22.10.19

El oscuro lugar donde mora el pecado

                                               Duality. Diseño de Capn–Crush–A–Lot.

 

   

«Mas veo otra ley en mis miembros que repugna a la Ley de mi mente y me sojuzga a la ley del pecado que está en mis miembros».

Romanos, 7, 23


«“El extraño caso del Dr. Jekyll y Mr. Hyde” no tiene que ver con pócimas ni personalidades dobles, sino solo con el cielo y el infierno».

G. K. Chesterton

   

  

Stevenson no escribió El extraño caso del doctor Jekyll y mister Hyde (1886) sumido en una nube de opio y medio enajenado, como había hecho algún compatriota suyo (sí, estoy refiriéndome a de De Quincey). No, por supuesto que no, pero lo parecería, tal es la aparente oscuridad de la historia. Y digo aparente, porque creo que se trata de una novela de clara inspiración paulina, como pasaré a exponer. 

De entrada, como sabemos y cuenta Borges, «la escena de la transformación le fue dada a Stevenson por un sueño», un sueño que quizá encontró alimento en las viejas lecturas bíblicas que el pequeño Robert Louis escuchó frente al fuego del hogar, en el seno de su ferviente y devota familia presbiteriana.

Como saben, gracias a su popularización a través del cine, circula por ahí una versión de la historia tan errónea como extendida y no muy alejada de lo que tendríamos por un manido cliché de comic de segunda: la historia de un científico loco que bebe una poción para convertirse en un ser monstruoso y depravado. A vuela pluma, quienes así piensan no estarían muy lejos de lo que en la superficie se cuenta. Sin embargo, la novela posee mucha mayor hondura: algunos han subrayado que Stevenson trató de reflejar en su relato el conflicto entre el bien y el mal, otros la oposición entre la razón y la bestialidad; ciertas lecturas abundan en destacar su preocupación por los impulsos animales del hombre y los peligros que se esconden en los límites, muchas veces difusos, de nuestro frágil estado civilizado, y no sigo para no aburrirles. Estamos ante un pequeño libro en el que se han encontrado un número de lecturas y significados que supera con mucho el de sus páginas. 

                                   Ilustraciones de Charles R. Macauley (1871-1934).

Pero, donde quiero centrarme es en el aspecto cristiano de la historia, que ciertamente existe. Chesterton señaló al respecto que «aunque la fábula pueda parecer una locura, la moral es muy sana; de hecho, la moral es estrictamente ortodoxa». Y esa moral ortodoxa a que se refería Chesterton es, ni más ni menos, que la enseñanza sobre el pecado contenida en la carta de San Pablo a los Romanos. Allí, el apóstol presta atención a la naturaleza pecaminosa del hombre, a las terribles agonías del pecado y la angustiosa conciencia de su existencia en nuestro interior, y a cómo afrontar nuestra lucha contra él. 

Stevenson refleja en su historia el peligro del pecado si nos abandonamos a él o si tratamos de combatirlo solos, con nuestras propias fuerzas, y el fatal error de tratar de emancipar al yo malo del bueno como si fueran dos personas distintas. Este es el error del Dr. Jekyll. 

Esta influencia paulina fue percibida casi desde el momento mismo de la publicación del libro. Ya en 1912, el reverendo John Kelman decía: «La religión popular adoptó la alegoría [de Jekyll y Hyde] en parte porque era un eco moderno de las palabras de san Pablo a los romanos»

Stevenson nos presenta a un Dr. Jekyll pecador que, en lugar de reconocer su falta («los vicios furtivos y embarazosos de Jekyll», a decir de Chesterton, difuminados ambiguamente en la historia), arrepentirse e intentar abandonar su pecado volviéndose hacia Dios, intenta solventar su defecto con sus propias fuerzas. Pero este mismo acto de soberbia, apartándose de cualquier redención, en lugar de alejar el mal, lo genera, pues si bien «donde abunda el pecado, hay abundancia de gracia», el solo pecado no engendra sino pecado. La maldad no solo está en Mr. Hyde ––esto es evidente––, sino que persiste en Jekyll y se multiplica en él, conformando su destino fatal, «pues el salario del pecado es la muerte».  

        Ilustraciones de Edmund J. Sullivan (1869-1933) y de William Hole (1846-1917). 

Vladimir Nabokov ve igualmente el mal en Jekyll y en Hyde; según él, «la transformación de Jekyll, más que una completa metamorfosis, implica una concentración del mal preexistente en él. Jekyll no es bien puro, y Hyde (pese a las aseveraciones de Jekyll) no es puro mal; porque del mismo modo que los componentes del inaceptable Hyde moran en el interior del aceptable Jekyll, así, sobre Hyde flota un halo de Jekyll que se horroriza ante la iniquidad de su otra mitad». Y eso es así porque no es posible dividir a un hombre en dos, como decía Chesterton. Es más ––continúa el «Gordo»––, lo que la historia nos cuenta, no es solo eso, que también, sino que los dos hombres son uno solo y por tanto que mal y bien están en lucha permanente en su interior («mis dos caras eran igualmente sinceras. Era yo mismo, tanto cuando, abandonado todo freno, me sumía en el deshonor y la vergüenza, como cuando me aplicaba a la vista de todos a profundizar en el conocimiento y a aliviar la tristeza y el sufrimiento», confiesa Jekyll, parafraseando a San Pablo, en Romanos 7, 14-23). 

Siguiendo esta línea, Chesterton señala que uno de los puntos centrales de la historia es que «un hombre no puede apartarse de su conciencia. Se trata de una operación quirúrgica de fatales consecuencias; una amputación en la cual ambas partes mueren». La historia no es el relato del primero de muchos experimentos de dislocación, de extirpación del mal, sino la advertencia de que deberá ser el último. Y deberá serlo porque tales experimentos necesariamente saldrán mal, como se refleja en el desenlace de la historia. Se trata, en suma, del combate contra el pecado: no es posible una extirpación; solo es posible luchar contra él con ayuda de la gracia.

                                       Algunas ediciones en idioma español de la novela. 

Al decir de Chesterton, este fracaso fatal es «el momento supremo que se repite en cada historia de un hombre que compra el poder del infierno; el momento en el que encuentra el defecto fatal del pacto. Un momento así le llega a Macbeth, a Fausto y a otros cien (…). La moraleja es que el diablo es un mentiroso, y más específicamente, un traidor; que es más peligroso para sus amigos que para sus enemigos». Es también la constatación de que «todo el que comete pecado, esclavo es del pecado» (Jn, 8, 34). Y esta moraleja, como señaló Andrew Lang, es «el cuento mismo, su alma natural, y tan inseparable de este como Hyde resulta inseparable de Jekyll».

Se trata de una pequeña, pero magistral novela, magníficamente escrita (como todas las de Stevenson), que aconsejo vivamente den a leer a sus hijos una vez hayan cumplido su primer quindenio. Les aseguro que les entusiasmará (como le ocurrió a mi hija mayor) y, a un tiempo, que extraerán de su lectura valiosas y sanas enseñanzas. 

 

3.10.19

Una vida cotidiana perdida y añorada

                              El pueblo de Birkenlud, ilustrado por Ilon Wikland (1930-).

        

  

“¡En torno nuestro hay Cielo en nuestra Infancia!”

William Wordsworth. Oda a la inmortalidad

  

“Cuando algunas personas piensan que eres grande y otras que eres pequeño, entonces tal vez tengas exactamente la edad adecuada”.

Astrid Lindgren. Los niños de Bullerby

        

  

La escritora sueca de literatura infantil, Astrid Lindgren, mundialmente famosa por su creación de la anárquica y revolucionaria Pippi Calzaslargas, tiene, a mayores, una producción literaria abundante donde es posible encontrar pequeñas joyitas, algunos libros breves, pero valiosos, sobre los cuales voy a hablarles hoy. 

Estas historias son en parte autobiográficas y recogen retazos de recuerdos infantiles de la autora nacidos en el marco de un mundo pastoral y rústico que ya no existe. Ese es, precisamente, su valor. Me refiero a las historias de Madita y la las de Los niños de Bullerby. Las primeras recogidas en dos libros titulados, Madita (1960) y Madita y Lisabet (1976), publicados (ambos en su día por la editorial Juventud), recoge las vivencias infantiles de una niña de unos ocho años que da título a la serie, y de su hermana menor, Lisabet, de cinco, en el pequeño pueblo de Birkenlud. Madita vive con su hermanita, sus padres, la sirvienta Alva y la lavandera de la familia Linus-Ida. Sus historias nos muestran la típica forma de vida de la clase media en la Suecia rural de principios del siglo XX, con la primera guerra mundial de ruido de fondo, un ruido muy tenue, por lo demás. Las dos hermanas protagonizan multitud de aventuras, nacidas de su naturaleza traviesa, juguetona y curiosa, en el marco de un acontecer cotidiano a lo largo del año escolar.  

                          Madita y su hermana Lisabet. Ilustraciones de Ilon Wikland (1930-). 

El segundo grupo de historias (Los niños de Bullerby) relata las vivencias y aventuras cotidianas de seis niños (hermanos y amigos) que viven en una pequeña aldea que da nombre a la serie. Fueron publicadas en varios volúmenes entre 1947 y 1967. Bullerby es un lugar realmente pequeño, ya que está formado solo por tres granjas, conocidas como la Granja del Norte, la Granja Central y la Granja del Sur. En la Central viven tres hermanos: Lars de nueve años, Pip de ocho y Lisa de siete. En las otras dos granjas habitan tres chicos más. Uno de ocho años llamado Olaf u Ollie, que es amigo de Lars y Pip y que vive en la Granja Sur, y dos hermanas llamadas Britta y Anna, de nueve y siete años de edad, de quienes Lisa es amiga y que viven en la Granja Norte.

 

                               Los niños de Bullerby. Ilustración de Ilon Wikland (1930-).

Las historias son contadas desde el punto de vista de la pequeña Lisa, que narra con mucha gracia las aventuras y travesuras del grupo. En España han sido editadas por el Círculo de Lectores y por Sushi Books, ambas ediciones en un solo volumen, ilustrado por Illa Wikland, la dibujante favorita de Astrid Lindgren, como en el caso de los relatos sobre Madita y su hermana.

Las dos series son deliciosas, puras y entrañables, y por supuesto, divertidas, llenas de humor y aventura y repletas de esos niños traviesos e ingenuos que a todos gustan. Además, Astrid Lindgren es una escritora con oficio y talento que atesora una sensibilidad especial para retratar la infancia y sus sentires; y eso se percibe no más empezar a leerla. 

 

                                   La Granja Central ilustrada por Ilon Wikland (1930-).

¿Qué pueden encontrar nuestros hijos en estos libros? Pues, además de un entretenido pasatiempo, algo quizá hoy revolucionario: inocencia, libertad, juego, espontaneidad e imaginación y, en el fondo, la familia, una familia de verdad, protectora, sostén y custodio, solar y nido. Es decir, lo que la infancia debería ser y desgraciadamente ya no es. Su lectura puede ser una buena manera de agitar los corazones de los chicos, de avivar lo que de verdaderos niños aún retienen allí, acurrucado en un rincón olvidado, y que añoran sin siquiera saberlo. Lean a sus hijos estas historias o denles a leer estos libros, y los verán disfrutar. Asistirán al asombroso despertar de un deseo: sus hijos querrán ser como siempre habrían debido ser, como deberían ser y como, lamentablemente, no les estamos dejando ser.

                               Varias ediciones en español de los libros comentados.

Los protagonistas de estos libros exhiben frescura donde los niños urbanos de hoy experimentan aburrimiento o adicción. Les vemos practicar, con una tenue y deliciosa suavidad, los rituales de una inocencia, tan cercana, desenvuelta y espontánea, que muy probablemente nos veremos envueltos en una enorme tristeza y añoranza al comprobar como hoy esa ingenuidad está siendo sistemáticamente erradicada. 

Pero no hay que caer en el desánimo. Si les damos a los chicos una oportunidad, no me cabe duda alguna de que la aprovecharán. Lo he visto una y otra vez; en cada ocasión en que se les fuerza a quedarse a solas consigo mismos y con lo natural vuelven a lo natural, y a una velocidad de vértigo. Déjenlos en un jardín, sin pantallas, solos, a su rumbo y ventura. No tardarán en jugar entre sí, correr de aquí para allá, explorar, perseguirse, esconderse y reír, reír… Ustedes también sonreirán. Como decía el poeta:

 

Cuando se oyen las voces de niños en el prado

y llegan las risas hasta la colina

mi corazón en paz está en mi pecho

y todo lo demás está en reposo.

(…)

“Bien, bien, jugad hasta que la luz se esfume

y luego id a casa y hacia el lecho.

Los pequeños saltaron, gritaron y rieron

y en eco las colinas respondieron.

 

William Blake. Canción del aya

 

Estas historias les inspirarán, a unos y otros. Seguro. Puedo decirles que mis hijas disfrutaron en su momento mucho con estos libros, apropiados para niños de entre 7 y 10 años y muy propicios para ser leídos en familia.

19.09.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (IV)

    Oraciones al atardecer en Venecia. Hermann David Salomon Corrodi (1844-1905).

   

  

«Sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios.»

Romanos 8, 28.

   

  

Esta es la cuarta y última entrega de una pequeña serie de artículos con los que he tratado de escudriñar, entre un puñado de buenos y grandes libros, de que manera, cómo y dónde el libre albedrío humano, bien se engarza, bien se enfrenta, a dos concepciones opuestas de estar en el mundo, como son el fatal destino pagano y la esperanzadora Providencia cristiana. Tras una primera entrega introductoria y una segunda donde transité desde el aciago hado de los antiguos hasta el misterioso designio divino cristiano, en la tercera he continuado la ya iniciada busca por entre nuestro universo literario para terminar hoy dando fin a esa pequeña exploración. Y sin más demora comienzo.

En esta última entrega voy a centrar mi atención en los cuentos de hadas, pues en muchos de ellos está presente, como hilo conductor suave y protector, la Providencia de Dios. 

Por ejemplo, en varios de los relatos de Hans Cristian Andersen pueden verse trazas de esa Providencia. En Los Cisnes Salvajes (1838), la pequeña Elisa está segura del amparo del amparo que le brinda el bondados designio divino y dice así: 

“Pensaba en Dios misericordioso, que seguramente no la abandonaría: Él hacía crecer las manzanas silvestres para alimentar a los hambrientos; y la guió hasta uno de aquellos árboles, cuyas ramas se doblaban bajo el peso  del fruto. Y comió de él”.

 

                  Ilustración para Los cisnes salvajes de Anton Lomaev (1971 -).

Y en el relato, El compañero de viaje (1835), el protagonista, Juan, por el amor de una princesa, ha de enfrentarse con la resolución de peligrosos acertijos que bien pueden causar su muerte, pero asume el riesgo confiado, porque:  

“Lo mismo puede ser esto que otra cosa ––dijo Juan––. Tal vez sea precisamente lo que has soñado, pues confío en Dios misericordioso; Él me ayudará”.

Otro de los cuentos de Andersen que contiene una clara mención a la Providencia divina es Lo que dijo la familia (1870)En el siguiente fragmento vemos como el padrino de la protagonista, María, la alecciona sobre la misma:

“Un día, siendo joven, habían llorado, pero aquello le hizo bien, añadió; eran los tiempos de prueba, las cosas tenían un aspecto gris. Ahora brilla el sol dentro de mí y a mi alrededor. A medida que se vuelve uno viejo, ve mejor la felicidad y la desgracia, ve que Dios no nos abandona nunca, que la vida es el más hermoso de los cuentos de hadas. Solo Él puede dárnosla, y dura por toda la eternidad”.

Si retrocedemos en el tiempo y nos detenemos en los cuentos de los hermanos Grimm también encontramos ejemplos y Hansel y Gretel (1812), es una buena muestra. El padre Ronald Murphy, (The Owl, the Raven, and the Dove: The Religious Meaning of the Grimms’ Magic Fairy Tales. 2000), nos cuenta que Wilhelm Grimm pensó en las palomas como mensajeras de la Providencia Divina. Estas, al comer los pedazos de pan que Hans deja como rastro para regresar a casa, privan a los niños de la posibilidad de volver (al estado premoral y egoísta de sus progenitores) y de esta forma les guían, sin que ellos lo sospechen, hacia el buen camino. Dios envía su ayuda, envía las palomas, y aunque estas empujan a los niños hacia la casa de la bruja, les mantienen en el camino ya iniciado del amor genuino y del cuidado mutuo, lo que les sitúa en un estado de sacrificio del uno por el otro. Por ello, a pesar de las dificultades y los sufrimientos, la Providencia les dirige hacia el lugar correcto y verdadero como descubrimos al final del cuento. 

 

                   La princesa dormida. Obra de Viktor Vasnetsov (1848-1926).

También es digno de mencionar La urna de cristal (1857), cuento similar a La bella durmiente de Perrault, en el que la princesa protagonista atribuye a la Providencia divina la aparición del joven sastre que la libera de su prisión y con el que finalmente contrae matrimonio:  

“––¡Divina Providencia¡, gritó ella (…) Libertador mío, por quien tanto tiempo estuve suspirando! El bondadoso cielo te ha enviado para poner término a mis sufrimientos. El mismo día en que ellos terminan, empieza tu dicha. Tú eres el esposo que me ha destinado el cielo. Querido de mí y rebosante de todos los terrenales bienes, vivirás colmado de alegrías hasta que suene la hora de tu muerte. Siéntate, y escucha el relato de mis desventuras.”

Otro ejemplo de los Grimm es el cuento Nieve Blanca y Rosa Roja (1837), en donde las dos hermanas protagonistas son salvaguardadas del peligro de caer por un precipicio por su providente ángel de la guarda.

 

   Ilustración de Alexander Zick (1845-1907), para el cuento Blanca Nieve y Rosa Roja.

En los cuentos de hadas de la vieja Rusia, como ya les he comentado (vean, Cuentos rusos), hay un personaje paradigmático, el pequeño Iván, quien a pesar de su aparente simpleza e irrelevancia es el que al final de las historias resulta bien parado. Para la consecución de tal logro, Iván goza de ayuda, porque la Providencia divina siempre se une a su causa. Según Joseph Campbell y Andrei Sinyavsky, el personaje de Iván se embarca en una búsqueda que le lleva de problema en problema, pero un designio providencial viene constantemente a su rescate, y así su historia ejemplifica el inesperado triunfo de la simpleza, la sencillez y la inocencia. A este respecto es revelador que la expresión más afectuosa del pueblo ruso sea, al parecer, “ah, mi tonto” “ah, mi pequeño tonto” y que “Dios favorece al tonto” uno de sus refranes más populares.

 

      Ilustración para el cuento El caballito jorobado de Nikolai Kochergin (1897-1974).

Se pueden encontrar ejemplos de ello en el cuento de León Tolstoi, Iván el tonto (1885), el del poeta Piotr Yershov, El caballito jorobadito (1834) o en los de Afanasiev, titulados Zarevich Iván, el pájaro de fuego y el lobo gris Sivka-Burka (ambos publicados entre 1855-1863). Esta contradicción aparente encaja perfectamente con el mundo de la fantasía rusa y con la filosofía popular de los eslavos. 

El caso de los cuentos de hadas franceses no es diferente. Por ejemplo, el breve cuento de Los Tres Deseos ridículos (1697) de Charles Perrault, contiene la lección práctica y teológica de que los hombres no saben lo que necesitan, y que siempre les irá mejor si se dejan gobernar por la Providencia que si, llevándole la contraria, se ponen a hacer todo lo que se les ocurre, dejándose arrastrar por impulsos o pasiones. También el cuento de Madame d’Aulnoy, La princesa Rosita ––o Rosette–– (1697), tiene como tema central el auxilio y cuidado de la guarda providencial. Una versión española de finales del XIX introduce una moraleja final que no está en el cuento original pero que resumen bien su enseñanza, y que versa así: 

“Siempre por la inocencia

Vela de Dios la justa Providencia”.

 

         Ilustración para el cuento La princesa Rosette de Gustaf Tenggren (1896-1970).

En nuestro acervo literario también hay muestras de estos retazos providenciales (en Don Juan Manuel, Quevedo etc.). Por ejemplo, hay un brevísimo cuento de Fernán Caballero titulado San Pedro (en Cuentos, oraciones, adivinanzas y refranes populares1877), en el que se fabula sobre la prédica de Nuestro Señor al respecto de nuestras preocupaciones humanas y la confianza que debemos depositar en nuestro Padre celestial y en su Providencia, y que dice así:

“Cuando el Señor y San Pedro andaban por el mundo, llegaron a una choza, en la que hallaron a un hombre, al que se había muerto su mujer, dejándole tres criaturitas chicas, que estaba muy afligido, tanto más cuanto que era anciano, y estaba con un mal sin cura.

Cuando salieron de allí le dijo San Pedro al Señor que cómo no se compadecía de aquella desdicha, y que si moría el padre, qué iba a ser de aquellos niños. El Señor le dijo entonces que levantase una piedra muy grande que había a la vera del camino. Hízolo así San Pedro, y vio que había debajo una gran cantidad de animales, culebras, salamanquesas, tiñosas, lagartijas, ranas, sapos, erizos, galápagos, alimañas, y el Señor le dijo: 

––Quien mantiene a esos animales cuidará de esos niños. Su padre se les morirá, y serán recogidos por gentes piadosas. Uno será Obispo, otro Cardenal y otro Virrey”. 

En todos estos ejemplos, la acción providencial es acompañada de una entrega confiada e incondicional de los protagonistas, aunque su percepción sea más intuitiva que racional. Todos sabemos que la comprensión plena de qué es la divina Providencia se nos escapa, sobretodo al tratarse de la acción temporal de Aquel que está fuera del tiempo; que decir por tanto de lo que le ocurrirá a nuestros chicos. Ello no obstante, estas historias podrán ayudarles a preparar el terreno para que sus almas pueda germinar esta idea y con ella una idea mayor. Por lo pronto, lo que de inicio quizá arraigue más fácilmente sea la ya comentada virtud que ese gobierno providente y misterioso lleva siempre consigo anudada la virtud de la esperanza, una esperanza que ayudará a aceptar con humildad aquello que nos suceda, sea lo que sea, sabiendo que Dios provee nuestro sustento y cuidado.

Así que termino con la fe y la esperanza y con el Cardenal Newman, que refiriéndose al arcano proceder de la Providencia de Dios, ––siempre tan inexplicable y misteriosa para nosotros, pero a la que siempre debemos recibir con confianza––, nos dice:

Es una ley de la Providencia de Dios que nosotros consigamos el éxito a través del fracaso; por eso mi consejo es decirte: No dudes que Él se valdrá de ti ––sé valiente––, ten fe en Su amor por ti ––en su perpetuo y eterno amor–– y ámale con la seguridad de que Él te ama”.

12.09.19

Providencia, destino y libertad en los buenos libros (III)

            La Señora de la Divina Providencia, óleo de Scipione Pulzone (1544-1598).

   

 

“Hay muchos proyectos en el corazón del hombre, pero solo el plan de Dios se realiza”.

Proverbios 19, 21.

  

     

Una de las advocaciones de la Virgen María es la de Madre de la Divina Providencia. Se trata de una devoción medieval de origen italiano realmente hermosa ya que unifica muy vivamente su labor de madre que cuida de sus hijos y su función de colaboradora de la Providencia. 

La idea del manto protector, amoroso y maternal, que ella nos ofrece en respuesta a nuestras plegarias y su relación con la Providencia divina es recogida en unos breves versos de ese magnífico poeta que fue Gerard Manley Hopkins: 

Ella, rústica red, realzada túnica,

Cubre al planeta pecador

Desde que Dios dejó que dispensase

La Providencia Suya con plegarias.

La imagen de esta advocación providencial de la Virgen encuentra también eco en la novela de George Macdonald, publicada en 1872, La princesa y los trasgos (ya tratada aquí), donde resulta personificada en la abuela de la protagonista. Macdonald nos cuenta que la magna anciana vela por todos aquellos que, perdidos, deambulan por el castillo, a quienes proporciona protección frente a los peligros que en la noche acechan tras las múltiples puertas, los oscuros rincones o las umbrías esquinas de las torvas escaleras. Frente a la noche, sus terrores y laberintos y sus misteriosas criaturas, se alza el consuelo y guarda en la abuela de largos cabellos.

 

La princesa Irene y su abuela, la dama de cabellos blancos, ilustración de Jessie Willcox Smith (1863-1935).

 

La fe infantil de la princesa Irene, que puede creer sin ver ni entender, la hace confiar en su misteriosa y querida abuela, que opera en su vida como la protectora Providencia. Esta relación entre la venerable anciana y la pequeña princesa se fundamenta en la fe incondicional de la niña. Una relación simbolizada por el hilo que une el dedo de Irene y la rueca de la abuela, muestra imaginada de la relación del hombre con Dios basada en la fe, la esperanza y la caridad.

Otro ejemplo literario de la acción providencial divina podemos encontrarlo en la serie Las Crónicas de Narnia (1950-1956), de C. S. Lewis (de la que he hablado aquí). En el libro titulado El caballo y el muchacho (1954) es posible percibir a lo largo de toda la historia esa provisión protectora. Los protagonistas muestran una suave y a veces, áspera y dolorosa (“suaviter et fortiter”,como decía Santo Tomás) disposición hacia el propósito predeterminado por el creador del mundo, el gran león, Aslan.

 

 

          Shasta perseguido por Aslan y dibujados por Pauline Baynes (1922-2008).

 

Podemos ver esto cuando el protagonista, Shasta, está contando a la cosa (se trata de Aslan, el león, analogía de Cristo, pero hasta entonces el protagonista no sabe qué o quién es), las desgracias que ha sufrido:

“(…) Le contó que no había conocido a sus padres y que el pescador lo había criado de un modo muy severo. Y luego le contó la historia de su huida y el modo en que los persiguieron los leones y se vieron obligados a nadar para salvar la vida; y todos los peligros corridos en Tashbaan y la noche que había pasado entre las Tumbas y cómo las bestias le aullaban desde el desierto. Le habló también del calor y la sed padecidos durante el viaje por el desierto y que casi habían alcanzado su objetivo cuando otro león los persiguió e hirió a Aravis. También mencionó lo mucho que hacía que no probaba bocado. 

—Yo no diría que eres desafortunado -dijo la Gran Voz. 

—¿No te parece mala suerte que me haya encontrado con tantos leones? -inquirió él.  

—Sólo había un león -declaró la Voz. 

—Pero ¡qué dices! ¿No has oído que había al menos dos la primera noche, y…? 

—Sólo había uno: pero era muy veloz. 

—¿Cómo lo sabes? 

—Yo era el león. 

Y cuando Shasta se quedó boquiabierto e incapaz de decir nada, la Voz siguió: 

—Yo era el león que te obligó a unirte a Aravis. Yo era el gato que te consoló entre las casas de los muertos. Yo era el león que alejó a los chacales de ti mientras dormías. Yo era el león que dio a los caballos las renovadas fuerzas del miedo durante los dos últimos kilómetros para que pudieras llegar ante el rey Lune a tiempo. Y yo fui el león que no recuerdas y que empujó el bote en el que yacías, una criatura al borde de la muerte, de modo que llegaras a la orilla donde estaba sentado un hombre, desvelado a medianoche, para recibirte”.

En otro de los libros de la serie, La Silla de plata (1953), la presencia de la Providencia se revela cuando Jill y Eustace, desalentados por una infructuosa búsqueda, son consolados por su acompañante, Barroquejón, que les dice: 

—“No se preocupen —dijo Barroquejón—. No existen las casualidades. Es Aslan quien nos guía; y él estaba allí cuando el rey gigante mandó esculpir las letras, y ya sabía todo lo que sucedería después; incluyendo esto”. 

Lo mismo ocurre en todas aquellas historias que relatan la vida y las tribulaciones de ese tipo tan especial de protagonista que es el huérfano (del que ya me ocupé aquí). Un patrón común recorre las tramas de estos relatos, especialmente en las historias de Charles Dickens pero extrapolable a muchas otras, pues en todos ellos pueden vislumbrarse acciones providenciales que guían a los protagonistas a su destino final. 

Dickens es profuso en la utilización de estas concatenaciones inverosímiles. Podemos verlo, por ejemplo, en Oliver Twist (1838) (ya tratada aquí), cuando el pequeño Oliver se encuentra casualmente con un viejo caballero en las calles de Londres, tropiezo que cambiará radicalmente su vida, pues ese hombre (el Sr. Brownlow) resulta ser un viejo amigo de su padre que, casualmente, tiene en su casa un retrato de la madre de Oliver, lo que le permite identificar al niño por el gran parecido que este guarda con aquella. O en David Copperfield (1850), cuando el protagonista visita la localidad Yarmouth y encuentra en sus playas el cadáver de un viejo amigo victima de un naufragio. Otras señales providenciales pueden atisbarse por ejemplo en Jane Eyre (1847) de Charlotte Brontë, cuando la joven Jane, vagando por los páramos, es rescatada y acogida por la familia Rivers, que no conoce y de los que resulta ser prima o cuando cree escuchar la llamada de su amado entre los gemidos del viento, lo que la lleva a encontrarse con él. Finalmente, podemos encontrar otro ejemplo en Los Miserables (1862) de Víctor Hugo, donde el protagonista Valjean, mientras huye de la policía por las callejas de los barrios bajos de París, se encuentra con el hombre a quien había salvado la vida muchos años antes en una ciudad lejana.

 

David Copperfield en su infancia con la pequeña Emily en la playa de Yarmouth, obra de Frank Reynolds (1876-1953).

  

Otro factor que nos remite a ese designio providencial que nos guía amorosamente podemos encontrarlo en las actitudes de los protagonistas de estas novelas, que a pesar de su orfandad creen en un gobierno divino del mundo, según el cual, pase lo que pase, “para los que aman a Dios todo coopera para el bien” (Rom 8, 28). 

En Heidi (1880), la famosa novela de Joanna Spyri (tratada aquí), podemos encontrar más ejemplos. Cuando Heidi y Clara admiran juntas el firmamento estrellado, esta última exclama:

—“Parece como si estuviéramos viajando en un carro, justo en el cielo, entre las estrellas”.

 A lo que Heidi responde con una explicación que relaciona deliciosamente el centelleo de las estrellas con la Providencia divina:

—“Al estar arriba en el cielo las estrellas saben que Dios cuida de nosotros. Y eso las alegra y por eso centellean y nos guiñan los ojos. Pero no por ello debemos dejar de rezar. Así estaremos seguras de que no debemos temer por nada”.

Así pues, hagamos que nuestros hijos, leyendo estas obras, se dejen envolver por el amoroso manto de la Providencia divina y se abandonen cándidamente en ella pues, como ya sabemos, “No andéis, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿qué vamos a beber? (…) Ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura”. (Mt 6, 31-33; Mt 10, 29-31).

 

31.08.19

De nuevo, listas y más listas (de Lewis, Tolstoi, Twain y otros)

                               El cuento de hadas, óleo de James Sant (1820-1916).

    

  

“La literatura toda es contemporánea para el lector que sabe leer”. 

Nicolás Gómez Dávila

    

 

Las listas o listados, las enumeraciones, las retahílas y los inventarios, ejercen sobre nosotros una fascinación antigua. Casi como el fuego, nos hipnotizan con su fulgor, prosaico y breve. Son hechiceras y cautivadoras. Nos arroban y raptan nuestra atención abrupta e irreflexivamente. Su mera forma, longilínea y esbelta, nos seduce y, casi sin pensar, dejamos de reparar en su contenido y caemos rendidos a su presencia.

Pero no todas las listas son atendibles ni merecen serlo. De ahí su ínsito riesgo, en especial las de aquellas que indiscriminadamente pululan en la red. 

Las que hoy traigo hasta aquí creo que tienen interés y en mi opinión son recomendables (con salvedades o reparos puntuales). Lo que ocurre es que todas ellas (en especial, la de C. S. Lewis) están pensadas desde la perspectiva de otros tiempos, de aquellos en los que se consideraba a los chicos como personas perfectamente capaces y más aptas que cualesquiera otros para aprender y crecer (en todos los sentidos), personitas a quienes desafiar intelectual y estéticamente, precisamente para que ese crecimiento pudiera tener lugar. 

Y comienzo con la de C. S. Lewis. 

  

Los libros que influyeron C. S. Lewis en su infancia y juventud

En una conferencia pronunciada en 1954, Lewis (1893-1963) dijo a su audiencia: “Yo pertenezco mucho más a ese viejo orden occidental que al suyo … Leí como textos nativos lo que ustedes deberán leer como extranjeros".

Al decir esto, Lewis no tenía la intención de ser arrogante; simplemente estaba llamando la atención sobre la gran diferencia que existía entre su educación –que, como veremos, incluía una formación minuciosa en los clásicos– y la formación que sus oyentes habían recibido hasta entonces. En esa charla, se refirió a sí mismo como un espécimen de dinosaurio y alentó a su audiencia con estas palabras: “Usen sus especímenes mientras puedan. No habrá muchos más dinosaurios”. 

Y esto fue hace 65 años. Hoy, la diferencia entre la educación de Lewis y la nuestra se ha convertido casi en un abismo, e intentar recuperarla equivaldría a realizar una extenuante excavación arqueológica. 

Afortunadamente, él ha hecho esta excavación un poco más fácil para nosotros. En su obra autobiográfica, Sorprendido por la alegría (1955), nos proporciona el testimonio de algunas características importantes de su propia educación: los libros que leía en su infancia y juventud. Agárrense y dejen por un momento “suspendida su incredulidad” al modo de Coleridge. La lista:

  • Sir Nigel (1906), de Arthur Conan Doyle. 
  • Un yanqui en la corte del rey Arturo (1889), de Mark Twain. 
  • La trilogía de Edith Nesbit: Cinco niños y Eso (1902), El Fénix y la alfombra (1904) La historia del amuleto (1906)En sus años más jóvenes, Lewis escribió: “me maravillaron, me abrieron los ojos a la antigüedad y al abismo del tiempo”. Como adulto, aún era capaz de decir: “Todavía puedo volver a leerlos con deleite”
  • Los viajes de Gulliver (1726), de Jonathan Swift. Escribe Lewis: “Gulliver en una edición no expurgada y profusamente ilustrada era uno de mis favoritos”
  • Viejos ejemplares de la revista humorística Punch, especialmente los que contenían los dibujos de Sir John Tenniel. “Me ocupé indefinidamente de un conjunto casi completo de viejos ‘Punches’ que estaban en el estudio de mi padre”
  • Los Cuentos de Beatrix Potter (1902-1930).“Aquí por fin halle la belleza”. Sobre La historia de la ardilla Nogalina: “Me preocupó lo que solo puedo describir como la idea del otoño.”. 
  • Saga del Rey Olaf (1863), de Henry Wadsworth Longfellow. 
  • Las novelas de aventuras de  H. Rider Haggard. 
  • Las novelas de anticipación y ciencia ficción de H.G. Wells. 
  • Quo Vadis? (1895), de Henryk Sienkiewicz. 
  • Tinieblas y amanecer (1912), de George Allan England.
  • Ben Hur (1880), de Lewis Wallace.
  • El hombre que fue su propio hijo (1882), de F. Anstey. Historia en la cual un padre y un hijo intercambian mágicamente los cuerpos. Lewis la llamó “la única historia de escuela veraz que existe”
  • Sohrab and Rustum (1853), de Matthew Arnold. “Me encantó el poema a primera vista y lo he amado desde entonces”
  • Tamerlán el Grande (1587), de Christopher Marlowe. “Lo leí por primera vez mientras viajaba de Larne a Belfast en medio de una tormenta”.
  • Paracelso (1835), de Robert Browning. “Leí el ‘Paracelso’a la luz de una lámpara que se apagaba y que había que volver a encender cada vez que se ponía en marcha una batería situada en un foso debajo de donde yo estaba [en un barco], lo que creo que estuvo pasando cada cuatro minutos durante toda aquella noche”.
  • Sigfrido (1876) y el Crepúsculo de los Dioses (1876), de Richard Wagner, ilustrado por Arthur Rackham.“Me envolvió la más pura ‘pasión por lo nórdico’: una visión de espacios grandes y claros suspendidos sobre el Atlántico en el ocaso interminable del verano septentrional, de lo lejano, de la inclemencia…”. Más tarde también leyó los otros volúmenes de la serie, El oro del Rhin (1869) La Valkiria (1870).
  • Mitos Nórdicos (1908), de H. A. Guerber.
  • Mitos y leyendas de los Teutones (1912), de Donald Mackenzie.
  • Antigüedades Nórdicas (1770), de Paul Henry Mallet.
  • Obras de George Bernard Shaw.
  • Las Odas (23 a. C.), de Horacio.
  • La Eneida (19 a. C.), de Virgilio.
  • Las bacantes (405 a. C.), de Eurípides.
  • Obras de John Milton. 
  • William Butler Yeats. Lewis escribe que Yeats le apartó del resto de los poetas que estaba leyendo en su adolescencia. 
  • Obras de James Boswell. 
  • Historia de la literatura inglesa (1912), de Andrew Lang.
  • La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy (1759-1767), de Laurence Sterne. 
  • La Anatomía de la Melancolía (1621), de Robert Burton. 
  • Obras de Demóstenes.
  • Obras de Herodoto.
  • Obras de Cicerón.
  • Obras de Lucrecio. “Algunos años antes de leer a Lucrecio ya sentía la fuerza de su argumento, que seguramente es el más fuerte de todos en favor del ateísmo: Si Dios hubiera creado el mundo, no sería un mundo tan débil e imperfecto como el que vemos".
  • Obras de Catulo. 
  • Obras de Tácito.
  • Obras de Sófocles. 
  • Obras de Esquilo.
  • Obras de Apuleyo.
  • La Ilíada y la Odisea, de Homero.
  • William Morris. Fue el gran autorbde Lewis durante sus años de adolescencia. “Casi todas las obras de Morris llegaron, volumen a volumen, a mis manos (…). Los ‘caballeros armados’ resurgían desde mi primera infancia. Después de aquello leí todo lo que pude conseguir: Jasón, El Paraíso terrenal, los romances en prosa …”
  • La muerte de Arturo (1485), de Thomas Malory.
  • La alta historia del Santo Grial (1898), de Sebastian Evans.
  • La saga de Laxdœla, anónimo.
  • Obras de Pierre de Ronsard.
  • Obras de André Marie Chénier.
  • G. K. Chesterton. “Chesterton tenía más sentido común que todos los demás modernos juntos” (…). Nunca había oído hablar de él ni sabía qué pretendía; ni puedo entender demasiado bien por qué me conquistó tan inmediatamente (…). Aunque pueda parecer extraño, me gustó por su bondad (…). Al leer a Chesterton, como al leer a MacDonald, no sabía dónde me estaba metiendo”.
  • Dr. Samuel Johnson. “Johnson era uno de los pocos autores en los que me daba la impresión de que podía confiar totalmente”).
  • Beowulfanónimo.
  • Sir Gawain y el Caballero Verdeanónimo.
  • El Kalevalaanónimo.
  • Obras de Robert Herrick.
  • Obras de Sir John Mandeville. 
  • La vieja Arcadia (1593), de Philip Sidney.
  • Waverley (1814), de Sir Walter Scott.
  • Todos los libros de las hermanas Brontë y los de Jane Austen. “Supusieron un complemento fenomenal para mis lecturas más fantásticas y disfruté más de cada una por su contraste con la otra”. Descubrió en ellos el amor por lo sencillo, por lo cotidiano, “la cualidad arraigada que une todas nuestras experiencias simples: el tiempo, la comida, la familia, el vecindario”.
  • La reina de las Hadas (1590-1596), de Edmund Spenser. 
  • FantastesUn romance de hadas para hombres y mujeres (1858), de George MacDonald. Lewis describe el efecto de su primera lectura: Aquella noche mi imaginación fue, en cierto modo, bautizada; el resto de mi cuerpo, naturalmente, tardó más tiempo. No tenía ni idea de dónde me había metido al comprar ‘Fantastes’ (…). Encontré allí todo lo que ya me había entusiasmado en Malory, Spenser, Morris y Yeats. Pero en otro aspecto todo era distinto. Todavía no sabía (y tardé mucho en descubrirlo) el nombre de la nueva cualidad, la sombra brillante, que residía en los viajes de Anodos. Ahora lo sé. Era Beatitud”. También escribió que George MacDonald influyó en él más que cualquier otro escritor.  

 

 

La lista de Agatha Christie

También la famosa Agatha Christie dejó una lista sobre aquellos libros que pensaba que debían leer los niños y los jóvenes. Sin embargo, la dama del crimen lo hizo de una forma poco convencional. No crean ustedes que se limitó a dejar una lista en un escrito autobiográfico o al hilo del alguna entrevista. No, que vá. Christie utilizó lo que mejor sabía hacer: escribir un relato. Su última novela, La Puerta del Destino (1973), que protagonizan la pareja de detectives Tommy y Tuppence, comienza con esta última compartiendo sus pensamientos sobre los libros que amaba de niña y manifestando su incomprensión ante lo poco que, al parecer, leían los niños de aquellos días (la novela se sitúa a principios de los años 70).

Como tal declaración no se refiere a ningún punto de la trama ni tampoco parece ser necesaria para dibujar el carácter de Tuppence ––sobradamente conocido para sus lectores––, no resulta difícil entender que la autora está compartiendo algo personal y que en ese momento Tuppence es su voz interior. Este es su mensaje para nosotros: “Que los pequeños lean estos libros”. Así que veamos cuales son. Ahí van:

 

  • La isla del Tesoro (1883), Secuestrado (1886), Catriona (1893) La flecha negra (1888), de R. L. Stevenson. Por cierto, en el interior del último de estos libros (La flecha negra) es dónde encuentra la primera pista la pareja de detectives. Curioso, en la última novela de Christie el misterio se inicia en otro libro, un libro importante para la autora.
  • Alicia en el País de las Maravillas (1865) y Alicia a través del espejo (1871), de Lewis Carroll. 
  • El reloj de cuco (1877), La granja de los Cuatro Vientos (1878) y La Sala de Tapices (1879), de Mary Molesworth.
  • El libro de Romances Rojo (1906), El libro del Hadas Naranja (1906), El libro de Hadas Rosa (1897) y El Libro de Hadas Lila (1910), de  Andrew Lang.
  • Un día de mi vida: Experiencias cotidianas en Eton (1877), de George Nugent-Bankes.
  • Bajo la Túnica Roja (1894) y La Escarapela Roja (1895), de Stanley Weyman. 
  • El escritor L.T. Meade es mencionado, aunque ninguno de sus títulos es citado expresamente por Christie. 
  • Winnie-the-Pooh (1926), de A. A. Milne.
  • El collar de las margaritas (1856), de Charlotte Yonge.
  • Los nuevos buscadores de Tesoros y La trilogía del Psammead, que incluye Cinco chicos y Eso (1902), El Fénix y la alfombra (1904) y La historia del amuleto (1906), de Edith Nesbit.
  • El prisionero de Zenda (1894), de Anthony Hope.

  

La pequeña (e incompleta) lista de Mark Twain

El 20 de enero de 1887, Mark Twain escribió al reverendo Charles D. Crane una carta (firmada como S. L. Clemens, su verdadero nombre), en la que daba contestación a una serie de preguntas que aquel le habría formulado sobre lecturas recomendables. Si bien se conserva esta misiva, no ha podido ser encontrada la carta a la que responde. Por lo tanto, no sabemos con certeza qué preguntó el reverendo Crane a Twain.

Sin embargo, algunos estudiosos, jugando a Sherlock Holmes, han aventurado cuáles podrían haber sido las preguntas. Y este es el resultado:

La carta de Twain dice, más o menos, así:

 

“Estimado señor: 
Estoy a punto de salir de casa, por lo que no tengo mucho tiempo para pensar sus preguntas y considerar adecuadamente mis respuestas; no obstante, me lanzo al asunto de la siguiente manera. 
A la primera pregunta: 
  • Macaulay [Historia de Inglaterra, 1848, de Thomas Macaulay].
  • Plutarco [Vidas paralelas, entre el 96 y el 117 d. C.].  
  • Las memorias de Grant [Las memorias personales de Ulysses Grant, 1885. Ulysses S. Grant, comandante general del ejército de la Unión al final de la guerra de Secesión y 18.º Presidente de los Estados Unidos].  
  • Crusoe [La vida y las extrañas aventuras de Robinson Crusoe, marinero de York1719].  
  • Noches de Arabia [Cuentos de las mil y una noches]. 
  • Gulliver [Los viajes de Gulliver”, 1726, de Jonathan Swift]. 
A la segunda pregunta: Lo mismo para las chicas, después de haber eliminado a Crusoe y haberlo sustituido por Tennyson [Idilios del rey1859, de Alfred Tennyson].  
No puedo responder a la tercera pregunta de esta manera tan repentina. Cuando uno va a elegir doce autores, para bien o para mal, abandonando a los padres y madres para aferrarse a ellos y sólo a ellos hasta que la muerte lo separe, hay en ello una responsabilidad tan atroz, que a su lado el matrimonio es un sacramento empapado de levedad.  En mi lista sé que debería incluir a Shakespeare; a Browning; a Carlyle (La Revolución Francesa, 1837, solamente); a Sir Thomas Malory [La muerte de Arturo1485]; las historias de Parkman (un centenar de ellas si es que hay tantas); las noches árabes [Cuentos de las mil y una noches]; el Dr. Johnson  de Boswell [La vida de Samuel Johnson1791, de James Boswell],porque me gusta ver a ese viejo gasómetro complaciente escucharse a sí mismo; el Platón de Jowett [los comentarios a La República de Platón, 1885, de Benjamín Jowett];B.B. (un libro que escribí hace algunos años, no para publicarlo, sino solo para mi lectura privada. [Es posible que Twain se refiriese aquí a su “Bible Book” acerca de Noé, el cual nunca terminó].  
Podría añadir otros tres nombres a la lista, pero quisiera mantener abierto el cupo durante unos años, para evitar equivocarme.  
Sinceramente suyo.  
S. L. Clemens” 

 

De todo lo anterior, al parecer, podría inferirse que la carta del reverendo versaba sobre cuáles eran los libros que Twain consideraba más convenientes, tanto para niños como para adultos. Y que las tres preguntas a las que responde el literato podrían haber sido las siguientes: 

1ª) ¿Qué libros deben leer los chicos? 2ª) ¿Y las chicas? … 3ª) ¿Qué deben leer los adultos? ¿Cuáles son los libros favoritos del Sr. Samuel Clemens?

 

Los libros que leyó Helen Keller de niña

Igualmente, la increíble e inspiradora Helen Keller, en su autobiografía La historia de mi vida (1903), capítulo 21, relata cómo, parte del maravilloso y cuasi milagroso trabajo que realizó con ella su maestra, Ann Sullivan, consistió en que adquiriese fluidez en la lectura y en el uso del lenguaje en general, e incluye una lista de los libros que aquella le hizo leer. La lista es la siguiente:

 

  • El pequeño Lord Fauntleroy (1885), de Frances Hodgson Burnett.
  • Los héroes griegos (1856), de Charles Kingsley. 
  • Las fábulas (1668), de Jean de La Fontaine. 
  • El libro de las maravillas (1852), de Nathaniel  Hawthorne. 
  • Historias bíblicas 
  • Cuentos de Shakespeare (1807), de los hermanos Lamb. 
  • Una historia de Inglaterra para niños (1851), de Charles Dickens. 
  • Animales salvajes que he conocido (1898), de Ernest Thompson Seton. 
  • Las mil y una noches. Anónimo. 
  • La familia Robinson suiza (1812), de Johann David Wyss.
  • El progreso del peregrino (1678), de John Bunyan.
  • Robinson Crusoe (1719), de Daniel Defoe.
  • Mujercitas (1868), de Louisa May Alcott.
  • Heidi (1880), de Johanna Spyri.
  • El libro de la selva (1894), de Rudyard Kipling. 
  • La Ilíada (segunda mitad del siglo VIII a. C.), de Homero.

 

La lista de libros que influyeron en la infancia y juventud de León Tolstoi

Por último, tenemos a León Tolstoi. Parece ser que en 1891, un editor ruso pidió a 2.000 profesores, académicos, artistas y hombres de letras, figuras públicas y otras luminarias, que relacionasen los libros que consideraban más importantes, y Tolstoi (que por aquel entonces tenía 63 años) respondió con una lista se dividió en cinco tramos de edad, acompañando los títulos con su grado de influencia ("enorme", “muy grande", o simplemente “grande").

Estas son las obras que le hicieron honda impresión en las dos primeras etapas, hasta los 14 años y luego de los 14 a los 20:

 

De la infancia hasta los 14 años:

  • La historia de José en la Biblia  - Enorme.
  • Cuentos de Las mil y una nochesAlí Baba y los 40 ladronesEl Príncipe Qam-al-Zaman  - Grande.
  • La gallinita Negra (1829)  de Antony Pogorelsky  - Muy grande.
  • Poemas épicos populares de Rusia (bylinas): Dobrynya Nikitich, Ilya Muromets, y Alyosha Popovich. - Enorme.
  • Los poemas de Alexander Pushkin, en especial, Napoleón (1821). - Grande.

 

De los 14 años a los 20:

  • El Evangelio de San Mateo, en especial el Sermón de la Montaña - Enorme.
  • El viaje sentimental por Francia e Italia (1768), de Laurence Sterne - Grande.
  • Las Confesiones (1782-1789), de Jean-Jacques Rousseau - Enorme.
  • El Emilio (1762), de Jean-Jacques Rousseau  - Enorme.
  • Julia o La Nueva Eloísa (1761), de Jean-Jacques Rousseau - Grande.
  • Eugenio Oneguin (1833), de Alexander Pushkin  - Grande.
  • Los bandidos (1781), de Friedrich von Schiller  - Grande.
  • El capote (1842), Por qué se pelearon los dos Ivanes (1834), La avenida Nevsky (1835), de Nikolái Gógol  - Grande.
  • El Viyi (1835), de Nikolái Gógol - Enorme.
  • Las almas muertas (1842), de Nikolái Gógol  - Grande.
  • Memorias de un cazador (1852), de Iván Turguénev - Grande.
  • Polinka Saks (1847), de Alexander Druzhinin  - Grande.
  • Antón el desdichado (1847), de Dmitri Grigoróvich - Muy grande.
  • David Copperfield (1849), de Charles Dickens  - Enorme.
  • Un héroe de nuestro tiempo (1839-40) y Tamara (1841), de Mijaíl Lérmontov - Grande.
  • Historia de la conquista de México (1843), de W. H. Prescott  - Grande.

 

Todas estas listas ponen de manifiesto una cosa: nuestra decadencia y nuestro deterioro cultural. Hasta los mejores hoy no lo son tanto. E impresiona en dos sentidos: en la admiración que provoca en nosotros descubrir almas tan cultivadas y en la melancolía que nos embarga cuando nos apercibirnos del deterioro sufrido, como cuando contemplamos el abandono de un jardín antaño hermoso ¿Podremos reparar el daño? Sé que depende en gran medida ––en toda medida–– de algo que está más allá de los libros y de la cultura, y el único consuelo es que esta restauración no es nuestra misión; Él se encarga. Lo nuestro es tratar de seguir, con ayuda de la gracia, su llamada, como el pequeñuelo que, fascinado, persigue sin cesar e intenta imitar, sin mucho éxito pero con perseverancia, al mayor de sus hermanos.