Hablando sobre cuánta agua ha corrido bajo el puente, ayer me dieron la referencia a un documento en el que encontré los siguientes párrafos que llamaron profundamente mi atención:
“El dirigirse a los otros libremente, el compartir un poco de sus vidas y el poner en común un poco de la nuestra, nos hace descubrir una cosa sublime y misteriosa.
Es el descubrimiento del hecho que precisamente porque les amamos, no somos nosotros quienes los contentaremos; y que ni la más perfecta sociedad, ni el organismo legalmente más firme y avisado, ni la riqueza más grande, ni la salud de hierro, ni la belleza más pura, ni la civilización más educada los podrá jamás contentar.
Es otro quien los puede contentar”.
La primera experiencia de algo similar la tuve cuando me ofrecí como voluntaria dentro de un proyecto del Cuerpo de Paz orientado a la atención de niños de escasos recursos en edad preescolar en el cual las mujeres fuimos entrenadas durante un año por una voluntaria de ese organismo para ser niñeras y tutoras de las criaturas de las demás mujeres de la comunidad.
La hija de mi madre, aquellas mujeres y sus hijos “pusimos en común nuestras vidas” y, ciertamente, ese fue el primer paso hacia el descubrimiento de “una cosa sublime y misteriosa…”
Recuerdo que las cuatro voluntarias asistimos al entrenamiento de los jueves por la tarde con una contentera que yo nunca había experimentado en mi misma ni en otras personas, pero recuerdo también la amargura de una madre que en la primera reunión luchó como una fiera por un puesto de liderazgo con la finalidad, más tarde lo supe, de conseguir una posición dentro de la comunidad.
Nadie allí nunca estuvo verdaderamente contento si no llegaba al grupo mediante un acto de “libre puesta en común de su vida”. Y, cosa curiosa que recuerdo ahora, siempre nos fue fácil a las voluntarias -porque llegamos a comentarlo- detectar quien estaba verdaderamente contento; yo siempre lo estuve y así, contenta, transcurrieron dos años en lo que constituyó mi primera experiencia de donación libre y desinteresada.
Muchas veces me han preguntado sobre cuál fue el momento determinante en mi camino de conversión y siempre respondí que fue el día en que elegí servirle a aquellos niños y a sus madres.
Tal respuesta me dejó siempre satisfecha, sin embargo, no es hasta hoy que comprendo qué era lo que me hacía estar contenta y era el que mi naturaleza me impulsaba a configurarme a Cristo y que al donarme líbremente –aún no vislumbrando claramente lo que encontraría al final del camino- llegué años más tarde a encontrarme con El.
Ese es el poder de la caridad, hoy lo he comprendido.
Hoy he comprendido que fue el Señor quien, valiéndose de mi naturaleza que le anhelaba, me estuvo seduciendo por largo tiempo con la finalidad de llegar a contentarme plenamente y que -de hecho- lo logró.
Una cosa más: hoy también comprendí que nada de lo que haga o diga podrá nunca contentar a nadie y eso, aunque parezca sin importancia, me ofrece una tremenda tranquilidad.