11.04.19

«Necesitamos el tónico de lo agreste»

El lago O’Hara, en las Montañas Rocosas canadienses. Óleo de Carl Rungius (1869-1959).

   

   

«Necesitamos el tónico de lo agreste… Al mismo tiempo que estamos ansiosos de explorar y aprender todas las cosas, requerimos que todo sea misterioso y difícil, que la tierra y el mar sean infinitamente salvajes, inexplorados e inescrutables, pues son insondables. Jamás nos hartamos de la naturaleza».

Henry David Thoreau


«Hay una doble y muy distinta nostalgia por la naturaleza: nostalgia por la felicidad que un día nos proporcionó y nostalgia por su perfección. El hombre sensual lamenta la pérdida de la primera; solo al hombre moral puede afligirle la de la segunda».

Friedrich Schiller

    

    

Ah, la palabra, ecología, tan usada como explotada hoy. Confieso que no me gusta, no por lo que etimológicamente significaría, sino por esa carga ideológica que arrastra consigo su uso moderno, con esa alteración de los órdenes y prioridades naturales que comporta. Por eso me permitirán que no haga demasiado uso de ella. Me niego a aceptar esa moderna visión del hombre como un ser destructor cuya actividad daña inevitablemente la naturaleza, un némesis de lo creado, producto de una óptica pesimista que en el fondo desprecia lo humano. Nuestra relación con el mundo animal se funda en la admiración, el respeto y en el aprovechamiento justo, pero no porque adoremos a la naturaleza, sino porque adoramos a su creador. Nosotros, el hombre, somos el centro de esa creación pues Él, encarnándose como hombre, así lo ratificó santificando nuestro destino (me he ocupado también de este tema en De niños, libros y naturaleza)

En esta entrada presentaré algunos libros, escritos en tiempos no “ecológicos” pero que, para sorpresa de no pocos modernos, contienen en sus páginas más amor a la naturaleza y a los animales que los sesudos estudios de los departamentos académicos de muchas Universidades de hoy.

Voy a hablar, entre otros, de Jack London, de James Oliver Curwood y de Ernest Thompson Seton y aunque dejaré a un lado a Kipling no es por que sea ajeno al tema, sino porque ya he hablado extensamente de él a este respecto (Por las selvas de medio mundo). 

Todas la novelas de las que voy a hablar están protagonizadas por animales. Los protagonistas piensan y actúan como si sus almas fueran humanas, pero se comportan como lo harían las especies animales a que pertenecen. Es como si un alma humana se encontrara atrapada en un cuerpo animal y sus deseos o su voluntad estuvieran delimitados por los instintos de este. Sin duda requiere una pizca de fantasía y una “deliberada suspensión de la incredulidad. Lo que, como saben, es muy sano. 

Esta fórmula es antigua y especialmente pedagógica. Una manera deliciosa y suave de transmitir aquello que debe hacerse o de enseñar la forma en que uno debe comportarse. No obstante, estos libros ––unos más que otros, es verdad––, contienen también una crítica, una censura, en mi opinión más equilibrada que la que muestra la hoy rampante ecología. Existe un hermoso orden en la naturaleza que debemos preservar y las conductas de muchos de los hombres que aparecen en estos libros nos lo advierten, orientándonos hacia ese bien. 

Por razón de lo ya dicho, mucho me temo que libros a comentar aquí se vean proscritos por el establisment dada su falta de “conciencia ambiental”. Y no porque no trasluzcan un amor y conocimiento por lo natural, lo agreste o lo salvaje, sino por su difícil encaje en el buenísmo y sentimentalismo pusilánime del ecologismo actual. Para muestra un botón: Thompson Seton ––uno de los escritores de que hablaremos hoy––, decía que “el hecho de que estas historias sean verdaderas es la razón por la cual todo resulta finalmente trágico (…). La vida de un animal salvaje siempre tiene un final trágicoVeámoslo pues.

 

El Rey de los osos (1918), de James Oliver Curwood

Portadas de una edición temprana de Juventud y de una reciente de Barataria.

James Oliver Curwood (1878-1927) fue en su tiempo un escritor de libros de animales y de aventuras tan popular como Jack London (en España son numerosísimas las ediciones de sus libros). En esta maravillosa novela Curwood nos cuenta la historia de Thor, un poderoso y solitario macho de oso gris, y Muskwa, un cachorro huérfano de oso negro, a quienes el destino convierte en compañeros de viaje en las inhóspitas Montañas Rocosas canadienses. En su huida de unos cazadores, los dos osos van de aventura en aventura, recogiendo bayas, pescando en los ríos y teniendo encuentros poco amistosos con otros animales del bosque, mientras los tramperos se van acercando más y más.


La historia es contada desde tres puntos de vista, el de un cazador llamado James Langdon ––que es el propio Curwood––, el del grizzly gigante Thor y el de Muskwa, el pequeño huérfano de oso negro, rodeados todos por las montañas y los bosques con su misterio y su majestad, su paz y sus silencios, sus rumores y sus estrépitos, sus aromas, su libertad y su soledad. 

Un emotivo relato de fraternidad entre animales y de transformación de un hombre, que llevará a los niños lectores a través de abruptas montañas en un viaje de vida, muerte y redención.
 En el prefacio de la edición original, el autor señaló que la historia se basa en un acontecimiento de su vida, el que transformó al Curwood cazador en el Curwood admirador y amante de la naturaleza. “La emoción más grande de la caza no es matar, sino dejar vivir”, escribe en el prefacio. El libro muestra la comprensión y empatía del autor para con los osos y demás animales salvajes.

Como curiosidad, decir que esta novela inspiró el film El Oso, de J. J. Annaud. 

Para edades entre los 10 y los 16 años.

 

Animales salvajes que he conocido (1898), de Ernest Thompson Seton.

Portada de la edición española de Argos Vergara y de una edición norteamericana que muestra parte del arte pictórico del autor.

Personaje fascinante y poliédrico (naturalista, cazador, magnífico dibujante y pintor, escritor, uno de los impulsores ––con Baden-Powell–– de la cultura scout y pionero en la defensa del modo de vida del indígena norteamericano y en la protección de la naturaleza y la vida salvaje), Ernest Thompson Seton (1860-1946) escribió numerosos libros infantiles y juveniles sobre los animales de las praderas y bosques americanos que tan bien conoció, libros que se han convertido en clásicos y en los que refleja apasionadamente su amor por la naturaleza.

Uno de estos libros es el que nos ocupa, Animales salvajes que he conocido, un conmovedor conjunto de relatos sobre las vidas de ocho animales, ilustrado magníficamente por el propio autor. En esta obra, Thompson Seton nos cuenta la historia de Lobo, el rey de Currumpaw (episodio autobiográfico que, como en el caso de Curwood, cambió el enfoque del autor hacia los animales); la de Silverspot, un cuervo; la de Raggylug, un conejo de rabo blanco; la de Bingo, su propio perro; la del zorro de Springfield; la de Potro Negro, un salvaje mustang; la de Wully, la historia de otro perro; y la de Redruff, una perdiz de Don Valley.

“Estas historias son verdaderas, escribió Thompson Seton, y sigue diciéndonos: “Aunque he dejado la línea estricta de la verdad histórica en muchos lugares, los animales en este libro son todos personajes reales. Vivieron la vida he contado, pero mostraron un heroísmo y una personalidad más fuertes de lo que yo he conseguido plasmar con mi pluma (…). Lobo es sinónimo de la dignidad y la constancia amorosa; Silverspot, de la sagacidad; Redruff, de la obediencia; Bingo, de la fidelidad, Potro Negro, del amor a la libertad …. ”.

Se trata de un libro fascinante y conmovedor, aunque duro en ocasiones, y ello a pesar de que el autor trata de exponer las crudas realidades de la naturaleza con cierta delicadeza, al tiempo que infunde en el joven lector un sentimiento de asombro y admiración por las maravillosas criaturas que comparten nuestro mundo; sirva de ejemplo, el testimonio que nos transmite Sir David Attenborough sobre la obra: “Me regalaron un ejemplar de “Animales salvajes que he conocido” cuando tenía ocho años. Todavía la conservo. Era el libro más preciado de mi infancia. Sabía muy bien que el hombre que lo escribió entendía a los animales sobre los que estaba escribiendo con una intimidad, percepción y simpatía que no han sido igualadas por ningún otro autor que yo haya leído”. 

De 10 años en adelante.

 

Dardo, el caballo del bosque (1961), del poeta y Premio nacional de Literatura en 1954, Rafael Morales Casas (1919-2005).

Portada de la primera edición de Doncel y una de las últimas de Noguer.

Se trata de una novela corta donde el poeta narra, en una prosa bella y sugestiva, las aventuras de un potrillo, un perro y un niño perdidos en medio de un bosque. Según el hijo del autor, Rafael Morales Barba, se trataba del libro favorito de su padre, donde quiso mostrar su visión de la infancia “como un reino de aventuras”. 

Dardo es el potro de color negro de Moncho, un niño de 12 años hijo de un ganadero. Cuando por razón de una venta de ganado el potrillo es separado de su madre, huye y se interna en un frondoso bosque, en el que transcurre la mayor parte del relato. Allí se hace amigo de un mastín, Noble, con cuya ayuda se defiende del ataque de los lobos. Puesto que nadie es capaz de encontrar al caballito, Moncho se acopia de valor y se adentra solo en el bosque decidido a traer de vuelta a casa a su amigo Dardo. 

A pesar del carácter poético de la prosa, casi no existe humanización en los animales protagonistas de esta aventura, que son descritos con realismo y precisión. Realismo extensible también a las brillantes descripciones de un mundo rural y familiar ya muy lejano y con claros tintes autobiográficos. El libro recibió el premio Doncel de novela del año 1961. De 8 años en adelante.

 

La llamada de lo salvaje (1903), de Jack London. 

Portadas de la primera edición de la novela y de una de las últimas ediciones en España.

Jack London (1876-1916) nos cuenta la historia de Buck, un perro criado en un tranquilo y acomodado hogar en las tierras soleadas del sur de California, que es robado por unos desaprensivos y llevado al norte, a la desértica tundra helada de la región del Yukón. Estamos en 1897, en plena fiebre del oro, y nuestro protagonista es vendido a unos mineros como perro de trineo. Allí Buck, a través de tribulaciones y penalidades varias, aprende pronto la “ley del garrote y del colmillo”, y comprende que debe aprender a adaptarse a las reglas de la naturaleza para sobrevivir. 

Los niños verán el libro como una gran historia de aventuras contada a través de los ojos de un perro. Los adultos encontrarán temas más profundos sobre la sociedad, la naturaleza humana, la fidelidad y la justicia. Una epopeya donde la supervivencia supone una regresión, una vuelta al origen, relatada en forma de parábola y de fábula.

Dos ilustraciones para la primera edición de la novela, realizadas por el magnifico artista Phillip R. Goodwin (1881-1935).

La magistral pluma del vagabundo y aventurero novelista nos ofrece esta estupenda historia a través de una prosa ágil y un estilo bronco, hosco y salvaje (menos amable que cualquiera de los anteriores títulos); el resultado es, sin duda, una novela vigorosa y excepcional, una aventura emocionante que nos sume en una meditación profunda sobre la dicotomía naturaleza versus crianza, y sobre la delgada línea que separa la civilización de la barbarie, además de ser un canto a la fidelidad, lo que buena falta nos hace. 

Si al acabar la lectura, sus hijos no quedan subyugados por Buck, o bien han leído distraídamente el libro o bien son amantes de los gatos (lo que, por otro lado, no estaría nada mal). Para chicos de 14 años en adelante.

Y termino con los versos del poeta norteamericano John Myers O’Hara (1870-1944), con los que comienza el último de los libros comentados, La llamada de lo salvaje

“Viejos anhelos nómadas se encienden,

Debilitando la cadena de la costumbre;

Y, entre la bruma de los sueños,

Despierta el feroz linaje”.

Porque en todo lo creado retumba un son bravío e indómito que resuena como un eco en el corazón de cada hombre, una “llamada de lo salvaje” que hace que “jamás nos hartemos de la naturaleza”. 

 

6.04.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (II)

El triunfo de la divina Providencia, fresco del Palazzo Barberini en Roma, de Pietro da Cortona (1596-1669). 

    

 

«No creáis que el destino sea otra cosa que la plenitud de la infancia».

Rainer María Rilke


«La vida, con sus reglas, sus obligaciones y sus libertades, es como un soneto. Te da la forma, pero tienes que ser tú misma quien lo componga».

Madelaine L´Angle

    

 

En la anterior entrada les anuncié que traería hasta aquí algunos ejemplos de buenos y grandes libros, propicios para que nuestros hijos conociesen, o al menos tuviesen un primer contacto ––aunque sea poético––, con la idea del destino, la Providencia divina y la libertad humana. 

Y a ello voy, comenzando con los antiguos griegos y su aciago hado. No hay mejor muestra y expresión de su fatalismo doliente que acudir a Homero y su La Ilíada, con sus moiras y su fatum, con sus parcas deimons.

 

La muerte de Aquiles, dibujo basado en un ánfora griega datada entre 540-530 a.C.

 

Es verdad que la obra se eleva imponente frente a los jóvenes adolescentes. Es un bocado indigesto para ellos y probablemente prematuro. No obstante, existen adaptaciones que recogen los aspectos de la trama que se ocupan de lo aquí tratado, aunque no es lo mismo, claro, como ya comenté en otra ocasión (Adaptaciones, resúmenes y otras lindezas. Acercándonos a los clásicos). Sin perjuicio de ello, las versiones de la talentosa escritora británica Rosemary Sutcliff, Naves Negras Ante Troya (1993), sobre La Ilíada Las aventuras de Ulises (1995), sobre La Odisea, adornadas con las magníficas ilustraciones de Alan Lee y editadas por Vicens Vives, son una buena opción, aunque se pierdan cosas como esta, cuando Agamenón se lamenta y dice: 

«Yo no soy culpable; fueron Zeus, el Destino, Erinias, la que camina en la bruma, quienes, en asamblea, inspirándome en el alma un súbito y loco error, el día en que, por propia iniciativa, despojé a Aquiles de su honor. ¿Qué iba a hacer yo? Todo es obra del Cielo». 

La Ilíada, Canto XIX, 86-90.

La misma idea del fatalismo del destino ilustra el pequeño relato tradicional recogido Jean Cocteau, y que fue incluido por Bioy Casares, Silvina Ocampo y Borges en su bárbara Antología de la literatura fantástica (1940): 

«Un joven jardinero persa dice a su príncipe:

—¡Sálvame! Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. Esta noche, por milagro, quisiera estar en Ispahan.

El bondadoso príncipe le presta sus caballos. Por la tarde, el príncipe encuentra a la Muerte y le pregunta:”—Esta mañana ¿por qué hiciste a nuestro jardinero un gesto de amenaza?

—No fue un gesto de amenaza —le responde— sino un gesto de sorpresa. Pues lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debo tomarlo esta noche en Ispahan».   

Y alejándonos de los helenos y su fatalidad, encontramos en Shakespeare otra opción. El bardo inglés es siempre un saco sin fondo en el que buscar y, en este caso, algunas de sus obras son lugar donde el destino y la providencia se entremezclan. 

Y así, dejando a un lado la prototípica Macbeth (1606), en la menos violenta pero no menos trágica, Romeo y Julieta (1595), vemos también cómo el hado de nuevo juega un papel determinante para inducir la tragedia, actuando como una fuerza fortuita y ciega que trabaja para obstruir las mejores intenciones de los seres humanos, que cuanto más se esfuerzan en escapar de su influencia más contribuyen a su culminación. 

 

                    Abrazo a la luz de la tarde, obra de Gaston Bussière (1862-1929).

 

Al final del drama, tras descubrir Julieta a su amado muerto, su acompañante, Fray Lorenzo, se dirige a ella con esta palabras:

«Huyamos, querida Julieta. Un poder superior, al que no podemos resistir, ha desconcertado nuestros designios. Ven, huyamos».

No obstante Shakespeare, como católico que era, no sentencia el resultado de la tragedia como obra del pagano y ciego destino, sino de la providencial voluntad de Dios, y por boca del Príncipe nos dice:

«¡Capuletos, Montescos, ésta es la maldición divina que cae sobre vuestros rencores! No tolera el cielo dicha en vosotros, y yo pierdo por causa vuestra dos parientes. A todos alcanza hoy el castigo de Dios».

Acercándonos un poco más a lo católico, un lugar donde entrever el juego misterioso entre la libertad humana y la voluntad divina es la obra de nuestro querido Tolkien. Y su Señor de los Anillos (1954-55) es un buen sitio para comenzar. En este libro presenciamos la postura heroica de Frodo, su abnegación y su sufrimiento; vemos en él personificados el sacrificio personal, la renuncia en favor del prójimo y la entrega de la propia voluntad para cederla a la voluntad de Otro y así obtener un bien mayor. Esta abnegada decisión de Frodo es la que le lleva a destruir el Anillo y a transitar para hacerlo por un camino de sufrimiento y dolor que lo convierte en héroe: 

«Intenté salvar la Comarca, y la he salvado; pero no para mí. Así suele ocurrir, Sam, cuando las cosas están en peligro: alguien tiene que renunciar a ellas, perderlas, para que otros las conserven».

Paul Pfotenhauer en su artículo sobre Temas cristianos en Tolkien (Christian Themes in TolkienThe Cresset 32, enero 1969)no solo destaca el tema señalado del Siervo doliente que se sacrifica voluntariamente, incluso hasta la muerte, para que otros puedan vivir, sino que también hace hincapié en la presencia constante y oculta del dios creador, Eru, el Único, que en última instancia determina el resultado de los acontecimientos, y en la que sin mucho esfuerzo, podemos llegar a reconocer a la Divina ProvidenciaEsto podemos verlo cuando el mismo Galdalf le dice a Frodo que hay otra fuerza, aparte de la voluntad del Mal, ejerce su influencia sobre lo que ocurrió, esta ocurriendo y ocurrirá después:

«El Anillo abandonó a Gollum para caer en manos de la persona más inverosímil: Bilbo de la Comarca.Detrás de todo esto había algo más en juego, y que escapaba a los propósitos del hacedor del Anillo. No puedo explicarlo más claramente sino diciendo que Bilbo estaba destinado a encontrar el Anillo, y no por voluntad del hacedor. En tal caso, tú también estarías destinado a tenerlo».

 

                   Bilbo llega a las cabañas de los Elfos, acuarela de J. R. R. Tolkien.

 

Otra muestra de la acción providencial es la supervivencia de un ser degenerado y miserable como Gollum. Aunque Frodo no podía saberlo, su propia naturaleza no le iba a permitir destruir el anillo sin la ayuda de otro. Por esta razón, Gollum no fue muerto por Bilbo, ni por Sam, ni por el mismo Frodo; e incluso escapó de las garras del Señor Oscuro, Sauron. Se le reservaba un papel crucial en el auxilio que Frodo iba a necesitar para completar su misión.

También en El Hobbit (1937) vemos muestras de este designio providencial. Por ejemplo, cuando Gandalf contesta a Bilbo: 

«¿Y por qué no tendrían que cumplirse? ¿No dejarás de creer en las profecías solo porque ayudaste a que se cumplieran? No supondrás, ¿verdad?, que todas tus aventuras y escapadas fueron producto de la mera suerte, para tu beneficio exclusivo. Te considero una gran persona, señor Bolsón, y te aprecio mucho; pero en última instancia, ¡eres sólo un simple individuo en un mundo enorme!»

En estas dos obras de Tolkien podemos ver claros ejemplos de esa misteriosa coexistencia entre la Providencia y la libertad humana, asistiendo a cómo los protagonistas se aperciben de una lógica interna en los acontecimientos en que se ven envueltos, que no es fortuita y que les predestina misteriosamente, por designio de un ente trascendente, a participar de un plan superior de bondad, belleza y verdad. Pero a pesar de ese designio, los héroes no se ven privados del ejercicio de su libertad, que transita en el relato guiada por un propósito sobrenatural que ilumina a la razón y a la voluntad orientándolas hacia el bien y la verdad sin derogar aquella.

Como ven, los ejemplos son numerosos y el tiempo escaso, por lo que permitirán que me guarde algunos para mejor ocasión. 

Por ello termino con una hermosa frase de Haldir, dicha cuando este conduce al resto de la Compañía del Anillo hasta Celeborn y Galadriel, en la que Tolkien nos deja entrever aquella otra del Prólogo de San Juan, de que “la luz luce en las tinieblas, y las tinieblas no la recibieron”, y lo hago con la esperanza de que libros como los aquí comentados ayuden a los chicos a “descubrir el secreto de la luz”, o al menos a no extraviarse en las tinieblas.  

«Pero aunque la luz traspasa de lado a lado el corazón de las tinieblas, el secreto de la luz misma todavía no ha sido descubierto. Todavía no.»

J. R. R. Tolkien. El Señor de los Anillos. La comunidad del anillo

1.04.19

El mundo digital y nuestros niños

Escuela del siglo XIV. Una miniatura del manuscrito La vida de San Sergio de Radonezh, escrita por San Epifanio El Sabio

 

 

Hace unos días leía en Intramed (el primer y más importante portal de noticias para la comunidad medica en castellano), una noticia que comentaba un estudio reciente publicado en la prestigiosa revista Pediatrics, según el cuál los libros impresos fomentan una mejor interacción entre padres y niños pequeños que los libros electrónicos (https://www.intramed.net/contenidover.asp?contenidoID=94002).

Este es uno más de los múltiples estudios científicos que, de un tiempo a esta parte, no dejan de llamar nuestra atención sobre las desventajas y peligros de las pantallas frente a las bondades de la clásica lectura ––y escritura–– en papel. Dado que entiendo que se trata de un tema muy relevante y trascendente, me he tomado la libertad de traer aquí una ya vieja entrada que, sobre el asunto, publiqué en mi blog “de libros, padres e hijos”, hace más de un año (pido disculpas a los viejos seguidores de mi blog, pues probablemente la conozcan).

Y sin más demora paso a ello.

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28.03.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (I)

                             El caminante, óleo de Caspar David Friedrich (1774-1840).

 

 

“El destino es el que baraja las cartas, pero nosotros somos los que jugamos”.

William Shakespeare

 

“Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor.”

Santo Tomás Moro

 

 

Frente a la brutalidad despiadada del destino clásico de los paganos y el caos evanescente de los modernos, se eleva la conjunción misteriosa de la Providencia divina y la libertad humana.

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20.03.19

Pero... ¿qué hacen estos niños aquí? ¡Que se vayan a leer cuentos de hadas!

                                        Fervaal, obra de Carlos Schwabe (1866-1926).

 

«El poeta es aquel que lleva la sencillez de la infancia a los poderes de la virilidad».
Samuel Taylor Coleridge
 
«El que no cree en mitos cree en patrañas».
Nicolás Gómez Dávila
 
 

El pasado es aquel tiempo donde aconteció lo trascendente. Siempre apunta al origen, al principio, y por tanto a la pureza y a la claridad. Por ello es lugar de referencia al que volver los ojos para comprender. 

A su vez, la acción es la madre de los hechos, esos retazos de realidad que el hombre deja tras de sí y que en ocasiones ama más que a sí mismo; núcleo de identidad y flujo de experiencia al que también volver para así intentar comprender el porqué de nuestra existencia. 

Ambos factores confluyen en la épica, definida muy precisamente por el reciente académico Carlos García Gual como “la actuación ejemplar de unos personajes extraordinarios en un tiempo memorable y lejano”.

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