"Para ayudarnos a descubrir como surge esa ternura"
El afecto por uno mismo – dice don Giussani – «es un apego lleno de estima y de compasión, de piedad por uno mismo […]. Es como tener por uno mismo un poco de ese apego que tu madre tenía por ti, sobre todo cuando eras pequeño». [ ] Si no hay en nosotros un poco de esa ternura, de ese afecto por nosotros mismos – continúa don Giussani –, «es como si faltase el terreno sobre el que construir»
Ejercicios de los universitarios de Comunión y Liberación, Rimini, Diciembre 2012 “¿Acaso alguien nos ha prometido algo? y entonces, ¿por qué esperamos?”
Si existe un recuerdo que no me deja es acerca de mi misma cuando llegué a este lugar. Antes vivía en un valle, ahora vivo a 1300mts sobre el nivel del mar y he vivido en estas alturas desde hace más de 30 años.
Ese recuerdo que no me deja se refiere a la sensación de estar casi tocando el cielo con las manos acompañada por la sensación de que mi juventud se abría a una realidad sin límites la que -en más de una ocasión- mientras escuchaba música mirando el paisaje, me provocaba una gran angustia debido a lo limitado que se me hacía mi cuerpo para abarcar toda la belleza y la inmensidad del paisaje con sus sonidos, olores, formas y colores.
Esa angustia, que más que angustia era una especie de ilimitada insatisfación, nunca me dejó. Todavía me asalta de vez en cuando pero, a diferencia de antes, la recibo con regocijo y gratitud, tal cual se recibe un gesto de ternura, porque a través de los años he reconocido que fue la que me descubrió la medida de mi deseo, el cual es inabarcable, infinito y que es, al final de cuentas, mi deseo y necesidad de Dios.
Del carisma de don Giussani he recibido la confirmación de que todas estas sensaciones que se despiertan por la belleza que se dona en la naturaleza, en la música, el arte, en una mirada, en un afecto que se recibe, no es cosa de locos, sino –justamente- no solo la forma en que Dios nos hace caer en cuenta de la estatura a la que estamos llamados sino la magnitud de lo que anhelamos y la medida de lo que esperamos. Es como si nos dijera: -“Mira de cerca esta sensación, préstale atención ya que acogiéndola, descubrirás que he venido buscándote toda tu vida” (Y, observa –de paso- qué grandote soy)”
Hoy, habiendo venido este recuerdo a mi mente, me pareció oportuno compartirlo pero además acompañarlo de este texto del padre Carrón a los universitarios en Rimini el año pasado ya que, de las palabras de don Giuss sobre cómo nace nuestra afectividad, podría más de uno reconocer el origen de tanta sensación que, desde nuestra adolescencia, parece desbordarnos y que no es otra cosa que Dios, en su ternura, tras cada uno para ayudarnos a obtener conciencia de nosotros mismos.
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“Para ayudarnos a descubrir cómo surge esta ternura, don Giussani nos
invita a fijarnos en el fenómeno de nuestra evolución, sorprendiendo en
acto cómo sucede: «En la historia psicológica de una persona, la fuente de
su capacidad afectiva es una persona que reconocemos de tal modo que la
acogemos y hospedamos en nosotros mismo»15. Tu afectividad se realiza
al hospedar y reconocer al que tienes delante. Pensemos en el niño. La
fuente del afecto, lo que hace surgir el afecto en el niño, es la presencia de
su madre. Su capacidad afectiva sale a la luz respondiendo a la sonrisa, al
cuidado de su madre, al amor y a la presencia de su madre. Esta presencia
es tan decisiva para el niño que, si falta, se seca la fuente afectiva, porque
no es algo que el niño pueda darse a sí mismo, no se da a sí mismo esta
capacidad de afecto. Por eso, la primera persona a la que se apega un
niño no es a sí mismo, sino a su madre. Su afecto brota ante esa presencia
buena, positiva. Para hacernos comprender las cosas, el Misterio no nos
las explica – no da una lección al niño sobre el afecto por él mismo –, sino
que las hace suceder. El niño vive primero el afecto, siente el afecto de su
madre, se apega a su madre y, poco a poco, a través de esto, empieza a
apegarse a sí mismo, a desarrollar su capacidad afectiva.
Don Giussani nos recuerda que, en un momento dado – todos lo
sabemos por experiencia –, «ese signo natural» que es la madre «ya no
basta»16, y no porque haya cambiado su actitud hacia nosotros o porque ya
no esté; todo es como antes pero, en un determinado momento, es como
si no bastara. ¿Por qué? Porque cada uno de nosotros ha evolucionado
hacia la juventud, se ha dilatado nuestro ser, comienza a emerger nuestro
rostro, la potencia de nuestro destino, la magnitud de nuestro deseo, y esa
presencia se revela pequeña con respecto a todo lo que deseamos, se ve que
ya no basta. ¿Cómo nos damos cuenta de esto? Nuevamente, no porque
alguien nos lo explique. Uno se da cuenta de ello porque – como dice don
Giussani – «se complica», empieza a sentir una ausencia de afecto, como
si ese afecto, que hasta ese momento había bastado, no fuese ya suficiente,
y se siente confuso, inseguro, descompuesto17. Ese afecto era tan decisivo
que, ahora, la falta de un afecto a la altura de su necesidad deja al joven
desorientado, y entonces se pregunta: pero, si todos los factores son como
antes, si mi madre y mi padre están y no ha cambiado su actitud hacia mí,
¿por qué ahora me siento confundido, inseguro y descompuesto? ¿Por
qué ya nada me va bien?
Si no comprendemos lo que sucede aquí, entonces prevalece la
confusión, la inseguridad, y en esta confusión empieza la carrera por
tratar de llenar este vacío de mil formas, tratamos de encontrar refugios,
como me decía una estudiante de bachillerato: «Últimamente me pasa
a menudo que percibo una desproporción con respecto a las cosas que
hago. Cada vez que hago algo que me gusta (el voleibol, quedar con mis
amigos, etc.) siento que no me satisface hasta el fondo, que no me basta, y
me sumerjo en un sinfín de quehaceres que no hacen sino aumentar este
grito. Quería que me ayudaras a juzgar esto que me pasa, a afrontarlo».
Si no entendemos lo que nos ha sucedido en un momento determinado
de nuestra vida, en esta evolución, pensamos que podemos refugiarnos
en el torbellino de nuestros quehaceres. Pero, ¿qué sucede? Que en lugar
de resolver el problema, lo agravamos. Y como siempre nos parece poco
lo que hacemos, entonces hacemos más, hasta llegar al agotamiento. El
único resultado de esto es que, en vez de resolver el problema, hace crecer
el grito, el sentido de vacío. Esta chica se ha dado cuenta de que lanzarse
a un sinfín de quehaceres no responde: es necesario comprender lo que
se ha puesto de manifiesto en un momento dado de nuestra vida, tomar
conciencia de nosotros mismos, comprender hasta el fondo lo que nos
está pasando. Si no es así, no resolvemos el problema; simplemente lo
reproducimos de otras mil formas. Por eso hemos dicho que se trata de
tomar conciencia de nosotros mismos. Es un problema de autoconciencia.
¿Qué es esta autoconciencia? La autoconciencia es «una percepción
de sí clara y amorosa, cargada de la conciencia del propio destino y, por
tanto, capaz de verdadero afecto por uno mismo»18. Sólo si nos damos
cuenta de quiénes somos podremos tener un afecto verdadero por
nosotros mismos. Por tanto, ¿qué ha sucedido? Que en un momento
dado de nuestro desarrollo se ha puesto de manifiesto la estructura
última de nuestro “yo”. El deseo y la espera que nos constituyen se han
vuelto conscientes en todo su alcance. ¿Por qué esa chica se da cuenta de
que nada le basta? Porque se ha dilatado en ella de modo definitivo la
espera del corazón, la capacidad de cumplimiento para el que hemos sido
creados, se ha vuelto evidente la grandeza de nuestro destino. Y entonces
uno comprende que «es el momento del Otro [con O mayúscula], otro
que sea verdadero, permanente, que nos constituye, el momento de la
presencia inexorable y sin rostro, inefable»19. Si no caemos en la cuenta de
esto, terminamos sustituyendo a los padres por otra presencia, porque no
nos damos cuenta de que en ese momento se ha desvelado con claridad
quién soy yo, que yo estoy hecho para ese Otro. Si esto no sucede no
terminamos de salir de la adolescencia, porque nunca damos el paso
verdadero hacia el reconocimiento de este Otro, Otro inefable al que
todavía no conozco, sin rostro, porque no sé identificar los rasgos de ese
Otro al que soy constantemente lanzado, al que tiende todo mi “yo”. Sin
este paso, la adolescencia parece no terminar nunca”
15 L. Giussani, «Ha llegado el tiempo de la persona», a cargo de Laura Cioni, Litterae Communionis
CL n. 1, Milán 1977, p. 12.
16 Ibidem.
17 Cf. Ibidem.
18 Ibidem.
19 Ibidem.
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NOTA: Los comentarios en este blog han sido colocados con mi aprobación bajo moderación por la Dirección de InfoCatólica. Gracias,
3 comentarios
La tan denostada autoestima, pude ser algo bueno que nos invite a amar a los demas , amandonos como nos ama Dios .
Y que esto forme parte de nuestro crecimiento
Que bien suena.
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María Isabel, la objeción que sin duda te pondrán algunos es que no se trata de estima ya que es un concepto según el cual nosotros mismos nos la otorgamos. En cambio, cuando es la acción de la Gracia la que nos facilita amarnos con el amor de Dios, ya es otra cosa con la que cualquier teólogo que se respete, estará de acuerdo.
Hemos de recordar que siempre la Gracia va por delante ya que por nosotros mismos nada podemos.
Gracias Maricruz.
PD- De mi amigo cercano a la muerte, aunque no logré comunicación con él(estamos a 600 Km de distancia), sé que desde hace ya algún tiempo, se acercó a la Penitencia y ya está tranquilo. Y sé que es conciente de que no 'escogió' su inclinación, como dicen ONU, OMS y seguidores.
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Así es Alf_3, quiere uno siempre más y más. Creo que por eso ha de ser que tu amigo quiso la paz. Me alegro muchísimo por el y por ti.
Un abrazo,
No es que quiera polemizar , solo que hay algo que no entiendo y estaria agradecida por contrastar ideas.
Un abrazo .
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María Isabel,
Un teólogo te lo explicaría mejor pero, hasta para hacer buen uso de la libertad para definirnos, es Gracia.
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