¿Es buena la fantasía literaria para nuestros hijos?
Fantasía en crepúsculo. Obra de Edward Robert Hughes (1851-1914).
«Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros».
Miguel de Cervantes Saavedra
Soy un convencido de que la buena literatura fantástica es beneficiosa para los niños. En todo lo que he escrito en mi blog puede verse reafirmado este aserto. Sin embargo, soy consciente de que esta no es, ni ha sido siempre, una opinión compartida por todos. De hecho, a lo largo de la historia se han alzado voces discrepantes y hoy mismo a menudo se acusa a este tipo de literatura de escapista como forma encubierta de eludir la realidad.
Las razones en que fundamento mi creencia en los beneficios de la literatura fantástica son varias, y otros como G. K. Chesterton, J. R. R. Tolkien y C. S. Lewis, las exponen mucho mejor que yo, así que recurriré a ellos para explicarme.
Quizá lo primero que tenemos que hacer es ponernos en contexto, aunque ello requiera un esfuerzo. El punto de partida debe ser situarnos en el lugar de un niño pequeño. Y aunque todos hemos sido niños, esto no resulta fácil, porque hemos olvidado en buena parte esa experiencia: No me refiero aquí a los recuerdos (unos podemos recordar más o menos que otros, pero todos recordamos algo), pues estos, de ordinario, se circunscriben a los hechos o a los acontecimientos, y cuando no es así, son vagos, como relámpagos o visiones fugaces e inconexas. No, me refiero a volver a experimentar un estado del ser. Por un lado, al sentimiento de impotencia, de desamparo, de pequeñez ante un mundo que los niños ven engrandecerse a cada paso ante sus ojos y a las limitaciones, físicas y de toda índole, que les rodean en su existir; y por otro, a la sensación de asombro y extrañeza ante ese mismo mundo que todo niño experimenta y que causa en él el anhelo y la necesidad de explorar y conocer. Una mezcla de inocencia, temor, asombro y curiosidad. Esta experiencia es definitiva y condicionante y es, afirmo, la que da empaque y fundamento a la conveniencia de frecuentar las lecturas fantásticas.
Los psicólogos y los médicos, con el famoso Bruno Bettelheim a la cabeza, destacan esta función de la fantasía como asistente formativo del niño. Las razones son de tipo práctico y, aunque algunas de ellas son dudosas en su fundamento mismo (me refiero a las psicoanalíticas), parecen todas ellas en su expresión razonables. Bettelheim dice en su libro Psicoanálisis de los cuentos de hadas (1976): «los cuentos de hadas no solo son seguros para los niños, sino también necesarios… los niños pueden a través de ellos expresar indirectamente las frustraciones de ser controlado por un mundo adulto, porque se identifican inconscientemente con los héroes de las historias, que a menudo son los personajes más jóvenes, más pequeños y menos poderosos».
Bien, así que tenemos que los relatos de fantasía ayudan a los niños a conocer más suavemente verdades incómodas, a ayudarles a madurar de manera sana y a crecer en la debida forma, ¿pero, hay más? Pues sí que hay, y bastante más: la buena fantasía también puede ayudar a los niños a acercarse a la verdad, la belleza y la bondad.
Chesterton, en el capítulo titulado La ética en el país de los elfos, de su libro Ortodoxia (1908), comienza diciéndonos que cada uno de los cuentos de hadas clásicos contiene en su interior buenos principios y sanas enseñanzas para los niños como la lección de Cenicienta «que es la misma lección que la del Magníficat: exaltar a los humildes, o la gran lección de “La Bella y la Bestia”, según la cual, para ser amable una cosa necesita antes ser amada». Pero Chesterton bucea más allá, buscando «el espíritu de su ley en conjunto». De esta manera encuentra en los cuentos de hadas tres grandes principios que pueden ayudar a los más jóvenes a acercarse a la verdad.
El primero consiste en que «los cuentos de hadas no dan al niño la idea de lo malo o lo feo; esa idea está ya en el mundo (…). El niño conoce al dragón desde siempre, desde que supo imaginar. Lo que el cuento de hadas hace es proporcionarle un San Jorge capaz de matar a ese dragón».
El segundo (que Chesterton llama la “Doctrina del goce condicional”), sostiene que todo poder reside en un “sí” condicional. Los cuentos nos dicen: «Usted podrá vivir en un palacio de oro y zafiros si no pronuncia la palabra “vaca”», y con ello estos cuentos nos señalan que todas las cosas, hasta las más grandes y maravillosas, dependen de una pequeña cosa que se prohíbe, y que ese límite o condición es lo que les da sentido y existencia.
Y el tercero señala que los cuentos, las rimas, los poemas, con su misterio y su fantasía, hacen ver a los niños que «estamos en un mundo equivocado (…). La verdadera felicidad consiste en que no somos adecuados a este mundo. Venimos de alguna otra parte. Nos hemos extraviado en el camino».
Así, desde muy pequeños, esos buenos libros enseñan a los niños que somos criaturas en un mundo creado, que nuestra vida es un regalo maravilloso que no debe ser cuestionado y que el mundo es como un hermoso cuadro dentro de un marco, y que este marco no es como los barrotes de una prisión, sino que por el contrario realza y da esplendor a la obra. También nos dicen que en este mundo nos encontraremos con el mal y que deberemos luchar contra él, aunque no estaremos solos en la batalla. Y, por último, que estamos en un lugar de paso y que nuestra felicidad no está aquí, sino más allá de la muerte.
Por su parte, otro maestro, Tolkien, en su ensayo Sobre los cuentos de hadas (1947), nos habla de otros principios poéticos que este tipo de literatura ofrece a los niños, entre ellos, el consuelo, un consuelo muy necesario que los cuentos dan a través de la alegría del final feliz, de lo que él llama eucatástrofe, lo que convierte a estas historias en evangelizadoras, «ya que proporcionan una fugaz visión del gozo».
El gigante. Obra de N. C. Wyeth (1882-1945).
De todo lo expuesto, podríamos deducir que el problema que algunos plantean no estriba entonces en el uso de la fantasía en el relato, sino todo lo contrario. En los autores antes mencionados ––como en los antiguos cuentos de hadas––, puede vislumbrarse un uso de la fantasía como fórmula narrativa que invita al lector, en tanto se encuentre sumergido en la lectura, a suspender su apreciación de lo natural y a creer en lo sobrenatural, lo que nos da, como decía C. S. Lewis, un «verdadero, aunque desenfocado, resplandor de la verdad divina».
El mismo Lewis esbozó al respecto una explicación personal que aparece en una disertación que dio en 1947 sobre las novelas de su amigo Charles Williams (Las novelas de Charles Williams, contenido en el libro De este y otros mundos, Alba editorial).
Allí señala que hay un tipo de literatura (de la que él, al igual que su amigo Williams, hace uso) que mezcla lo probable y lo maravilloso en dos niveles literarios, el realista y el fantástico. El punto de partida de esta literatura sería una mera suposición. «Supongamos que encuentro un país habitado por enanos; supongamos que dos hombres pudieran intercambiar sus cuerpos. Nada menos que eso se nos exige, pero tampoco nada más», dice Lewis. Partiendo de este presupuesto, el autor británico reflexiona sobre la posible finalidad e incluso utilidad de estos relatos. «Esta suposición es un experimento ideal: un experimento hecho con ideas porque no puedes hacerlo de otra manera. Y, como sabemos, la función de un experimento es enseñarnos más de las cosas sobre las que experimentamos. Cuando suponemos que el mundo cotidiano está invadido por algo distinto, estamos sometiendo nuestra concepción de ese otro mundo, o de ambos, a una nueva prueba. Los juntamos para ver cómo reaccionan. Si tiene éxito, llegaremos a pensar, a sentir y a imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención, ya sea sobre el mundo que se invade o sobre el que lo invade, o sobre ambos».
Pensemos ahora lo que plantea Lewis. Si tenemos la creencia ––como es el caso de los cristianos–– de que existe un mundo paralelo e invisible ¿cómo podremos saber más y mejor sobre él? Las fantasías de Lewis, Tolkien y otros pueden enseñarnos a pensar en su existencia, a hacernos más fácil aceptar la misma y a «imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención» como será ese mundo desconocido, con el que no resulta para nosotros posible contactar o que no podemos, al menos por el momento, experimentar de forma plena.
En estas obras y otras similares se nos habla ––a través de una conjetura––, de la violación de una frontera y de aquello que está a ambos lados de la misma. Pero incluso aunque solo estuviéramos interesados en uno de los lados, aunque fuéramos puros materialistas para quienes «no existe tal cosa (como ese mundo paralelo e invisible), y para quienes eso no puede ser más que una curiosidad o un material para el psicoanálisis», la fábula nos habla igualmente de ese otro mundo en el que no creemos, del otro lado de esa frontera y de su existencia misma y nos obliga a pensar en la posibilidad de su realidad, aun cuando solo sea inicialmente para negarla. Solo por ello agradecería su existencia y la del poeta que lo hace real. Porque de esta manera, hace posible y hasta probable el asombro o la experiencia de lo sublime y nos prepara para ella. «Plantea las conjeturas de un hombre sobre lo incognoscible. Ahora bien, todos aquellos que de inicio no descartan la posibilidad misma de que exista lo incognoscible, quizás admitan que un hombre puede conjeturar mejor que otro. Pero, cuando pensamos que las conjeturas de un hombre son muy acertadas, de hecho, lo que estamos haciendo es empezar a dudar de que solo sean conjeturas», como nos dice Lewis.
Esto es lo que ocurre en su obra y en la de Tolkien; la myatopeia que magistralmente trazan ambos hace posible pensar no solo en esos mundos imaginados por el poeta, en esos personajes y en sus virtudes o defectos, en su vida moral o inmoral, sino en el hecho mismo de una creación.
El problema no es por tanto el uso de la fantasía, así como tampoco que la magia, la adivinación o el ocultismo aparezcan en un libro (como ya comenté en La magia y los libros para chicos (I) y La magia y los libros para chicos (II)). El problema estriba en cómo son presentados y en cómo son tratados. Y no solo eso, sino que, puesto que cada lectura da, como decía Horacio, «prodesse et delectare» (beneficio y deleite), el problema radica también en cómo y de qué manera se asimile esa enseñanza y esa distracción tras dicha lectura.
Tolkien, en su ya citado ensayo, Sobre los cuentos de hadas (1947), dice al respecto:
«La Fantasía es una actividad connatural al hombre. Claro está que ni destruye ni ofende a la Razón. Y tampoco inhibe nuestra búsqueda ni empaña nuestra percepción de las verdades científicas. Al contrario. Cuanto más aguda y más clara sea la razón, más cerca se encontrará de la Fantasía. (…) Se pueden, claro, cometer excesos con la Fantasía. Se la puede utilizar mal. Se la puede aplicar a fines perversos. Puede, incluso, confundir las mentes de las que procede. Pero ¿de qué empresa humana en este mundo caído no se diría otro tanto? Los hombres no solo han concebido a los elfos, sino que se han inventado dioses y los han adorado; han adorado incluso a los que la maldad de sus autores creó más deformes. Pero esos falsos dioses los han fabricado con otros materiales. Sus conocimientos, sus banderas, sus dineros, hasta sus ciencias y las teorías sociales y económicas han exigido sacrificios humanos. «Abusus non tollit usum». La Fantasía sigue siendo un derecho humano: creamos a nuestra medida y en forma delegada, porque hemos sido creados; pero no solo creamos, sino que lo hacemos a imagen y semejanza de un Creador».
Y finalizo, siguiendo a Tolkien, para matizar lo que sin duda es una evidencia, y es que esa acción creativa a través de la fantasía no siempre es recomendable, no siempre es desarrollada a «imagen y semejanza» de nuestro Creador. Por ello, y dado que la fantasía «se puede utilizar mal», habrá que estar atentos y dar a nuestros hijos lecturas de fantasía de la buena, que la hay, acompañándolos en su deleite e instrucción.