoria, gratuita y secular. Se expulsó la enseñanza religiosa del horario escolar y progresivamente se eliminaron los signos religiosos de los colegios. Se fueron dando pasos para una escuela oficialmente atea. Las leyes de separación de la Iglesia y el Estado de 1905 fueron presentadas como defensa de la libertad religiosa, pero en realidad tenían una finalidad anticatólica que sus promotores no se preocupaban de esconder. La consecuencia fue la supresión práctica de la enseñanza católica, no sólo en la escuela pública, sino también en la privada.
Jean Sévillia ha descrito el proceso anticlerical de la III República en Francia, poniendo especial énfasis en la destrucción de la educación católica. En su crónica de los hechos comenta:
«Del 9 al 15 de julio de 1904, el Journal officiel anuncia el cierre inmediato de más de 2.200 escuelas. El 4 de septiembre, en Auxerre —en el curso de un discurso en el que anuncia su resolución de conducir a la separación de la Iglesia y el Estado—, Combes hace balance de su acción: se jacta de haber hecho cerrar, desde 1902, 14.000 instituciones educativas en poder de las congregaciones [religiosas], que serían más de cuatro quintas partes.» (Jean Sévillia, Quand les catholiques étaient hors la loi, p. 146-147)
A los religiosos se les dio la opción de secularizarse o exiliarse. La mayoría optó por lo segundo, produciéndose el éxodo de entre 30.000 a 60.000 religiosos.
Es cierto que las relaciones entre la Iglesia y el Estado Francés han mejorado mucho en las últimas décadas, siguiendo el principio de la «laicidad positiva» formulado por el presidente Sarkozy y destacado por el Papa Benedicto XVI en el contexto de su viaje a Lourdes de 2008. En el encuentro con las autoridades del Estado, el Papa observaba al respecto que:
«Es fundamental, por una parte, insistir en la distinción entre el ámbito político y el religioso para tutelar tanto la libertad religiosa de los ciudadanos, como la responsabilidad del Estado hacia ellos y, por otra parte, adquirir una más clara conciencia de las funciones insustituibles de la religión para la formación de las conciencias y de la contribución que puede aportar, junto a otras instancias, para la creación de un consenso ético de fondo en la sociedad.»
Sin embargo, los principios marcados por las leyes de separación han creado un paradigma que se ha hecho casi normativo en muchos otros países de antigua tradición católica, preparando así la situación en la que nos encontramos hoy. En 1877 León Gambetta realizaba en la Cámara de los Diputados su famosa denuncia: «le cléricalisme, voilà l’ennemi». Pero, como acertadamente señala Jean Duchesne:
«Dado que la Iglesia romana era ampliamente mayoritaria en Francia, “anticlericalismo” era una forma de evitar abiertamente llamar “anticatolicismo” a esta intención de marginar las expresiones de fe, hasta que se vuelvan invisibles o al menos insignificantes en el paisaje sociocultural.»
Una vez más se utilizan eufemismos para disfrazar (no con demasiado esfuerzo) la intención anticatólica de los que defienden la eliminación de la enseñanza católica bajo el pretexto de la libertad, la tolerancia y el respeto hacia las otras culturas o religiones.
En España el anticlericalismo llegó hasta el extremo en el periodo de la II República (1931-1936), con la destrucción de las mejores instituciones de enseñanza católicas, laicización de la escuela y expulsión de religiosos. Tras el triunfo del bando nacional en la Guerra Civil, el General Francisco Franco restituyó todas las instituciones educativas sustraídas por los gobiernos republicanos, confiando a la Iglesia Católica la formación moral e intelectual de los españoles. Actualmente, los obispos españoles han recompensado este gesto guardando absoluto silencio ante la profanación de su cadáver por parte del gobierno socialista de España.
6. La defensa de la educación católica
Teniendo en cuenta el panorama histórico que hemos esbozado, la Iglesia se encuentra en la actualidad con la obligación de desarrollar una fuerte labor de defensa de la enseñanza católica en todos los ámbitos. Esto quiere decir: defender el derecho de la Iglesia a estar presente en la educación privada, pero también en la pública, y esto en todas las etapas de la vida. La tarea de la enseñanza, en efecto, es muy amplia, como hemos señalado anteriormente, pero la Iglesia ha defendido que la labor más destacada es la realizada en la escuela. El Concilio Vaticano II lo expresa así:
«Entre todos los medios de educación, el de mayor importancia es la escuela, que, en virtud de su misión, a la vez que cultiva con asiduo cuidado las facultades intelectuales, desarrolla la capacidad del recto juicio, introduce en el patrimonio de la cultura conquistado por las generaciones pasadas, promueve el sentido de los valores, prepara a la vida profesional, fomenta el trato amistoso entre los alumnos de diversa índole y condición, contribuyendo a la mutua comprensión; además, constituye como un centro de cuya laboriosidad y de cuyos beneficios deben participar a un tiempo las familias, los maestros, las diversas asociaciones que promueven la vida cultural, cívica y religiosa, la sociedad civil y toda la comunidad humana.» (Gravissimum educationis, 5)
En este sentido, se puede distinguir entre la participación de la Iglesia en la escuela en general y la escuela católica específicamente. Hoy en algunos países, como España, la participación de la Iglesia en la escuela pública se limita prácticamente a la enseñanza religiosa escolar, aunque no siempre fue así. Por otro lado, siguen existiendo numerosas escuelas católicas, en las que se manifiesta, de manera particular, la presencia de la Iglesia en la enseñanza.
Un hito en la enseñanza de la Iglesia sobre la educación católica es la encíclica Divini illius Magistri, de la que hizo especial mención el Card. Sarah en la conferencia que ha dado pie a este comentario que estoy escribiendo. Espero poder dedicar algún artículo a comentar detenidamente este documento. Me limito aquí a citar lo dicho por el Card. Sarah:
«A lo largo del siglo XX, el Magisterio de la Iglesia, en varias ocasiones, se pronunció a favor de la educación católica en las escuelas. Y esto no solo por los repetidos ataques que sufrió en los siglos anteriores, sino especialmente porque los Romanos Pontífices vieron claramente que la tendencia hacia un control absoluto de la educación por parte de los estados podría convertirse en una herramienta ideológica que sería una amenaza para la libertad de la Iglesia y de la sociedad. Así, en 1929, en pleno auge del totalitarismo en Europa, el Papa Pío XI afronta la cuestión en términos que podrían responder perfectamente a los desafíos actuales. En primer lugar, señala que la educación es necesariamente obra del hombre en la sociedad, no del hombre aislado. Hay tres sociedades necesarias, establecidas por Dios, a la vez distintas y armoniosamente unidas entre sí, en el seno de las cuales el hombre nace. Dos sociedades son de orden natural: la familia y la sociedad civil. La tercera, la Iglesia, es de orden sobrenatural (Pío XI, Divini illius Magistri, n. 8).
Las tres sociedades se coordinan jurídicamente en función de sus propios fines. Primero, la familia, instituida inmediatamente por Dios, para la procreación y educación de los niños. Por esta razón, tiene una prioridad de naturaleza y, en consecuencia, una prioridad de derechos con respecto a la sociedad civil. Sin embargo, la familia es una sociedad imperfecta porque no tiene en sí misma todos los medios necesarios para alcanzar su propia perfección, mientras que la sociedad civil tiene, en sí misma, todos los medios necesarios para su propio fin, que es el bien común temporal. Tiene, por lo tanto, en este aspecto, es decir, en relación con el bien común temporal, la preeminencia sobre la familia, que encuentra precisamente en la sociedad civil la perfección temporal que le conviene. La tercera sociedad es la Iglesia. Es una sociedad de orden sobrenatural y universal, una sociedad perfecta porque tiene en sí misma todos los medios necesarios para su fin, que es la salvación eterna de los hombres. Tiene, por tanto, la supremacía en su orden.
Pío XI afirma que la Iglesia lleva a cabo su misión educativa en todos los campos y defiende firmemente que “es derecho inalienable de la Iglesia, y al mismo tiempo deber suyo inexcusable, vigilar la educación completa de sus hijos, los fieles, en cualquier institución, pública o privada, no solamente en lo referente a la enseñanza religiosa allí dada, sino también en lo relativo a cualquier otra disciplina y plan de estudio, por la conexión que estos pueden tener con la religión y la moral.”» (Divini illius Magistri, n. 18)
Quisiera añadir otro fragmento, no citado por el Card. Sarah, donde se recalca el papel de la autoridad civil en el campo educativo. En una postura que hallará perfecta continuidad con el magisterio posterior, Divini illius Magistri señala que esta misión de vigilancia no hay que entenderla en conflicto con la familia o la sociedad civil, sino en colaboración con las demás sociedades. Sin embargo, el Papa no era ingenuo. Ya se estaba viendo cómo el Estado muchas veces aprovechaba la amplitud de sus medios para imponer sus intereses ideológicos, sin atender al bien común de la sociedad. Por eso el Papa declara que:
«En materia educativa, la república tiene el derecho, o, para hablar con mayor exactitud, el oficio de tutelar con su legislación el derecho antecedente de la familia en la educación cristiana de la prole, y, por consiguiente, el deber de respetar el derecho sobrenatural de la Iglesia sobre esta educación cristiana.» (Divini illius Magistri, n. 37)
En Gravissimum educationis, el Concilio Vaticano II se pronunciaba en el mismo sentido, resaltando el papel del Estado en el cuidado de la educación, pero indicando la naturaleza subsidiaria de su acción, que excluye «cualquier monopolio de las escuelas, que se opone a los derechos nativos de la persona humana, al progreso y a la divulgación de la misma cultura, a la convivencia pacífica de los ciudadanos y al pluralismo que hoy predomina en muchas sociedades.» (Gravissimus Educationis, 6)
La doctrina del derecho antecedente de los padres sobre la educación de la prole tiene una larga tradición en la Iglesia. El Papa Pío XI cita aquí la autoridad de Santo Tomás de Aquino, que enseñaba que:
«El hijo es naturalmente algo del padre…; por esto es de derecho natural que el hijo, antes del uso de la razón, esté bajo el cuidado del padre. Sería, por tanto, contrario al derecho natural que el niño antes del uso de razón fuese sustraído al cuidado de los padres o se dispusiera de él de cualquier manera contra la voluntad de los padres.» (STh II-II, q. 10, a. 12, co.)
Es curioso que el Doctor Angélico señala esto al hablar del bautismo de los niños, recordando que la Iglesia no debe bautizar a niños sin el expreso deseo de sus padres. Si hay que respetar este derecho natural de los padres en algo tan importante para la salvación del niño como es el Bautismo, cuánto más habrá que respetarlo en la toda educación, especialmente en las cuestiones morales y religiosas. Santo Tomás establece una continuidad entre el origen del hombre, su crecimiento en virtudes y su educación intelectual. Estas tres cosas se unen en Dios, el cual puede, por tanto, ser llamado «maestro» en el sentido más pleno (Cf. De ver., q. 11, a. 1, co.). Pero también, al nivel de las causas segundas, se encuentran unidas en los padres.
Ha sido habitual en los regímenes totalitarios que el Estado, al apropiarse de todas las dimensiones de la sociedad, se adueñara de la educación de los niños con especial voracidad. El Estado, divinizado, se presenta como origen de todos los ciudadanos, y se arroga el derecho de decidir sobre la educación moral de los niños, viendo, al revés de lo que dicta la razón y la ley natural, a la familia como una institución subsidiaria y no prioritaria.
No debemos dejarnos engañar por el hecho de que los grandes totalitarismos de inicios del s. XX hayan fracasado, al menos en Europa. El Card. Sarah recuerda en su último libro, Se hace tarde y anochece, la afirmación de Benedicto XVI de que existe un hondo parentesco entre el espejismo comunista, la locura nazi y el liberalismo democrático tal y como lo conocemos hoy en día:
«Hay varios puntos fundamentales en los que coinciden estas tres ideologías. Pretenden lograr la felicidad del hombre, se quiera o no se quiera. El comunismo y el nazismo inventaron los campos de exterminio. La ideología liberal democrática se vale de la persecución mediática y del adoctrinamiento desde los primeros años de vida. Esas son las señales de una sociedad que se cree el único horizonte de la humanidad, la única referencia política, económica y social. Para esos totalitarismos, blandos o duros, los cristianos serán siempre un aguijón en la carne. Porque los cristianos son un recuerdo constante de que no estamos hechos para este mundo. ¡Nuestra patria es el cielo!» (p. 358)
En la situación actual, muchos gobiernos han asumido mediante el estado del bienestar el control total de la educación, extralimitándose en su función, que debería ser subsidiaria. Así se ve que son totalmente reacios a adoptar sistemas que podrían garantizar la libertad de las familias para elegir la educación que desean para sus hijos, sin que ello significara crear desigualdades sociales que priven a algunos de sus justos derechos. La Iglesia no establece un sistema concreto de colaboración entre Iglesia, gobierno y familias como único válido, pero sería necesario apoyar modelos que permitan la coexistencia de escuelas con su propia identidad, dentro de un contexto de una educación universal. Creo que la mejor manera de articular todo esto hoy en día es la del «cheque escolar», medida defendida en España únicamente por un partido político, agresivamente atacado por los medios de comunicación de la Conferencia Episcopal Española.
Los pastores no pueden permitir que la Iglesia sea sometida a un chantaje económico o regulador por parte de los gobiernos, que le impida ofrecer una genuina educación católica, libre de inferencias ideológicas ajenas a la voluntad de las familias. El Estado, al monopolizar la escuela contra la sabia advertencia del Concilio, podría forzar a la Iglesia a optar entre la fidelidad a la doctrina cristiana y el mantenimiento de convenios y subsidios sin los que la labor educativa se haría casi imposible. Los pastores han de ser valientes a la hora de la defensa de los derechos de la Iglesia, porque la voracidad ideológica del Estado se ha probado insaciable ya muchas veces en la historia reciente, y todo terreno perdido en esta batalla sería casi imposible de reconquistar.
Hay que tener en cuenta, además, que el conflicto con las autoridades civiles ya no se circunscribe a la enseñanza general, o a la escuela católica. Se quiere privar a la Iglesia incluso del derecho de predicar el Evangelio. No podemos ignorar que proclamar públicamente algunos párrafos del Catecismo hoy podría ser objeto de sanción, por ejemplo, en algunas regiones de España.
Por tanto, adaptarse a los deseos despóticos de algunos gobiernos, renunciando a la propuesta clara de la doctrina católica, con el objeto de mantener en funcionamiento instituciones educativas que ya no responden a sus objetivos, no solamente es perjudicial para la Iglesia, sino que podría ser incluso una traición a las familias cristianas que confían en dichas instituciones.
Muchos han pasado página ya del lamentable espectáculo que dimos los católicos cuando se impuso en la escuela española la llamada Educación para la Ciudadanía. Justo al revés de lo que había pasado cuando la imposición de la primera ley educativa totalitaria socialista, la LODE de 1983, los religiosos se plegaron totalmente a las exigencias ideológicas del gobierno, mientras que los obispos hicieron un amago de resistencia, que duró muy poco. Yo escuché a un arzobispo español, en una conferencia al clero de su diócesis, decir que «se llegaría a los tribunales» antes de que en uno de sus colegios diocesanos se impartiera Educación para la Ciudadanía, ni siquiera con el subterfugio utilizado por los religiosos de adaptarla, supuestamente, al ideario del centro. Pocos meses después, dicha asignatura se estaba impartiendo en todos los centros diocesanos, incluido el Seminario Menor, dejando de lado a los cientos de familias objetoras de conciencia que surgieron en la diócesis, siguiendo las indicaciones iniciales de los obispos. A dicho arzobispo se le escucharon abundantes elogios a algunos políticos socialistas con los que se tuvieron que negociar en aquellos años distintos temas económicos, que se saldaron muy beneficiosamente para la Conferencia Episcopal Española.
Por eso, la Iglesia, en su defensa de la libertad de enseñanza debe caminar de la mano de las familias, incluso cuando algunas familias utilicen esta libertad contra la educación cristiana de sus hijos. El Concilio Vaticano II exhorta principalmente a los padres, recordándoles, acerca del ministerio de sacerdotes y seglares en la escuela y las ayudas que pueden ofrecer: «la grave obligación que les atañe de disponer, o aun de exigir, todo lo necesario para que sus hijos puedan disfrutar de tales ayudas y progresen en la formación cristiana a la par que en la profana» (Gravissimum educationis, 7).
Será necesario recordar insistentemente a las familias su deber de vigilancia activa sobre la educación de sus hijos. El Papa Francisco ha señalado los poderosos intereses en juego alrededor de la educación de los niños, sobre todo en las cuestiones relacionadas con la ideología de género. Él mismo advertía, en un encuentro con obispos polacos, que:
«Hoy a los niños en la escuela se enseña esto: que cada uno puede elegir el sexo. ¿Por qué enseñan esto? Porque los libros son los de las personas y de las instituciones que dan el dinero. Son las colonizaciones ideológicas, sostenidas también por países muy influyentes. Y esto es terrible.»
Pero no podemos culpabilizar únicamente de la situación actual a las fuerzas ajenas a la Iglesia. Es comprensible que, en la medida en que se haya podido silenciar en la predicación católica la verdad de que el fin específico del matrimonio es la procreación y educación de la prole, se haya ido perdiendo la conciencia de la prioridad de derecho de la familia sobre el Estado a la hora de decidir sobre la educación de los hijos. Por tanto, es urgente acentuar la enseñanza auténtica de la Iglesia sobre el matrimonio y su fecundidad, tanto en el orden natural como en el sacramental. Sólo desde este ministerio de la verdad podrá fundamentarse un orden en el que las sociedades colaboren según su naturaleza para la educación integral de los niños y jóvenes.
Al insistir en el derecho antecedente de la familia sobre la educación de los hijos, la Iglesia recuerda una verdad de orden natural. Incluso las instituciones temporales la han reconocido, recogiéndola en la Declaración Universal de Derechos Humanos, que establece en su artículo 26 que «los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos». Pero, como afirmó Benedicto XVI: «El compromiso de siglos de la escuela católica va en esta dirección, impulsado por una fuerza aún más radical, es decir, por la fuerza que hace de Cristo el centro del proceso educativo.»
5 comentarios
- Cuando intenta explicar la existencia del universo, termina dando atributos divinos a la materia, tales como eterno, todopoderosa (en el sentido que puede mucho) y, en base a que el hombre tiene conciencia, tiene que aceptar que la materia la tiene.... y siempre la ha tenido, ya que unprincipio filosófico es que no se puede dar lo que no se tiene.
Algo similar pasa con la vida y el hombre.
Feliz Navidad a todos, oremos mucho por nuestra Iglesia, en particular por el Papa...
Lo que se descuida es la catequesis que suele ser desastrosa, con textos e ilustraciones de una ñoñez muy cursi, con imágenes de Nuestro Señor harto bobas y blandas...eso no entusiasma a ningún niño que huirá de todo aquella catequesis que lo haga parecer bobo.. La de adultos más o menos lo mismo.
Empecemos pues por las catequesis y luego ya veremos más adelante.
Los obispos que componen la Jerarquía, gracias a Francisco, se han destapado como lo que son, obispos liberales. Y si alguno tiene tentación contraria,ya está la sinodalidad para ponerle en su sitio.
Entonces citamos textos del CV2, pero el objetivo de los manipuladores del conocilio fue imponer el espíritu del concilio: objetivo bien cumplido y a más muestra, los obispos actuales
Por profilaxis: citar a Francisco en esto puede dar pie a más de uno.a reclamar aquello de que a él le daba igual en que religión se educara a los niños, pero que lo que había que hacer era educarlos. Toma ya.
Citando a los derechos humanos, esto es derechos masónicos usurpados de los derechos de Dios, la misma historia. ...A ver si ahora va a venir un Sumo Pontífice a decirnos que hay que obedecer a la ONU: pues si
Todo esto es un circulo cuadrado. De solución humana imposible llegados aquí. Pero Dios si lo resuelve, en esas estamos, permitiendo por ejemplo la Amoris para poner las cartas sobre la misma y destapar el liberalismo postconciliar de nuestros pastores que nos han dejado hundir en esta nauseabunda miseria.
Yo por profilaxis citaria solo la Divini Illius Magistri (ya dije en su día en el blog del profesor Pedrdo Llera, que era necesario exigir un examen sobre esta encíclica a todo profesor de religión y de colegio catolico), y me dejaría de otros textos. Esta jerarquía necesita la verdad directamente por la vena, esta comatosa (y por su bien, no me gustaría estar en su piel en el juicio), no hay por donde cogerla, es así,don Francisco José. Eso sí, nosotros laicos lo tenemos mucho más fácil que vosotros, tenemos que intensificar nuestros rezos por vosotros
Es decir, acción y no lamentos. O sea, el problema es de la IC, siendo de su absoluta responsabilidad su capacidad o incapacidad para entenderlo, delimitarlo, comprenderlo y actuar en consecuencia.
Supongo que es denso porque todo lo que dices concluye en la idea final: la responsabilidad que tenemos las familias y como está todo conectado con la propia visión que tenemos de nuestra vocación, que no puede darse sin la adecuada enseñanza de la Iglesia, y sin que la Iglesia sea consciente de su misión y función.
Por lo que a mi respecta, es totalmente cierto, que a no ser que nos veamos a nosotros mismos como custodios de un misterio grandisimo en nuestra responsabilidad de padres, a larga la propia paternidad se ve reducida a una serie de obligaciones de carácter material y afectivas, aunque no siempre, que se tienen para con el hijo, con las que los padres podemos caer en el error de considerar que "cumplimos" nuestra obligación. A la larga esa visión delega la educación, que debería ser algo integral, en el colegio, por la ceguera que impide ver lo que nuestros hijos necesitan de nosotros.
Pero ser padre es mucho más. Requiere una visión mucho más trascendente.
Yo solo añadiría, aunque lo mencionas, el mal que el feminismo crea a la propia mujer sobre su visión de la maternidad. No ya sólo en las ideas de las radicales, sino veo con pena, muy a menudo el trato habitual que muchas madres hoy dan a sus hijos y me parte el alma. Son cosas en apariencia pequeñas, pero que creo que denotan que el conjunto de males que caen en cadena con todo lo que dices, llega a tocar lo menos visible pero realmente importante: los niños de hoy en día están muy solos, aislados, no son aceptados y queridos por sus propios padres, adolecen del eje central que nos configura como personas, el verdadero amor de sus padres y sobretodo de su madre.
Que pases una Feliz Navidad con tu familia.
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FJD: Muchas gracias. Igualmente.
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