Cuán estupenda noche! Cuán Luna estupenda!

Atemorizada, llegué a pensar que era una pesadilla (o quizá lo sea).

Todo estaba fuera de control. No había en el mundo (ni en la Iglesia) nadie que sirviera de referencia. No había padre, ni madre, hombres ni mujeres. No había maestros ni líderes políticos. Los sacerdotes se confundían con los fieles no solo por su vestimenta sino por su forma de vivir. No había amigos, ni familiares, ni conocidos ya que la mayoría andaba únicamente por lo suyo. Decíamos ser creyentes aunque era raro hallar a quienes mantenían un trato personal con Dios.

Paralizada por el miedo, caí en la cuenta que en pocos años -desde que renunció el último jerarca- cayeron al vacío y de picada todas las referencias. ¡Todas!

Señalar culpables es tiempo perdido ya que cada uno lo es tal como fue culpable cada uno de los que no escucharon a los profetas, a los apóstoles, a los padres de la Iglesia, a los santos o a Cristo.

Semejante estado de cosas llegó a mi mente a manera de síntesis por lo que el temor se apoderó de mí tal como la oscuridad de la Noche se apodera de la claridad del Día.

El miedo me hizo recordar aquellas situaciones de la historia en las que un invasor se imponía con violencia arrasando con toda referencia al Bien, la Belleza y la Verdad, lo que le permitía forjar en los doblegados una nueva forma de vivir y de pensar la cual, obviamente, pasaba por el martirio de quienes se rehusaran.

Como les digo, no sé si aquello fue (o es) una pesadilla o quizá solo sea un resplandor que pasó por mi mente como un rayo;  el caso es que, sumergida (y agobiada) en este tipo de pensamientos, esta madrugada me he llevado una impresión de las más bellas.

Como una primorosa alfombra de plata era el zacate recién cortado al borde del cual se levanta el bosque cuyo perfil estaba recortado ante un espectacular cielo estrellado.

La insondable oscuridad de la Noche se reveló ante mí con novedosa apariencia debido al resplandor de la Luna-madre la que, a pesar de no tener luz propia, resplandeció ante mí con la luz de Otro (Joseph Ratzinger, “Por qué permanezco en la Iglesia?“)

Cautivada permanecí mirando el alto contraste entre luces y sombras. Por un lado, profunda oscuridad y, por otro, grises que, aunque bañados en plata, no eran sino grises al límite del negro… de un negro tan negro como el pecado.

Cuán estupenda noche! Cuán estupenda Luna! No en vano la utilizaron los Santos Padres como símbolo de la Iglesia.

En esas estaba cuando, delante de mi pasó Gato para –con tres saltos- sumergirse en la oscura garganta del bosque.

Cuánto bien me haría recibir la gracia de su astucia y sagacidad!  Cuán necesarias se me presentan sus destrezas para cuando mi vida dependa de ello!

Absorta en la escena permanecí hasta que, sin darme cuenta, se ausentaron las sombras.

“Hijos de Dios.- Portadores de la única llama capaz de iluminar los caminos terrenos de las almas, del único fulgor, en el que nunca podrán darse oscuridades, penumbras ni sombras.

- El Señor se sirve de nosotros como antorchas, para que esa luz ilumine… De nosotros depende que muchos no permanezcan en tinieblas, sino que anden por senderos que llevan hasta la vida eterna” Forja

 

2 comentarios

  
Alonso Gracián
Un precioso post. Gracias por estos destellos de luna.
26/02/16 7:33 PM
  
Anónimo...
La 'Parábola Del Hijo Pródigo' es la más celebre de todas. Incluso entre los impíos. Quizá sea la única que permanezca clavada en ellos como un clavo de ternura y esperanza. Y es que no hay ninguna otra parábola de JESÚS que acompañe tan íntimamente al hombre (en sus mayores desórdenes) como ésta. Ésta va más lejos que ninguna. En cualquier penumbra, en cualquier tiniebla, en cualquier oscuridad, siempre lucirá su puntito de luz. Es una parábola que nadie tiene necesidad de llevar a cuestas, porque es ella la que se ocupa de hacerse llevar.

: )

26/02/16 11:40 PM

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