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«Santa Cecilia». Obra de John William Waterhouse ()1849-1917.
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«La música expresa lo que no se puede decir y sobre lo que es imposible guardar silencio».
Victor Hugo
«Donde las palabras fallan, la música habla».
Hans Christian Andersen
«Tú eres la música mientras la música dura».
T. S. Eliot
En su Didascalicon, el monje medieval Hugo de San Víctor nos cuenta que hay tres clases de música: la del universo, la del hombre y la instrumental, y también nos dice, siguiendo a Boecio, que esta última tiene varios tipos:
«Una se encuentra en la pulsión, como en los tímpanos y en las cuerdas; otra, en el aliento, como en las flautas y en los órganos; otra en la voz, como en los poemas y en los cánticos. También son tres los tipos de músicos: uno es el que compone los cantos; otro, el que toca los instrumentos; el tercero, el que emite su juicio sobre la ejecución de los instrumentos y de los cantos».
Y es de la música instrumental como una de las artes de lo que voy a hablarles. Una de las más grandes artes, sin duda. Con una singularidad muy particular que la distingue de todas las demás. La pintura, la escultura, la declamación (que incluía clásicamente a la poesía, que hoy, con el teatro –entonces parte de la música–, conforman la literatura), la danza y la arquitectura (incluso el cine, como modernamente se ha pretendido), juegan, de una manera u otra, con la palabra, una palabra que, con el paso del tiempo, ha dejado de ser oral y se vuelto gráfica. De esta manera, todas las demás artes han terminado volviendo su cara hacia la imagen (hoy, más que nunca). Sin embargo, la música, aunque apartada, conserva su pureza y flota en el aire, resistiéndose a ser engullida por la insaciable imagen; es algo intangible, inmaterial; no puede encerrase, ni medirse ni pesarse, y por eso se resiste a transmutarse en imagen.
Lo que si puede hacerse o quizá mejor, intentarse, es su archivo y guarda. Al menos, de algo parecido a la música –permítanme dudar que lo sea–. No obstante, es ese almacén o caja lo que se mide y se pesa, no lo que pretende contener. Y así, una vez abierta la caja, tal cual la de Pandora fuese, la música vuela libre, a allá donde el espíritu la lleve. Esta particularidad, la hace única. Siendo esto algo que siempre ha acontecido así.
Pero, esta, su naturaleza especial, no la ha impedido relacionarse con las demás artes. Y la relación entablada con la palabra, con la literatura (más bien con la poesía, con la que guarda estrecho parentesco) ha sido una de las más fructíferas.
Veamos cómo, aunque haya sido sometida –al igual que la literatura y la poesía–, al abandono, la marginación y la degradación.
Desde el principio de los tiempos lo musical ha estado presente junto al hombre, incluso en el hombre mismo, y ha jugado un papel decisivo en su modo de vivir. Existe una larga tradición que atribuye poder a la música, un particular poderío para confrontar, aprender y controlar las cosas que nos rodean. Y es en su relación con la poesía dónde esto se manifiesta de la mejor y más clara de las maneras.
Cuenta Álvaro Cunqueiro, que, en el Kalevala (el poema nacional de los fineses), hay un momento en el que el gran héroe Wainamoinen, acompañándose de un instrumento llamado kantele (una especie de arpa de madera), canta a viva voz desde una de las colinas de la Montaña de oro. Todos los seres vivos que pueblan la Tierra acuden a escucharlo, desde el lobo gris al salmón plateado. El canto del héroe llega hasta las profundidades de los mares, y, de esta manera, el dios del mar y de las aguas, Ahto, lo escucha. Y dice la vieja Runa finesa que Ahto:
«Antiguo como el océano, el de la larga barba, asomó fuera de las olas, y su fértil mujer, que se estaba peinando con un peine de oro, al oír el canto, se estremeció de placer, y el peine le cayó de las manos; y saliendo del abismo verde se acercó a la costa y se echó de bruces sobre una roca, escuchando la voz del kantele mezclada a la voz de Wainamoinen. Y lloró».
El Kalevala no es una excepción, sino, más bien, la regla. Como he dicho, tradicionalmente se han reconocido al canto poderes de encantamiento. De hecho, la misma palabra «encantamiento» en latín significa «cantar». Se cuenta que cuando las Sibilas griegas enunciaban sus profecías, lo hacían cantando. Los griegos no creían que los oráculos simplemente predijeran el futuro, sino que realmente ayudaban a determinarlo. Para ellos, la música tenía así el poder de atar al destino y conformarlo y condicionarlo.
A su vez, y paradójicamente, si buceamos en la etimología de la palabra música vemos como esta proviene del latín musicus, y este, a su vez, del griego moysikós, que significa «músico», o más propiamente, «arte de las musas». Así que música sería en su origen «el arte de las musas». Y como nos dice sobre las musas Dennis Quinn, colega de John Senior en el famoso programa de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas:
«Son diosas del misterio. Algunos piensan que en realidad su nombre comienza con la misma raíz que la palabra misterio —y mudo y mito, que también comienzan con la misma raíz—. “Mu”, significa silencio, lo que no es o no puede ser dicho llana y directamente, o que ni siquiera puede ser dicho. Y así, ante los misterios, el hombre cae en silencio para poder escuchar la voz de las musas».
Esto hace la música. Pero hemos de puntualizar que no cualquier música puede hacerlo.
Ya les he hablado en alguna ocasión de que tanto en La República y Las Leyes, como en el libro VIII de la Política, Platón y Aristóteles, respectivamente, resaltan la importancia crucial de la música en la educación del alma. Este principio educativo deriva con toda probabilidad de la idea de origen pitagórico de que existe una conexión misteriosa entre el mundo de los sonidos y el alma humana.
Según los filósofos clásicos, la música es capaz de imitar las actitudes y cualidades morales; y lo hace por medio de ritmos y armonías. Estos poseerían la propiedad de impulsar a imitar, o lograr inferir en el que escucha, disposiciones éticas, ya sean estas virtuosas o viciosas. Por eso la elección de qué música escuchen los educandos no sería indiferente. Y por eso, esta particular paideia no se habría de llevar a cabo por medio de cualquier tipo de música. Estaríamos hablando de un estilo de música muy determinado: uno cuyos ritmos y armonías deberían poseer una cualidad mimética que habría de conducir al niño y al joven hacia la verdad, la belleza y la bondad.
Toda esta sabiduría fue recogida por la Roma clásica y, a través del método educativo del trívium, siguió siendo estimada en la Cristiandad medieval. Los cristianos tenemos hasta una santa como patrona de la música y los cantores, Cecilia, la virgen y mártir romana, que cantó en silencio, desde su corazón, a Dios. Porque el corazón puede ser, misteriosamente, instrumento y guardián de melodías y tonadas inaudibles, aunque siempre sentidas.
La filósofa María Zambrano escribió al respecto:
«Aunque no preste atención el hombre al incesante sonar de su corazón, va por él sostenido en alto (…). Y así́ los pasos del hombre sobre la tierra parecen ser la huella del sonido de su corazón que le manda marchar (…) [El corazón] está a punto de romper a hablar, de que su reiterado sonido se articule en esos instantes en que casi se detiene para cobrar aliento. Lo nuevo que en el hombre habita [es] la palabra».
Este impulso del corazón a la palabra, es la poesía, que tiene mucho de canto, de ritmo, de armonía, de música, en suma.
Y este poder de encantamiento de la música se ve reflejado en la literatura, incluso en la infantil y juvenil.
Ya hemos mencionado el Kalevala finés, pero en el cálido mediterráneo también la música y su poder es consagrado en más de un relato. Por ejemplo, en el del Orfeo, quien, con su canto y su laúd, hizo que los árboles y las cimas de las montañas se inclinaran para escucharle. Y provocó el lloro de las Furias, y que los árboles recogieran sus raíces y las rocas rodaran hacia él solo para poder oírle. Siendo tan hermosa y conmovedora su tonada, que casi logró devolver la vida a su amada Eurídice.
También, en el viaje de Ulises que nos contó Homero, y en la historia de Jason y sus argonautas relatada por Apolonio de Rodas, podemos contemplar el fatal poder hipnótico que también puede tener la música, representado por el canto de las sirenas.
En la literatura infantil también encontramos rastros de esos mágicos efectos musicales. En la obra de George MacDonald, La princesa y los trasgos, el pequeño minero, Curdie, asusta a los duendes cantando una canción que para el oído humano es divertida y burlona, pero que infunde miedo en los corazones de aquellos. Sus canciones tienen el efecto literal de un repelente de trasgos.
En el Legendarium de J. R.R. Tolkien encontramos más ejemplos, comenzando por el Silmarillion, donde Arda, el mundo en el que existe la Tierra Media, fue literalmente creado por el canto de los Ainur, raza de seres angélicos creados por la deidad Eru Ilúvatar.
Igualmente encontramos muestras en El señor de los anillos, cuando Frodo y Sam, que han dejado la Comarca y atraviesan el Viejo Bosque, se detienen junto a un arroyo para descansar. Después de que ambos se hayan quedado dormidos, Sam se despierta y encuentra a Frodo parcialmente tragado por el viejo Willow, un árbol antiguo con un espíritu maligno que crece en las orillas del arroyo. Sam clama desesperadamente pidiendo ayuda, esperando contra toda esperanza que alguien lo escuche. De repente, aparece el alegre Tom Bombadil, el amo del Viejo Bosque. Y le canta al árbol de la misma manera que Curdie le cantaba a los duendes. Y para maravilla y sorpresa de Sam, el árbol cede inmediatamente en su pretensión y deja ir a Frodo.
Y en la obra más querida por Tolkien, Beren y Lúthien, encontramos a Felagund, un elfo, hermano mayor de Galadriel, que se bate en duelo con Sauron cantando canciones, aunque finalmente no consiga derrotarlo.
Un hecho pone de manifiesto la importancia dada por Tolkien a esa relación entre la música y la literatura. En El señor de los anillos, uno de los índices, ¡enumera canciones o poemas! ¿Un índice para canciones o poemas? Pues sí; hay tantos que se necesita un índice. El filósofo católico Peter Kreeft nos lo resume en un breve párrafo:
«Cuando la Comunidad entra en Lothlorien, Sam dice: “Siento como si estuviera dentro de una canción, si entiende lo que quiero decir". Y así es como nos sentimos cuando entramos a este gran libro».
Por su parte, en Las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, en el libro titulado, El sobrino del mago, Aslan crea Narnia con una canción:
«El león iba y venía por aquel territorio vacío y entonaba una nueva canción. Era más dulce y melodiosa que la que había cantado para invocar a las estrellas y al sol; una suave música susurrante. Y mientras andaba y cantaba, el valle se llenó de hierba verde que se desparramaba a partir del león como un estanque. La hierba ascendió por las faldas de las pequeñas colinas como una oleada, y en pocos minutos trepaba ya por las laderas inferiores de las lejanas montañas, convirtiendo aquel mundo joven en algo cada vez más mullido».
Y en el cuento de El flautista de Hamelín, el flautista toca su flauta para atraer primero a las ratas de Hamelín a la muerte, y luego hace uso de la misma melodía para encantar y llevar secuestrados a los niños de la ciudad, cuando la gente se niega a pagar por sus servicios. Así nos lo cuentan los hermanos Grimm:
«Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.
Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.
Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.
Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde».
Finalmente, en el Mercader de Venecia, Shakespeare nos habla del poder de la música para cambiar el carácter de un hombre. Al igual que una bestia salvaje puede ser domesticada por el sonido de una trompeta, un hombre puede transformarse por causa de la música:
«Puesto que no hay nada tan terco, duro y lleno de cólera que la música no lo cambie de naturaleza por algún tiempo. El hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos, tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre. Atiende a la música».
Por supuesto, hay muchos más ejemplos, pero esta pequeña muestra nos servirá como ilustración.
Como vemos, la música encierra propiedades mágicas y misteriosas. Peter Kreeft, nos dice por qué:
«La música es claramente el lenguaje de la creación; Dios y sus ángeles cantan el mundo en el ser. (…). Esta es la “música de las esferas", en la que todo es. Este es el “Cantar de los Cantares” que incluye todas las canciones. Toda la materia, todo el tiempo, todo el espacio, toda la historia, todo está en este lenguaje primordial. (…). Nada es más importante para la buena sociedad, para la educación, para la felicidad».
Así que atiendan a la música, como prescribió Shakespeare. Pero, tal y como Aristóteles y Platón nos advirtieron hace más de 2000 años, recuerden: tengan cuidado con la música que escuchen, tanto ustedes como sus hijos.