2.03.24

Diez cuentos cortos de tema religioso

           «Monjes en el patio de un monasterio». Franz Ludwig Catel (1778 – 1856).

   

  

     

   

«Hay algo en nosotros, como narradores y como oyentes de historias, que exige el acto redentor, que exige que a lo que cae se le ofrezca, al menos, la oportunidad de ser restaurado. El lector de hoy busca esta moción, y con razón, pero lo que ha olvidado es su coste».

Flannery O´Connor

    

    

 

SEMANA SANTA. Emilia Pardo Bazán. Breve relato de la escritora gallega en el que se narra la conversión de un pecador gracias a un sueño en el que se le representan los padecimientos de Jesús en su Pasión. La acción se desarrolla en una tarde de viernes santo. A partir de ahí se nos presenta a un anciano moribundo; a una indigna pareja que ha violado la confianza del enfermo y se nos hace testigos de un sueño inducido por un narcótico, que transporta a uno de los protagonistas hasta la Jerusalem del primer siglo y le hace participar vívidamente en el Vía Crucis de Nuestro Señor.

EL RIZO DEL NAZARENO. Emilia Pardo Bazán. La acción transcurre en el día de Jueves Santo. Un hombre, siguiendo a una atractiva mujer, entra en un templo donde queda encerrado accidentalmente. Duerme cerca de la capilla del Nazareno, y en el sueño, se ve convertido en uno de los sayones que atormentan a Jesús con consecuencias que adivinamos trascendentes para él. Un relato de un retorno a Dios a través de la compasión, que culmina con un efecto final sorpresivo que guarda relación con el título.

EL SEÑOR DOCTORAL. Emilia Pardo Bazán. Una historia sobre un sacerdote pobre e ignorante, pero bondadoso. La humildad, manifestada en la sencillez y bondad del cura, se ve ensalzada al final del cuento en un acto redentor, en el que la caridad y el sacrificio evangélico del sacerdote logra llevar a un moribundo impío a una conversión postrera. Un último episodio, lleno de humor, nos traslada al mismo Cielo.

EL VIERNES DE DOLORES. Luis Coloma. publicado en 1887 en un volumen de Lecturas recreativas, en cuya acción interviene una generosa anciana que resulta ser finalmente, Fernán Caballero, con la que Coloma mantuvo una estrecha y cálida relación. La habilidad narrativa de Coloma luce aquí, y le permite, como en casi toda su obra, destilar una enseñanza moral que pasa casi desapercibida en medio de un rico diálogo, una gran economía en las descripciones, y un agradecido dinamismo en la acción relatada.

EL ESTUDIANTE. Anton Chéjov. Esta es una historia brevísima publicada en 1894. De hecho, es una las historias más cortas del autor, de solo unas pocas páginas. Conforme al estilo del escritor ruso, sucede muy poco en cuanto al desarrollo de la trama, y lo poco que sucede, se desarrolla a lo largo de un viernes santo. El propio Chéjov consideró a El Estudiante el favorito de entre todos sus cuentos. En él nos habla al corazón desde la tristeza y amargura de la semana santa, pero para llevarnos a la esperanza y felicidad de la Pascua.

LA ESPALDA (O LA VUELTA) DE PARKER. Flannery O´Connor. Un nombre que marca un destino: Abdías Elías. Un tatuaje de Cristo en la espalda, que proclama ese destino y su vuelta él. El protagonista oculta sus nombres ya que le parecen ridículos. Abdías significa: «Siervo de Yahweh» y Elías significa «Yahweh es Dios» o «Él es Dios». Sin embargo, hay algo que le impulsa a recuperar el orgullo de esos nombres, aun cuando obtenga a cambio la burla de los demás y el maltrato de su esposa. Alegoría de que Dios nos sigue, nos persigue y nos termina atrapando a poco que nos volvamos hacia Él.

EL JUGLAR DE NUESTRA SEÑORA. Anatole France. Una vieja leyenda medieval sobre los pobres de María. Surgida a mediados del siglo XIII en Francia, era contada por los predicadores populares y fue transcrita por el escritor Anatole France con ese título: Le Jongleur de Notre Dame. Un relato recomendado por el Papa Juan Pablo I, que nos dice de él:

«Quien quisiera narrar el pequeño cuento de Anatole France, hoy, cuando la gente tiene sed de auténtica sencillez, debería subrayar que corresponde a la imagen más verdadera de María, que en su cántico dice: “Dios ha derribado a los poderosos de sus tronos y a los pequeños los ha ensalzado”».

LA LEYENDA DE SAN JULIAN EL HOSPITALARIO. Gustave Flaubert. Ambientada en el siglo XII, la historia comienza con el nacimiento de Julián y con las dos profecías que lo acompañan: Mientras que una proclama que Julián se convertirá un día en un santo, la otra predice un futuro de gran gloria relacionado con una estirpe real. Un matrimonio principesco, un parricidio, una peregrinación penitente y un encuentro providencial con un leproso (que resulta ser la encarnación de Jesús), conducen al protagonista a la santidad profetizada. La historia, explica el autor, recogida en la Leyenda áurea de Santiago de la Vorágine, se encuentra plasmada en las vidrieras de una iglesia que conoce bien (la catedral de Chartres).

Una esperanzadora respuesta a la vieja cuestión de la predeterminación y el libre albedrío, y a la relación entre la fe y las obras.

PECADO CONFESADO. Giovanni Guareschi. Uno de los cuentos del conocidísimo cura, Don Camilo. Guareschi se hizo internacionalmente famoso con las historias de ese Pequeño Mundo por el que deambulan, ya para siempre, el belicoso y apasionado sacerdote, y su antagonista, el alcalde comunista Don Pepone. Sin olvidarnos de Nuestro Señor y de la sencilla pero buena e impecable teología que se trasluce de sus páginas. Por supuesto, en este cuento –como en todos los demás de la serie–, Don Camilo termina ganando o empatando moralmente la mayoría de las disputas (y en las que no, termina corregido caritativamente por Nuestro Señor), dejando clara la posición cristiana y anticomunista del autor.

EL PESCADOR Y SU ALMA. Oscar Wilde. Incluido en el libro de cuentos Una caja de granadas, del que Wilde dijo una vez que no fue planeado ni para los niños británicos ni para el público británico. Como todos los relatos del autor, un poema en prosa por la belleza de su escritura. En él, Wilde, apuntando ya a su conversión final, nos habla del pecado y del sufrimiento redentor, que purifica y trae al hombre de vuelta a Dios.

 

19.02.24

Diez cuentos cortos perfectos (si bien, no todos los que son perfectos)

 
                  «Ría del Burgo». Obra de Manuel Abelenda Zapata (1889-1957).

   

      

      

      

«Una historia corta debe tener un solo estado de ánimo, y cada frase debe construirse hacia él».

Edgar Allan Poe

 

 

William Wilson. Edgar Allan Poe. Como siempre en Poe, suspendan la respiración cuanto puedan. Y no se angustien con esta historia de un hombre acosado por la presencia constante y pertinaz de quien parece ser su doble. Un supuesto doble que es una imagen exacta del yo corrupto y sin escrúpulos del narrador. Al lector le tocará decidir si se trata de un ser real, o si, por el contrario, lo que el autor trata de presentarnos es el escenario onírico de un cuento dentro de un cuento en el que, como parábola o alegoría, se nos habla de una inquietante encarnación de la conciencia personal. Quizá su final aclare algo. Léanlo y decidan.

El collar. Guy de Maupassant. Nos hallamos ante uno de los grandes maestros del cuento. Sagaz conocedor de la condición humana, Maupassant solía colocar a sus personajes en situaciones incómodas, para demorarse luego en describir unas conductas y reacciones del todo inapropiadas. Este es el caso de El collar, una breve historia, donde el orgullo y la codicia se alían para darnos una lección ejemplar, al revelarnos que la riqueza o la posición social son algo innecesario, e incluso dañino, para lograr una vida bien vivida.

El incidente del puente del Búho. Ambrose Bierce. Incluido en su libro Cuentos de soldados y civiles, la historia se enmarca en la Guerra de Secesión norteamericana. El punto de vista del narrador y el tiempo son aquí un juguete en manos de la maestría narrativa de Bierce. El autor prefiere seguirle la corriente a la conciencia del protagonista, que relatarnos la secuencia lineal de lo acontecido. Un comienzo suave y un final explosivo nos dicen algo, pero no mucho. Hay que leer el cuento.

El capote. Nicolás Gógol. Según Fiódor Dostoyevski, «todos surgimos de debajo de “El capote” de Gógol». Un cuento en la nevada ciudad de san Pedro sobre un desdichado escribiente al que roban su capote nuevo, rodeado del asfixiante ambiente de una burocracia deshumanizada. La búsqueda de la notoriedad y la justicia se hermanan, bajo un áurea sobrenatural, en un relato magistral e imperecedero. Según Vladímir Nabókov, se trata de la única obra «sin grietas» de la historia de la Literatura Universal.

La dama del perrito. Antón Chéjov. La infelicidad e insatisfacción de los protagonistas revela, quedamente, la suave perversión del adulterio, y la trampa subyugante de un sexo desprovisto de su propósito. Chéjov, como siempre, desbroza delicadamente las pequeñas piezas deterioradas de nuestro imperfecto corazón, y con los golpes de su martillo literario, nos recuerda lo verdaderamente importante, alejándonos de lo trivial. Máximo Gorki dijo de Chéjov que «era capaz de revelar el humor trágico presente en el tenue mar de la banalidad», y creo que estaba en lo cierto.

Araby. James Joyce. La brevedad de un relato y la efímera sensibilidad del primer amor, se aúnan en una historia sobre la adolescencia, esa etapa juvenil, tan perdida como añorada hoy. Independientemente de nuestro sexo, todos fuimos el pobre narrador (probablemente, una evocación del propio Joyce), y tras leer el cuento, todos nos reconoceremos en él. Joyce era un maestro de la evocación y la recreación de atmósferas, y este cuento es un buen ejemplo. Según nos dice Ezra Pound, esta pequeña obrita «es mucho mejor que una «historia», es escritura viva».

Estricnina en la sopa. P. G. Wodehouse. Son muchos los relatos de «Plum» que nos provocarían carcajadas. Esa abundancia es una de las virtudes que le agradecemos, pero, que aun tiempo, dificulta nuestra elección en casos como este. Todo sea por una buena causa. En esta ocasión, se trata de una incursión, atípica del genio inglés, en el mundo del crimen. Una historia animadísima, suave parodia de los misterios detectivescos de la Edad de Oro, y cuyos protagonistas son, el sobrino de Mulliner, Cyril, y su enamorada, la señorita Amelia Bassett. Un relato que viene recomendado por el mismísimo Evelyn Waugh. Cuiden de su diafragma.

El regalo de los Reyes Magos. O. Henry. El cuento más famoso de un gran cuentista. Según Harold Bloom, «mantiene vigente su palpable sentimentalidad». Los dos protagonistas están basados en O. Henry y su esposa y, quizá por eso, son presentados y tratados con delicadeza y compasión. El amor, según observaba Samuel Johnson, es la sabiduría de los tontos y la tontería de los sabios, y posiblemente este cuento sea una magnífica recreación de esa máxima. Una historia que ilustra el poder de la generosidad desinteresada.

De lo que aconteció a un deàn de Santiago con don Illán, gran maestro que moraba en Toledo. Don Juan Manuel. El cuento al que vuelven todos. Como todos los exemplos del libro de El Conde Lucanor, el relato culmina en una moraleja cautelar que nos advierte de que, «A quien mucho ayudares/Y no te lo agradeciere,/Menos ayuda tendrás de él/Cuando a gran honra subiere». Léanlo para averiguar por qué. Borges, fascinado por el cuento, intentó suprimir la enseñanza moral con una reelaboración de la historia, titulada, El brujo postergado, a mi modesto juicio, infructuosamente.

El caballero de París. John Dickson Carr. Un rompecabezas histórico con un testamento, un detective de origen francés, y una desconocida heredera. «El mejor cuento del mundo», según lo calificó el padre Castellani, quizás llevado de un entusiasmo nada religioso. Aun así, una historia corta de un maestro de la detección, del misterio y de los problemas imposibles, muy recomendable. Un relato que es tan perfecto como un copo de nieve, e intrincado como el nudo del zapato de un niño de 7 años.

12.02.24

El cuento. Un género de siempre, muy necesario hoy

                   «Costas gallegas». Obra de Francisco Llorens Díaz (1874-1948).

   

  

   

«Los cuentos son pequeñas ventanas a otros mundos, a otras mentes, y a otros sueños. Son viajes que puedes hacer al otro lado del universo y, aún así, volver a tiempo para la cena».

Neil Gaiman

 

«Habiendo sido todo cuento al empezar las literaturas, y empezando el ingenio por componer cuentos, bien puede afirmarse que el cuento fue el último género que vino a escribirse».

Juan Valera

    

        

   

El cuento es efímero e incompleto por naturaleza. Que le vamos a hacer. Esa es su esencia y su virtud, pero ese es también su defecto. Y por tal razón, goza de baja estima entre los entendidos.

Aun cuando se concentre en determinados sucesos muy concretos de un acontecer humano, y los amplifique y magnifique, siempre parecerá insuficiente. Por su cortedad, por su encorsetamiento físico a unas pocas páginas, por su carácter fugaz.

Pero estas características suyas no constituyen una limitación, como de entrada podría parecer. No, en absoluto. En manos de un verdadero poeta, la narración breve es una puerta que se abre ante el lector, y que, de ser traspasada, le conduce a una íntima colaboración con el autor que va más allá de lo que este ha plasmado en el texto. Una tarea que guarda un cierto sabor de amistad, y que excede a ambos, apoyada en el mensaje, expreso, y, sobre todo, subliminal, tácito, o cuasi mudo, que algunos genios artísticos logran transmitir a sus obras.

El atento lector, entonces, partiendo de esas pistas, de esos trazos breves y siempre escasos, reconstruye, cuál, si una deshilachada tela de araña se tratase, pasajes de esas vidas ficticias que se bosquejaron en tenues líneas en el libro; y si acaso, solo si acaso, tales trazos podrán despertar en él anhelos o cuitas quizá olvidadas. Es, por tanto, un género colaborativo como pocos. Aunque, cierto, eso requiere un evidente esfuerzo para el lector. Pero, si el autor es genial, ¡oh, sorpresa!, la carga es ligera, y parece sobrellevarse sola.

Flotando entre la poesía y la novela, el cuento es como la música de cámara de la literatura, delicado y potente a un tiempo, a la par que ligero y profundo. Ha llegado a decirse que es una forma literaria difícil, que exige más atención al control y al equilibrio que la novela, si bien, menos dependencia de las musas que la poesía. Quizá la confluencia entre su brevedad y, por tanto, su aparente simplicidad, y esa quintaesencia que busca –y que no siempre se encuentra–, hace que sea un género muy frecuentado, pero, a un tiempo, poco cortejado por la genialidad. No obstante, no se preocupen, grandes y buenos cuentos, como se dice en mi tierra, hay dabondo.

Además, se trata de una fórmula que parece adecuada para estos tiempos y para las almas juveniles que los habitan, ya que puede conducirlas de la mano a las alturas del Olimpo literario, o al menos, a hacerles deseable y, hasta prioritaria, la buena y verdadera lectura, con todo el bien que eso puede darles.

Y es que, esa brevedad suya, encaja como un guante en nuestra cultura de la distracción, en la cual resulta problemático el mantenimiento de la atención, el tiempo suficiente siquiera para pensar. Ese laconismo, esa concisión, esa pequeñez del cuento, encierra sin duda un atractivo para el hombre de hoy, distraído y sin tiempo a penas. De esta manera, los cuentos pueden, de entrada, ser lecturas atractivas a causa de esa cortedad, muy capaces –por su estructura y condición– de llamar y mantener la atención y el interés del joven lector novel. Unas cualidades de intensidad y brevedad muy adecuadas a nuestra época, pero que, como nos recuerda Horacio Quiroga, son consustanciales al género y vienen con él desde siempre:

«Los cuentos chinos y persas, los grecolatinos, los árabes de las Mil y una noches, los del Renacimiento italiano, los de Perrault, de Hoffmann, de Poe, de Merimée, de Bret Harte, de Verga, de Chéjov, de Maupassant, de Kipling, todos ellos son una sola y misma cosa en su realización. Pueden diferenciarse unos de otros como el sol y la luna, pero el concepto, el coraje para contar, la intensidad, la brevedad, son los mismos en todos los cuentistas de todas las edades».

Porque, el cuento es de hoy y de siempre. Las narraciones a la luz y el calor de una hoguera, lo que se denomina el cuento popular o folclórico, no desaparecerá jamás. Puede que, como sostiene el filósofo coreano Byung-Chul Han, estemos instalados en una modernidad tardía que hace uso del natural impulso humano de contar y escuchar historias, pervirtiéndolo, abusando de márquetines y storytellinines con fines comerciales y crematísticos. Puede. Pero, la necesidad de historias con sentido y propósito, y la facultad de contarlas, pervivirán. Y, de esta manera, los relatos del Conde Lucanor, las contadas por Scheherezade, y las relatadas por los jóvenes florentinos que nos transmitió Boccaccio, seguirán editándose, leyéndose y contándose. Porque así lo necesitamos.

Ya les he hablado de los cuentos populares, y, en especial, de los cuentos de hadas, sobre los que vuelvo a insistir en su conveniencia para todas las edades. Pero, aquí me detendré en los cuentos literarios, esos que quizás nacieron con Poe, o con Gógol. Esos que siguieron haciéndose grandes con Chéjov, Joyce o Borges, y que exploraron las brumosas tierras de la fantasía, los soleados prados del romanticismo, y las duras estepas del realismo. Sobre algunos de esos relatos –los que estimo mejores–, les hablaré brevemente en una especie de antología personal para jóvenes de todas las edades.

23.01.24

Superhéroes como «chuches»: ¿Seguro?

                             «Los Vengadores». Julia Sanmartin Sesmero (con 12 años).

   

  

  

«Ponte en pie y mantén tu inocencia infantil.
Lee todas las críticas de los pedantes;
Pero no creas en nada
Que no se pueda contar con dibujos de colores».

G. K. Chesterton

 

«Un gran poder conlleva una gran responsabilidad».

Stan Lee. Spiderman

   

  



Tenemos que trabajar con lo que nos ha sido dado. Y debemos examinarlo todo para quedarnos con aquello que sea bueno, aunque sea precario o insuficiente. Puede ser duro. Puede ser imperfecto. Puede ser difícil. Pero no hay opción sí queremos hacer lo correcto.

Algo así pasa con los comics de superhéroes, y hoy, mayormente, con alguna de las películas inspiradas en ellos.

No es alta literatura, no es siquiera buena literatura. Es una parte de la denominada cultura popular y, consecuentemente, no podemos exigirles demasiado. Pero, aun así, han aportado algo. Algo que, aunque pequeño, puede ser valioso.

De forma imperfecta, y hasta tosca, con una simpleza ramplona a veces, los comics de superhéroes han hecho su trabajo. Y utilizo el verbo en pasado porque creo que sus continuaciones de hoy –quizá ya desde los años 70– no llegan a la altura, y han ido corrompiéndose con el tiempo, como tantas otras cosas.

Mi tesis es que en los superhéroes hay una enseñanza moral, una educación que ha sido transmitida a generaciones de chavales; yo, como muchos otros, crecí con ellos. Por eso quiero romper una lanza en su favor; porque, aun teniendo en cuenta esas deficiencias, ya señaladas, el resultado final puede ser muy aceptable. Por supuesto que esa educación es escasa e imperfecta; este tipo de comics no presentan recreaciones, ni de la Biblia, ni de las grandes obras clásicas grecolatinas. Pero han bebido de ellas, y de eso hay huellas. Al menos en sus más puros orígenes. Y voy a tratar de exponerlo en esta entrada.

Podríamos empezar por diferenciar el distinto enfoque llevado a cabo por las dos grandes fábricas de superhéroes, Marvel y DC comics; una mirada distinta que ha imprimido su sello diferencial, hasta el punto de que hay seguidores de una, enfrentados con seguidores de la otra, tal si fueran mundos incompatibles.

En las historias de Marvel la condición de héroe suele ser auto-referencial e interna, más personal e íntima. Así, es tan importante la resolución de un conflicto que quizá afecte a la seguridad de la ciudad, o incluso del mundo, como los problemas y vicisitudes del héroe en su vida cotidiana. El verdadero heroísmo es averiguar cómo equilibrar ese trabajo de salvador, de caballero desfacedor de entuertos, con hacerlo bien en tus clases universitarias, tener una relación normal con Mary Jane, u obtener dinero extra del Daily Bugle para ayudar a tu tía May a pagar el alquiler, como es el caso de Spiderman. Sus habilidades arácnidas han de superponerse y combinarse con sus habilidades como ser humano normal.

Frente a ello, en los relatos de DC hay un enfoque diferente. Sus héroes tratan de llevar el peso del mundo sobre sus hombros de una manera que los aproxima a la mitología griega o nórdica. Hay más grandeza, más tragedia, menos cotidianeidad. Los problemas que afrontan son muchas veces cósmicos, las personas a las que han de proteger se cifran en el género humano en su totalidad. Superman es un guardián de la humanidad. De hecho, no importa si no conocen a casi ninguna de esas gentes, o si todas y cada una de tales personas merecen su sacrificio y lucha. Ellos están ahí y no hacen acepción de personas. Porque en lo más profundo de su corazón late una base moral y virtuosa sólida que los mueve al combate contra el mal.

Capitán América y el Hombre de Hierro son los líderes carismáticos de los cómics de Marvel, y Superman de los de DC.

Superman (Clark Kent) es una especie de Sansón y Hércules a un tiempo. Después de su debut en 1938, no tardó mucho en convertirse en un icono cultural. Como Sansón y Aquiles, su fortaleza tiene un punto débil; como Hércules, no cesa nunca de superar pruebas. No es en absoluto el “superhombre” de Nietzsche, transgresor de la moral convencional. Por el contrario, Superman –un alienígena, procedente del planeta Cripton– es un defensor de la paz, de la justicia y de la Tierra misma, que acepta y defiende frente al mal, el código moral enseñado por sus padres adoptivos, el matrimonio Kent.

Por su parte, Capitán América (Steve Rogers) y el Hombre de Hierro (Tony Stark), representan a seres humanos comunes que, bien por un accidente providencial o bien a causa de un diseño de ingeniería brillante, han recibido un poder que deciden emplear para combatir el mal y proteger a los más débiles. Stark es, inicialmente, un científico y hombre de empresa exitoso, asertivo, y con gran confianza en sí mismo, pero que deja que todas esas cualidades sean mal llevadas por su vanidad y su egoísmo. Rogers, por el contrario, es el soldado perfecto, el caballero perfecto, que es impulsado, demasiado rígidamente, por un sentido del deber hacia su país y el mantenimiento del orden social, quizá excesivamente ingenuo, dispuesto a sacrificar por ello, incluso su propia felicidad y su propia vida. Ambos recorren un camino de perfeccionamiento (al modo del viaje del héroe), que les hace converger en la búsqueda del bien común.

Pero, a pesar de esas notables diferencias, en ambos casos, tanto los héroes de DC como en los de Marvel comparten algo que los define: Los verdaderos superhéroes usan sus dones para hacer lo correcto, para poner en práctica el primer principio de la ley natural: «hacer el bien y evitar el mal», y para erradicar y combatir ese mal. Pase lo que pase. Les sea fácil o no, les convenga personalmente o no, les perjudique o no. Y esa es una valiosa enseñanza.

Sin embargo, no quiero terminar sin comentar la peligrosa y nefasta evolución, que en mi opinión, han sufrido estos cómics.

Los nuevos cómics –como los nuevos tiempos– son nihilistas, perversos, indebidamente oscuros y sádicamente violentos. Han pasado a reflejar, forzadamente, una mayor diversidad y corrección política, con toques de feminismo, ideología de género y progresismo en general, en un experimento que ha dado como resultado una dramática disminución de las ventas.

Y es que, desde hace un tiempo, tanto la academia como los medios de comunicación social, vienen concentrando su potente fuego mediático y dialéctico sobre los clásicos superhéroes: que si las palabras sexo y género no aparecen en sus historias; que si los enfoques feministas están del todo ausentes, sin que siquiera las heroínas ejerzan reivindicación alguna contra el patriarcado; que si no se exploran las dimensiones homoeróticas de las amistades masculinas entre los héroes; que si no se hace frente a los estereotipos étnicos; que si no se hace lo suficiente para combatir un posible fomento del militarismo, y algunos otros temas, a cada cual más paranoico. Y, claro, la industria del comic y la del cine se ha adaptado rápidamente a esa situación.

No hace falta decir que no les recomiendo tales cómics. Quizá, como lo qué está en juego es mucho dinero, las cosas vuelvan a su estado original. Aunque mucho esperar me parece. 

Mientras, los viejos superhéroes, con sus viejas historias, seguirán enseñando los rudimentos de una vida moral, al modo de unos modernos cuentos de hadas. Muy posiblemente, con simpleza y superficialidad, pues no son más que chuches. Pero, aunque no haya en ellos otra cosa que la gozosa intrascendencia de aquellas «novelas de medio penique» que ensalzaba Chesterton, o la aparente sencillez de los «buenos malos libros» de los que hablaba George Orwell, aun así, estas historias en colores, como dice Chesterton, nos dicen la verdad. Como escribió al respecto, Stratford Caldecott:

«Los superhéroes y supervillanos de los cómics son los ángeles y demonios de esta guerra espiritual cósmica, reinventada para la imaginación secular, y resuenan con nosotros porque en algún nivel sabemos que los necesitamos. (…). Las hordas alienígenas y los falsos dioses están ahí fuera, esperando su oportunidad; esperando a que alguien les abra la puerta. Hay una batalla espiritual a nuestro alrededor, y la vida cotidiana es parte de algo mucho más grande, algo cósmico. ¡Vengadores, todos unidos!».

18.01.24

La música y la literatura. Una estrecha relación

                  «Santa Cecilia». Obra de John William Waterhouse ()1849-1917.


 

 

«La música expresa lo que no se puede decir y sobre lo que es imposible guardar silencio».

Victor Hugo

 

«Donde las palabras fallan, la música habla».

Hans Christian Andersen



«Tú eres la música mientras la música dura».

T. S. Eliot

 

 

En su Didascalicon, el monje medieval Hugo de San Víctor nos cuenta que hay tres clases de música: la del universo, la del hombre y la instrumental, y también nos dice, siguiendo a Boecio, que esta última tiene varios tipos:

«Una se encuentra en la pulsión, como en los tímpanos y en las cuerdas; otra, en el aliento, como en las flautas y en los órganos; otra en la voz, como en los poemas y en los cánticos. También son tres los tipos de músicos: uno es el que compone los cantos; otro, el que toca los instrumentos; el tercero, el que emite su juicio sobre la ejecución de los instrumentos y de los cantos».

Y es de la música instrumental como una de las artes de lo que voy a hablarles. Una de las más grandes artes, sin duda. Con una singularidad muy particular que la distingue de todas las demás. La pintura, la escultura, la declamación (que incluía clásicamente a la poesía, que hoy, con el teatro –entonces parte de la música–, conforman la literatura), la danza y la arquitectura (incluso el cine, como modernamente se ha pretendido), juegan, de una manera u otra, con la palabra, una palabra que, con el paso del tiempo, ha dejado de ser oral y se vuelto gráfica. De esta manera, todas las demás artes han terminado volviendo su cara hacia la imagen (hoy, más que nunca). Sin embargo, la música, aunque apartada, conserva su pureza y flota en el aire, resistiéndose a ser engullida por la insaciable imagen; es algo intangible, inmaterial; no puede encerrase, ni medirse ni pesarse, y por eso se resiste a transmutarse en imagen.

Lo que si puede hacerse o quizá mejor, intentarse, es su archivo y guarda. Al menos, de algo parecido a la música –permítanme dudar que lo sea–. No obstante, es ese almacén o caja lo que se mide y se pesa, no lo que pretende contener. Y así, una vez abierta la caja, tal cual la de Pandora fuese, la música vuela libre, a allá donde el espíritu la lleve. Esta particularidad, la hace única. Siendo esto algo que siempre ha acontecido así.

Pero, esta, su naturaleza especial, no la ha impedido relacionarse con las demás artes. Y la relación entablada con la palabra, con la literatura (más bien con la poesía, con la que guarda estrecho parentesco) ha sido una de las más fructíferas.

Veamos cómo, aunque haya sido sometida –al igual que la literatura y la poesía–, al abandono, la marginación y la degradación.

Desde el principio de los tiempos lo musical ha estado presente junto al hombre, incluso en el hombre mismo, y ha jugado un papel decisivo en su modo de vivir. Existe una larga tradición que atribuye poder a la música, un particular poderío para confrontar, aprender y controlar las cosas que nos rodean. Y es en su relación con la poesía dónde esto se manifiesta de la mejor y más clara de las maneras.

Cuenta Álvaro Cunqueiro, que, en el Kalevala (el poema nacional de los fineses), hay un momento en el que el gran héroe Wainamoinen, acompañándose de un instrumento llamado kantele (una especie de arpa de madera), canta a viva voz desde una de las colinas de la Montaña de oro. Todos los seres vivos que pueblan la Tierra acuden a escucharlo, desde el lobo gris al salmón plateado. El canto del héroe llega hasta las profundidades de los mares, y, de esta manera, el dios del mar y de las aguas, Ahto, lo escucha. Y dice la vieja Runa finesa que Ahto:

«Antiguo como el océano, el de la larga barba, asomó fuera de las olas, y su fértil mujer, que se estaba peinando con un peine de oro, al oír el canto, se estremeció de placer, y el peine le cayó de las manos; y saliendo del abismo verde se acercó a la costa y se echó de bruces sobre una roca, escuchando la voz del kantele mezclada a la voz de Wainamoinen. Y lloró».

El Kalevala no es una excepción, sino, más bien, la regla. Como he dicho, tradicionalmente se han reconocido al canto poderes de encantamiento. De hecho, la misma palabra «encantamiento» en latín significa «cantar». Se cuenta que cuando las Sibilas griegas enunciaban sus profecías, lo hacían cantando. Los griegos no creían que los oráculos simplemente predijeran el futuro, sino que realmente ayudaban a determinarlo. Para ellos, la música tenía así el poder de atar al destino y conformarlo y condicionarlo.

A su vez, y paradójicamente, si buceamos en la etimología de la palabra música vemos como esta proviene del latín musicus, y este, a su vez, del griego moysikós, que significa «músico», o más propiamente, «arte de las musas». Así que música sería en su origen «el arte de las musas». Y como nos dice sobre las musas Dennis Quinn, colega de John Senior en el famoso programa de Humanidades Integradas de la Universidad de Kansas:

«Son diosas del misterio. Algunos piensan que en realidad su nombre comienza con la misma raíz que la palabra misterio —y mudo y mito, que también comienzan con la misma raíz—. “Mu”, significa silencio, lo que no es o no puede ser dicho llana y directamente, o que ni siquiera puede ser dicho. Y así, ante los misterios, el hombre cae en silencio para poder escuchar la voz de las musas».

Esto hace la música. Pero hemos de puntualizar que no cualquier música puede hacerlo.

Ya les he hablado en alguna ocasión de que tanto en La República y Las Leyes, como en el libro VIII de la Política, Platón y Aristóteles, respectivamente, resaltan la importancia crucial de la música en la educación del alma. Este principio educativo deriva con toda probabilidad de la idea de origen pitagórico de que existe una conexión misteriosa entre el mundo de los sonidos y el alma humana.

Según los filósofos clásicos, la música es capaz de imitar las actitudes y cualidades morales; y lo hace por medio de ritmos y armonías. Estos poseerían la propiedad de impulsar a imitar, o lograr inferir en el que escucha, disposiciones éticas, ya sean estas virtuosas o viciosas. Por eso la elección de qué música escuchen los educandos no sería indiferente. Y por eso, esta particular paideia no se habría de llevar a cabo por medio de cualquier tipo de música. Estaríamos hablando de un estilo de música muy determinado: uno cuyos ritmos y armonías deberían poseer una cualidad mimética que habría de conducir al niño y al joven hacia la verdad, la belleza y la bondad.

Toda esta sabiduría fue recogida por la Roma clásica y, a través del método educativo del trívium, siguió siendo estimada en la Cristiandad medieval. Los cristianos tenemos hasta una santa como patrona de la música y los cantores, Cecilia, la virgen y mártir romana, que cantó en silencio, desde su corazón, a Dios. Porque el corazón puede ser, misteriosamente, instrumento y guardián de melodías y tonadas inaudibles, aunque siempre sentidas.

La filósofa María Zambrano escribió al respecto:

«Aunque no preste atención el hombre al incesante sonar de su corazón, va por él sostenido en alto (…). Y así́ los pasos del hombre sobre la tierra parecen ser la huella del sonido de su corazón que le manda marchar (…) [El corazón] está a punto de romper a hablar, de que su reiterado sonido se articule en esos instantes en que casi se detiene para cobrar aliento. Lo nuevo que en el hombre habita [es] la palabra».

Este impulso del corazón a la palabra, es la poesía, que tiene mucho de canto, de ritmo, de armonía, de música, en suma.

Y este poder de encantamiento de la música se ve reflejado en la literatura, incluso en la infantil y juvenil.

Ya hemos mencionado el Kalevala finés, pero en el cálido mediterráneo también la música y su poder es consagrado en más de un relato. Por ejemplo, en el del Orfeo, quien, con su canto y su laúd, hizo que los árboles y las cimas de las montañas se inclinaran para escucharle. Y provocó el lloro de las Furias, y que los árboles recogieran sus raíces y las rocas rodaran hacia él solo para poder oírle. Siendo tan hermosa y conmovedora su tonada, que casi logró devolver la vida a su amada Eurídice.

También, en el viaje de Ulises que nos contó Homero, y en la historia de Jason y sus argonautas relatada por Apolonio de Rodas, podemos contemplar el fatal poder hipnótico que también puede tener la música, representado por el canto de las sirenas.

En la literatura infantil también encontramos rastros de esos mágicos efectos musicales. En la obra de George MacDonald, La princesa y los trasgos, el pequeño minero, Curdie, asusta a los duendes cantando una canción que para el oído humano es divertida y burlona, pero que infunde miedo en los corazones de aquellos. Sus canciones tienen el efecto literal de un repelente de trasgos.

En el Legendarium de J. R.R. Tolkien encontramos más ejemplos, comenzando por el Silmarillion, donde Arda, el mundo en el que existe la Tierra Media, fue literalmente creado por el canto de los Ainur, raza de seres angélicos creados por la deidad Eru Ilúvatar.

Igualmente encontramos muestras en El señor de los anillos, cuando Frodo y Sam, que han dejado la Comarca y atraviesan el Viejo Bosque, se detienen junto a un arroyo para descansar. Después de que ambos se hayan quedado dormidos, Sam se despierta y encuentra a Frodo parcialmente tragado por el viejo Willow, un árbol antiguo con un espíritu maligno que crece en las orillas del arroyo. Sam clama desesperadamente pidiendo ayuda, esperando contra toda esperanza que alguien lo escuche. De repente, aparece el alegre Tom Bombadil, el amo del Viejo Bosque. Y le canta al árbol de la misma manera que Curdie le cantaba a los duendes. Y para maravilla y sorpresa de Sam, el árbol cede inmediatamente en su pretensión y deja ir a Frodo.

Y en la obra más querida por Tolkien, Beren y Lúthien, encontramos a Felagund, un elfo, hermano mayor de Galadriel, que se bate en duelo con Sauron cantando canciones, aunque finalmente no consiga derrotarlo.

Un hecho pone de manifiesto la importancia dada por Tolkien a esa relación entre la música y la literatura. En El señor de los anillos, uno de los índices, ¡enumera canciones o poemas! ¿Un índice para canciones o poemas? Pues sí; hay tantos que se necesita un índice. El filósofo católico Peter Kreeft nos lo resume en un breve párrafo:

«Cuando la Comunidad entra en Lothlorien, Sam dice: “Siento como si estuviera dentro de una canción, si entiende lo que quiero decir". Y así es como nos sentimos cuando entramos a este gran libro».

Por su parte, en Las Crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, en el libro titulado, El sobrino del mago, Aslan crea Narnia con una canción:

«El león iba y venía por aquel territorio vacío y entonaba una nueva canción. Era más dulce y melodiosa que la que había cantado para invocar a las estrellas y al sol; una suave música susurrante. Y mientras andaba y cantaba, el valle se llenó de hierba verde que se desparramaba a partir del león como un estanque. La hierba ascendió por las faldas de las pequeñas colinas como una oleada, y en pocos minutos trepaba ya por las laderas inferiores de las lejanas montañas, convirtiendo aquel mundo joven en algo cada vez más mullido».

Y en el cuento de El flautista de Hamelín, el flautista toca su flauta para atraer primero a las ratas de Hamelín a la muerte, y luego hace uso de la misma melodía para encantar y llevar secuestrados a los niños de la ciudad, cuando la gente se niega a pagar por sus servicios. Así nos lo cuentan los hermanos Grimm:

«Furioso por la avaricia y la ingratitud de los hamelineses, el flautista, al igual que hiciera el día anterior, tocó una dulcísima melodía una y otra vez, insistentemente.

Pero esta vez no eran los ratones quienes le seguían, sino los niños de la ciudad quienes, arrebatados por aquel sonido maravilloso, iban tras los pasos del extraño músico.

Cogidos de la mano y sonrientes, formaban una gran hilera, sorda a los ruegos y gritos de sus padres que en vano, entre sollozos de desesperación, intentaban impedir que siguieran al flautista.

Nada lograron y el flautista se los llevó lejos, muy lejos, tan lejos que nadie supo adónde».

Finalmente, en el Mercader de Venecia, Shakespeare nos habla del poder de la música para cambiar el carácter de un hombre. Al igual que una bestia salvaje puede ser domesticada por el sonido de una trompeta, un hombre puede transformarse por causa de la música:

«Puesto que no hay nada tan terco, duro y lleno de cólera que la música no lo cambie de naturaleza por algún tiempo. El hombre que no tiene música en sí mismo y no se mueve por la concordia de dulces sonidos, está inclinado a traiciones, estratagemas y robos; las emociones de su espíritu son oscuras como la noche, y sus afectos, tan sombríos como el Erebo: no hay que fiarse de tal hombre. Atiende a la música».

Por supuesto, hay muchos más ejemplos, pero esta pequeña muestra nos servirá como ilustración.

Como vemos, la música encierra propiedades mágicas y misteriosas. Peter Kreeft, nos dice por qué:

«La música es claramente el lenguaje de la creación; Dios y sus ángeles cantan el mundo en el ser. (…). Esta es la “música de las esferas", en la que todo es. Este es el “Cantar de los Cantares” que incluye todas las canciones. Toda la materia, todo el tiempo, todo el espacio, toda la historia, todo está en este lenguaje primordial. (…). Nada es más importante para la buena sociedad, para la educación, para la felicidad».

Así que atiendan a la música, como prescribió Shakespeare. Pero, tal y como Aristóteles y Platón nos advirtieron hace más de 2000 años, recuerden: tengan cuidado con la música que escuchen, tanto ustedes como sus hijos.