«Hace falta que te suceda algo bello para fiarte, para que el deseo de cambiar emerja con toda su fuerza»
Al leer estos testimonios uno se da cuenta que las consecuencias del pecado en su vida no han sido muy diferentes de las de un chico de la calle pero el caso es que la semejanza se hace más evidente justamente porque tanto al chico como a uno aquello que provocó el que emergiera con fuerza el deseo de cambiar fue el que algo bello sucediera para fiarte.
Algo bello como la JMJ y el que un desconocido dentro de la multitud te llame por tu nombre tal como le ha sucedido a mi joven amigo Mauricio y me sucedió también alguna vez.
A veces solo hace falta que alguien que no conoces se haya interesado en tu nombre.
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Revista Huellas
Algo bello de lo que poder fiarse
Eugenio Andreatta
26/07/2011
Edimar es el nombre de un chico (el segundo mártir de la historia de nuestro movimiento, como decía don Giussani), que en 1994 fue asesinado, cuando tenía dieciséis años, por negarse a aceptar la lógica de violencia y abusos de sus viejos “amigos”. De los mártires, enseña la historia de la Iglesia, nace siempre un germen de vida nueva. Edimar también demuestra haber sido una buena semilla. En Brasil, como en Padua o Camerún, donde hay un centro para chicos de la calle en su honor.
Hace unos días viajaron a Padua un grupo de jóvenes de Brasilia, William y los hermanos Wesley y Wellington, acompañados del padre Giorgio, que fue para Edimar una figura de referencia, como también lo fueron sus profesoras Semia y Gloria. Visitaron a quince chicos de 13 a 18 años que, durante periodos más o menos largos, viven en Casa Edimar, con las familias de Mario, Riccardo y Giampietro.
Allí pasaron una tarde muy sencilla, nada formal. Una visita por la casa, un momento de encuentro, la misa, una cena juntos en la elegante sala de restauración. Pero la chispa saltó inmediatamente. A pesar de los miles de kilómetros de distancia, el corazón es el mismo. Y la misma pregunta en el corazón de esos chicos, tanto en Italia como en Brasil: ¿podré cambiar algún día? Porque muchos de ellos ya han tenido su primera oportunidad, incluso la segunda, y no es que las cosas hayan ido siempre bien. Volver a levantarse es difícil.
Edimar también aprendió enseguida cómo funciona el mundo. Iba a los encuentros de Escuela de Comunidad con la P38. La dejaba tranquilamente sobre la mesa y la volvía a recoger al término de la reunión. «Tranquilo», le decía a don Giorgio: «Es que luego, al volver, nunca sabes si te vas a encontrar por la calle a un amigo o a un enemigo». Prudentemente, no quiso romper del todo con su pasado. Sobre todo con aquel jefe del viejo grupo al que le unían ambiguos vínculos de confidencias y fidelidad, «pero si me traicionas, ya sabes lo que te espera». Edimar lo supo el 31 de julio de 1994. Él no traicionó a nadie, sólo que no estaba dispuesto a matar para demostrar su fidelidad a sus antiguos amigos. Su muerte, que encontró la total indiferencia inicial en el grupo (aunque luego para algunos ya nada volvió a ser como antes), podría haber sido uno de tantos episodios desgraciadamente ordinarios y olvidados, de violencia juvenil. Sin embargo, cuenta el padre Giorgio, de su sacrificio nacieron una escuela materna y un centro de apoyo escolar en el que muchos niños y jóvenes pudieron experimentar la acogida, la educación y el perdón.
Así lo testimonia Wesley, que en su amistad con el padre Giorgio y los demás, bella y a la vez dramática, ha aprendido a no dejarse determinar por sus propios errores y a vivir esa compañía no como una solución o un refugio, sino como un auténtico camino. Hasta el punto de que, mientras trabaja como bombero, estudia Derecho, su segunda carrera después de la de Economía. «No lo entendía todo, pero acepté empezar a caminar», cuenta. «Hoy veo más claro que no tengo que mirar mi nada, sino la preferencia que el Señor ha tenido y sigue teniendo conmigo». Hace falta una pregunta y las ganas de ir hasta el fondo. Como su hermano Wellington, que poco a poco aprendió a fiarse del padre Giorgio y se ofreció como su chófer para acompañarlo cada vez que debía ir al médico.
Los chicos de Casa Edimar no pueden evitar verse reflejados. Aunque algunos, como D., no son capaces de explicarlo con muchas palabras, y te dicen que «para mí no ha sido tan significativo lo que han dicho, el mundo está lleno de gente que camina mejor o peor», pero se quedan impresionados porque esos amigos que hasta ayer eran unos desconocidos hayan querido dedicarles una tarde de sus breves vacaciones italianas. «Me impresiona la felicidad de vuestro rostro, sobre todo el tuyo, Wesley», dice Alex. Porque ya han oído muchos discursos, pero sus ojos no engañan.
Esos nuevos amigos se han fiado de alguien, algo muy difícil cuando has recibido algún golpe de más para tu edad, y no sólo en sentido metafórico. Pero es posible. «No es que ahora me fíe del todo», dice S., «pero poco a poco mi confianza está creciendo». Crece al ponerla a prueba. Como cuando tuvo que elegir, por participar en un robo, entre pasar cuatro meses en la cárcel o un año en Casa Edimar. No era una elección autómatica. «No es fácil dejarse ayudar», añade M., que lleva cuatro años aquí, y desde los seis años vive en centros de acogida, «pero ahora he conocido el movimiento, he descubierto lo que significa ser querido, y por eso quiero estar aquí».
«Hace falta que te suceda algo bello para fiarte, para que el deseo de cambiar emerja con toda su fuerza», dice Mario. Es lo que canta William al entonar Romaria, una canción que describe a un hombre de moral no precisamente intachable, sino más bien miserable, pero que acepta ponerse en camino hacia el santuario de Aparecida para poner su mirada delante de la de la Virgen. Es conmovedor, ¿tal vez porque la canta un brasileño? Puede ser, pero es de eso de lo que se ha hablado durante toda la tarde.
NOTA: Les recomiendo escuchar la canción Romaria.
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