Retrato de Lucrezia Panciatichi (detalle). Obra de Bronzino (1503-1572).
«Las virtudes también andan desencadenadas; y vagan con mayor desorden y causan todavía mayores daños. Pudiéramos decir que el mundo moderno está lleno de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas. Y se han vuelto locas, porque fueron aisladas unas de otras y vagan por el mundo solitarias».
G. K. Chesterton. Ortodoxia.
No sé si ustedes se habrán apercibido, pero últimamente se ha hecho muy común un grave vicio del intelecto: muchas personas, incluido en ocasiones yo mismo, hacemos poco uso de la reflexión, y además, en las cada vez más escasas ocasiones en que nos ponemos a pensar, esta operación con frecuencia no responde a un proceso racional. Gran cantidad de gente se lanza hoy a actuar movida por impulsos y sentimientos, bajo el dominio de sus apetitos, que son quienes se han adueñado de su voluntad. Así vemos, día sí día también, socavarse impunemente los más básicos principios de la lógica.
Probablemente muchos de ustedes habrán experimentado la imposibilidad de entenderse con personas con las que, teóricamente, comparten creencias y principios, como la prevalencia del bien sobre el mal y la defensa de la vida, personas de buenas intenciones y sin aparente mala fe con las cuales, por razón de esas convicciones comunes, debería haber un cierto entendimiento. Sin embargo, sorprendentemente no suele haber acuerdo, elevándose ante nosotros un muro que parece inexpugnable a cualquier razonamiento basado en la naturaleza y propósito de las cosas. Todo aquello que choque con los deseos y las apetencias, por mucho que suene contradictorio o absurdo, suele ser apartado de la criba de la razón.
Este pensamiento corrompido trae como consecuencia un actuar en contra del orden natural de las cosas y un alejamiento de la realidad última de las mismas, lo que nos sitúa en un mundo donde, como predijo Chesterton, las virtudes se han vuelto locas y, aisladas unas de otras vagan solitarias causando daño.
Aunque no se trata de ninguna novedad, pues los diagnósticos de sus causas pueden rastrearse ya desde antiguo, mucho más allá de Chesterton. Unos análisis, por cierto, de una actualidad verdaderamente sorprendente.
Por ejemplo, vemos advertencias en Platón y su obra La República, con su premonitoria descripción del hombre democrático. Allí el filósofo griego nos dice que para este tipo de sujeto el menor vestigio de moderación es sentido como algo intolerable. «En su determinación de no tener amo» y de consagrarse al ejercicio de una libertad incondicional, termina ignorando «todas las leyes, escritas o no», y sosteniendo «que todos los placeres son de la misma naturaleza y merecen ser satisfechos por igual».
De esta forma, la mera idea de un orden natural de las cosas que determine que algunos deseos son desordenados y deben ser rechazados por la razón, se vuelve odiosa e intolerable para él. Como consecuencia de ello, la poesía, la arquitectura, la música y el arte en general, carentes de control, guía o propósito, terminan pervirtiéndose por «la falta de gracia, de ritmo y de armonía», y desembocan en una cultura que glorifica «la maldad, la intemperancia, la vileza o la fealdad». Tal estado de cosas causa en los ciudadanos (especialmente los niños y jóvenes) un grave daño, al acumular en sus almas, «poco a poco y sin que se den cuenta, una enorme masa de maldad y vicio», que corrompe las sensibilidades morales y la capacidad de argumentación racional.
Ese es, según el filósofo, el destino irónico de las sociedades que, como hoy la nuestra, valoran la libertad y la igualdad por encima de la virtud.
Más adelante, en la Edad Media, santo Tomás nos habla de cómo la lujuria (entendida como deseo sexual desordenado) abunda en este peligro. Según el de Aquino, el sexo se vuelve vicioso cuando se satisface de forma que frustra sus fines naturales o de manera inadecuada.
Para el Aquinate, la generalización de ese desorden no solo es peligrosa en sí misma, sino que también lo es por sus efectos colaterales, ya que tiende a traer consigo otras dolencias morales, las que él denomina «las ocho hijas de la lujuria», cuatro de las cuales se refieren al intelecto y cuatro a la voluntad. Aquí me centraré únicamente en lo que él llama «ceguera de la mente», mediante la cual el «simple [acto de] comprensión, que aprehende algún fin como bueno (…) es obstaculizado por la lujuria». Se trata, además, de un vicio es especialmente intenso, porque como dice el mismo Aquino es «el mayor de los placeres; que absorbe la mente más que cualquier otro», y por ello afecta de manera especial a la virtud cardinal de la prudencia.
Es decir, que según santo Tomás el vicio sexual arraigado le vuelve a uno estúpido en todos los órdenes, al traer consigo un tipo de corrupción cognitiva, la «ceguera de la mente», que «casi totalmente empece el conocimiento de los bienes espirituales», impidiendo al hombre apreciar qué es lo bueno y verdadero.
Y lo cierto es que en la actualidad ese deseo sexual viciado campa por sus respetos entre nosotros, con la generalización de la contracepción, del aborto, de la homosexualidad y de la pornografía. Una sexualidad desordenada que está en todas partes y que desde todas ellas acosa a nuestros hijos.
Pero las advertencias no nos llegan solo de un lado, aunque sea el correcto. En la modernidad, entre los grandes ateos, podemos encontrar una admonición similar en un filósofo como Friedrich Nietzsche.
El pensador alemán sostuvo que Dios había muerto, pero en absoluto pensaba que eso supondría el inmediato advenimiento de un paraíso. Por el contrario, previó que pronto las sombras envolverían Europa, y que sobre ella caería una «lógica monstruosa del terror… Un eclipse de sol como probablemente nunca ha acaecido todavía en la tierra».
Pero, si Nietzsche decía esto era porque estaba convencido de que una civilización no podía sobrevivir sin un fundamento moral, como en el caso proporcionaba el cristianismo, y aunque él lo despreciaba y abogaba por su destrucción, sabía que el camino hacia un nuevo orden estaba inexplorado y lleno de incógnitas, y que habría un precio que pagar. Parte de ese precio se tradujo en una merma en la racionalidad del pensamiento. Para Nietzsche la muerte de Dios privaría de todo fundamento a uno de los principios clave de la modernidad: la igualdad. Muerto Dios, ya no habría razón para creer en la igualdad moral básica de todos los seres humanos.
«Rompiendo un concepto principal del cristianismo, la fe en Dios, uno rompe el esquema: nada necesario se mantiene en las manos de uno».
Sin embargo, el filósofo advirtió que, sorprendentemente, esa falla no era percibida por la mayoría de los hombres modernos. Así, escribió:
«El utilitarismo (socialismo, democracia) critica el origen de las valoraciones morales, pero cree en ellas tanto como el cristianismo. (¡Qué ingenuidad, como si la moral pudiera sobrevivir cuando falta el Dios que la sanciona!)».
Todas estas advertencias parecen hoy más actuales que nunca. La destrucción de ese realismo en el pensamiento que, con metódica cadencia, se viene produciendo desde los nominalistas de finales del medievo, está en plena efervescencia. Con ello un nuevo tipo de hombre se abre paso, uno que se asemeja mucho a los endemoniados de Dostoyevski, a las tarántulas de Nietzsche, al ciego de mente de santo Tomás o al hombre democrático de Platón; un hombre que, como he dicho, no hace ya uso de la razón y se guía preferentemente por apetitos y pasiones.
Ello nos sitúa ante la necesidad de educar a nuestros hijos en un sistema de pensamiento que les ayude a separar el trigo de la paja, para anticiparse así al golpe epistemológico que está perpetrando la modernidad. Una educación que les permita evitar ese «daño acumulativo» para el alma del que advertía Platón y esa «ceguera de la mente» de la que hablaba santo Tomás.
Creo que una de esas posibles fórmulas educativas puede encontrarse en la literatura, en la buena y gran literatura. En las páginas de esos grandes y buenos libros se encierra todavía un esquema del mundo conforme a su naturaleza y propósito, a modo de ovillo de Ariadna que quizá pueda ayudarnos a transitar por entre el laberinto de la modernidad.
Además, estos buenos libros son hoy una de las pocas maneras de conectar a los chicos con la realidad, a fin de que crezcan en la conformidad con la naturaleza y no contra ella. Nuestros hijos viven inmersos en un mundo cotidiano pleno de irrealidad. La música, el cine, la televisión, los videojuegos, y lo que es más grave, la propia acción social y política y su traducción legal, están impregnados de una filosofía contra natura que trata de hacer pasar por cierto aquello que es ficticio, y que les impulsa, de forma suicida, a contravenir el curso natural de las cosas. Pero los buenos libros pueden ayudarlos a escapar de esa red de irrealidad, ya que en su interior todavía se guarda un mundo en el que prima lo real, y por ello son de un enorme valor.
Por supuesto, habrá que realizar una elección y una criba (de algo así trata modestamente este blog), pues no toda literatura responde a ese esquema tradicional del orden de las cosas al que me refiero.
Así que apliquémonos a la tarea, porque nuestra obligación es evitar que este nuevo y desordenado orden subvierta en nuestros hijos sus rasgos más propiamente humanos, a saber, su entendimiento y su voluntad.