13.12.21

Jane Austen y el vicio del sentimentalismo: «Juicio y sentimiento»

       
           «Una espina entre las rosas» (detalle). Obra de James Sant (1820-1916).

  

  

«Como soy un pesado, le mencioné la definición de sentimentalismo de R.H. Blyth: somos sentimentales cuando le damos a una cosa más ternura de la que Dios le da».


J. D. Salinger. Levantad, carpinteros, la viga maestra.

 

«Un sentimental es simplemente alguien que desea tener el lujo de una emoción sin pagar por ella».


Oscar Wilde. De profundis.

  

    

El monje cisterciense Eugene Boylan dio en el clavo cuando en su famosa obra, Tremendo amor (1945), escribió lo siguiente:

«La fuente de todos los males y errores en la vida intelectual de hoy ––la enfermedad que hace de muchos de sus enunciados meros vagabundeos de una imaginación febril–– es la pérdida de la metafísica y de la capacidad para el pensamiento abstracto».

Boylan se estaba refiriendo así al riesgo cierto de que, si uno se descuida, puede terminar pensando con la imaginación en vez de con ideas, y más específicamente, que uno de los males a que esto podría conducir es a pensar, no ya con la imaginación, sino con los sentimientos. Sigue diciéndonos el monje:

«De esta enfermedad de la mente (la pérdida de la metafísica y de la capacidad del pensamiento abstracto) obtenemos el sentimiento como principio en la moral, lo particular por lo general en el argumento, la metáfora en lugar de la realidad, la opinión por la certeza, el prejuicio en lugar del juicio, la cantidad por la calidad, la materia como la realidad última, entrando en circulación todas esas monedas falsas que son corrientes en el comercio intelectual de hoy».

¿Reconocen el paisaje intelectual y moral que describe?

Como una de esas monedas falsas de que habla el padre Boylan, el sentimentalismo es quizá una de las características intelectuales de más presencia en nuestros días, sea en la escuela, sea en la universidad, sea en el hogar, sea en el trabajo.

Este sentimentalismo rampante reúne dos grandes vicios: la primacía del sentimiento sobre la razón, siempre y sin excepción, y el encierro del hombre en sí mismo, en una autocomplacencia emocional, que lo aísla y lo paraliza. Y aunque no es algo esencialmente moderno, también es cierto que hoy campa por sus respetos sin límite aparente.

En su libro, La estética de la música (1997), el filósofo conservador Roger Scruton hace una de las descripciones más certeras de este tipo de comportamiento moral, al decirnos que «el sentimentalismo es ese vicio peculiarmente humano que consiste en dirigir tus emociones hacia sí mismas, para ser el tema exclusivo de una historia contada por ti mismo». Y continua argumentando por qué se trata de un vicio:

«No solo nos coloca a distancia de la realidad; también implica una sobrevaloración de uno mismo a costa de los demás. La otra persona entra en la órbita del sentimentalista como una excusa para la emoción, más que como un objeto de ella. El otro se ve privado de su objetividad como persona y absorbido por la subjetividad del sentimentalista. Se convierte, en un sentido muy real, en un medio para la emoción, más que en un fin en sí mismo».

Un vicio tan suave y pegajoso como reconfortante, pero que, a pesar de su aparente benevolencia, afecta a la percepción de la realidad y al conocimiento de la verdad, ya que excluye por completo a la razón. Y, no solamente eso, sino que, a un tiempo, condiciona el comportamiento humano haciendo del hombre un ser menos social y más egoísta, pues aunque el sentimental pretende preocuparse por el prójimo, realmente solo se preocupa por sí mismo convirtiéndose así el otro en un mero medio para un fin. Pero volvamos a Scruton, quien en una de sus últimas entrevistas vuelve sobre el tema:

«El sentimentalismo pone un velo entre tú y el mundo. Hace que tus propios sentimientos sean más importantes que el objeto al que teóricamente se dirigen y, por lo tanto, los neutraliza. Realmente uno no está respondiendo al mundo tal como es; de ahí que encierre un profundo defecto epistemológico».

Y es que en realidad, el hombre que padece de sentimentalismo falsifica y corrompe el significado real de los sentimientos, que en sí mismos, no solo son algo esencial y propio de nuestra condición humana, sino también algo deseable y bueno. Pero el sentimentalista los desnaturaliza, atribuyéndose algunos ciertamente inexistentes para alardear de ellos y tranquilizar su conciencia sin comprometerse de hecho, vaciando, además, de sus funciones a los que realmente experimenta. D. H. Lawrence lo dice mejor:

«¡Sentimientos falsos! El mundo está lleno de ellos. Son mejores que los sentimientos reales, porque puedes escupirlos cuando te cepillas los dientes; y al día siguiente puedes fingirlos de nuevo».

No obstante esta presencia tan actual se trata de un vicio que no es nuevo y como tal aparece tratado en algunas obras clásicas.

Por ejemplo, la primera novela de Jane Austen, Juicio y sentimiento (1811), trata de esta cuestión –o al menos de una parte del problema–, tal y como evoca su propio título, y por ello su ya perenne presencia de clásico, se ha vuelto más actual que nunca. El filosofo inglés Gilbert Ryle hace al respecto la siguiente observación:

«Varios de los títulos de Austen están compuestos por sustantivos abstractos. «Juicio y Sentimiento» [trata] realmente de las relaciones entre el sentido y la sensibilidad, o […] entre la cabeza y el corazón, el pensamiento y el sentimiento, el juicio y la emoción».

La novela nos da una visión de la vida cotidiana de las mujeres de la clase media alta de la Inglaterra de principios del siglo XIX, en la denominada época de la Regencia, y se centra sobre todo en las relaciones personales de la familia Dashwood, poniendo el acento en las dos hermanas mayores, Elinor y Marianne, y sus relaciones románticas. Elinor, la de más edad, es una imagen del sentido común, y Marianne, la de menor edad, una muestra de la sensibilidad. Pero no se trata de dos personajes dicotómicos y opuestos y, por lo tanto, planos. Elinor representa el sentido, y sin embargo su vida no está ausente de sentimiento, y Marianne es elegida para mostrarnos los efectos de la sensibilidad, pero también evidencia trazas de razón, como puede verse al final de la historia. Porque ambas son muy humanas y la maestría de la autora reside en usarlas como ejemplos extremos de ciertas patologías de conducta, sin que sintamos que se trata de meras creaciones ficticias.

Al igual que sucede hoy día, a comienzos del siglo XIX la pujanza del movimiento romántico puso en boga el peligro de una sensibilidad excesiva, y Austen estaba preocupada por la prevalencia de la actitud sensible que enfatizó la naturaleza emocional y sentimental de las personas en lugar de sus dotes racionales. Fruto de esta preocupación nació esta su primera novela. En su tiempo, ser capaz de mostrar las propias emociones era, por tanto, deseable, y la moderación, de hecho todo lo relacionado con el control racional, se consideraba artificial. Austen intenta desacreditar esta tendencia al sentimentalismo señalando sus peligros en el ejemplo de Marianne y mostrando la superioridad del sentido, con el ejemplo de Elinor.

Una crítica contemporánea (Critical Review, febrero de 1812) explica bien lo que Austen trataba de mostrar:

«La sensibilidad de Marianne no tiene límites. Se siente desdichada, y en su peculiar temperamento, esta miseria es extravagantemente apreciada por ella misma, mientras que Elinor, que tiene sus propias dificultades amorosas que afrontar y su propia sensibilidad que dominar, asume la dolorosa tarea de intentar aliviar el dolor de su hermana, que hace tanta presa en su salud, que pronto se ve cerca de la tumba. La paciencia y la ternura de Elinor durante la larga enfermedad de su hermana, y el hecho de saber que soporta de manera tan ejemplar las decepciones y mortificaciones que ha tenido que sobrellevar, calan hondo en la mente de Marianne. Su reclusión le hace reflexionar y su buen juicio acaba por imponerse a su sensibilidad».

El centro sobre el cual gira la trama y sobre el que recae el juicio moral de la escritora inglesa, es –como en todas sus novelas– la institución matrimonial. Austen nos avisa del peligro de dejarse llevar por los extremos, situando al matrimonio en su debido lugar. Por un lado, nos previene para que nos alejemos de un juicio de la razón corrompido por el propio interés, por el materialismo y por la utilidad mercantil, al que puede guiar una prudencia equívoca, y que suele conducir a relaciones maritales basadas únicamente en el dinero y la posición social. Y, por otro lado, nos advierte de que el matrimonio deberá estar apartado de una sensibilidad corrupta, fagocitada por una libertina actitud de sensualidad, y que suele desembocar en fugas, seducciones, abandonos e hijos fuera de la relación conyugal. Una corrupción de la sensibilidad que si bien no es puro sentimentalismo, tal y como lo hemos estado tratando, linda con él y puede terminar llevándonos a él, sin perjuicio de la propia desviación moral que en sí misma encierra. Porque, como nos muestra Jane Austen, ambos extremos terminan destruyendo el ideal del matrimonio que forma la base de la civilización en sus novelas y, por supuesto, no solo en ellas.

En Juicio y sentimiento, el genio moral de Jane Austen, calificado de aristotélico por el filósofo católico Alasdair MacIntyre, enseñará a sus hijos una verdad moral fundamental de mucha utilidad en estos nuestros días, plagados de emociones, ofensas y sentimentalismo. En la dicotomía conductual de las dos hermanas y el paralelismo dramático de la trama, podrán ver representado lo absurdo e insensato del imperio de los sentimientos, puesto de manifiesto de modo maestro en el contraste de una hermana mayor (Elinor, el sentido, el juicio, la sensatez) que se enfrenta al hecho de que la realidad no puede modelarse según sus deseos, y una hermana menor (Marianne, el sentimiento, la sensibilidad o el sentimentalismo) que aún necesita aprender esta verdad moral básica. Y todo ello con un profundo humor irónico y un sabio equilibrio entre una natural sensibilidad y un no menos natural sentido común, armonía esta básica para de alguna manera acercarse a la esencia de lo que antaño era calificado de vida virtuosa y que hoy se nos revela extraordinariamente necesario.

Así que, pongan en manos de sus hijos de 15 años en adelante este magnífico libro. Sin duda ellos y ustedes sacarán provecho y deleite de su lectura.

23.11.21

El sobrenaturalismo perdido y los buenos y grandes libros

                                 «Misa de la fundación de la Orden Trinitaria»
                                       Juan Carrero de Miranda (1614-1685).

    

  

«Estamos entonces en un mundo de espíritus tanto como en un mundo de sentidos, y mantenemos comunión con él y participamos en él, aunque no somos conscientes de hacerlo».

Cardenal John Henry Newman. Homilía, El mundo invisible.

  

  

  

Hay un sobrenaturalismo intuitivo propio de la naturaleza humana que hoy ha dejado de formar parte del sentir del hombre común. Hace no tanto tiempo, una conciencia de lo sobrenatural era albergada por los corazones de casi todos los hombres, incluidos los de pensadores y filósofos, y pongo mi atención en los platónicos, neo platónicos, aristotélicos y medievales, más que ningún otro. Y es que incluso en el mundo pagano pre-medieval se daba este estado del alma.

Hoy, sin embargo, lo natural ha absorbido a lo sobrenatural. Como dice el filósofo aristotélico-tomista, Edward Feser:

«Los secularistas modernos corren sin duda un peligro espiritual más grave que los antiguos paganos, quienes, a pesar de todos sus defectos, al menos podían ver que la existencia de Dios era demostrable y comprendían las líneas generales de la ley natural.

El secularista moderno, o al menos el secularista moderno educado, necesita ser elevado al nivel del antiguo pagano antes de que sea probable que se tome en serio la revelación cristiana. Necesita una comprensión renovada de la naturaleza sobre la cual actúa la gracia, ya que, además, la fe, la revelación y lo sobrenatural parecen para muchos flotar falsamente en el aire, sin fundamento en la razón o la realidad. Necesita, por tanto, teología natural y ley natural. Una teología natural y ley natural basada en las verdades que incluso los paganos conocían, tal como se articulan y defienden dentro del escolasticismo, dentro del tomismo. Y las necesita ahora más que nunca».

Otro pensador contemporáneo, el doctor Bruce Charlton, incide en esta cuestión, cuando escribe:

«El cristianismo supone un salto mucho mayor desde la modernidad secular que desde el paganismo. El cristianismo parecía una culminación del paganismo: uno o dos pasos más en la misma dirección y construyendo sobre lo que ya estaba allí: las almas y su supervivencia más allá de la muerte, la naturaleza intrínseca del pecado, las actividades de poderes invisibles, etc. Con los modernos no hay nada sobre lo que construir, excepto quizás los recuerdos de la infancia o realidades alternativas vislumbradas a través del arte y la literatura».

Pero esto no es algo nuevo, sino que ha venido fraguándose desde hace mucho. C. S. Lewis lo vio en su día, cuando escribió: «Un pagano (…) es un hombre eminentemente convertible al cristianismo (…). Los cristianos y los paganos tienen mucho más en común entre ellos que con cualquiera de los postcristianos (…). Un postcristiano no es en absoluto un pagano, sería como creer que una mujer recupera su virginidad gracias a que se divorcia. El postcristianismo queda separado del pasado cristiano y, por lo tanto, doblemente separado del pasado pagano». De hecho Lewis sostenía que para que un hombre de eses tipo se interesase por el cristianismo, casi habría que partir por volverlo un pagano.

Lo mismo pensaba Chesterton cuando escribió:

«El paganismo puede compararse con esa luz difusa que brilla en un paisaje cuando el sol está detrás de una nube. Así, cuando el verdadero centro del culto es, por alguna razón, invisible o vago, siempre ha quedado para la humanidad sana una especie de resplandor de gratitud o de maravilla o de temor místico, aunque solo se refleje en los objetos ordinarios o en las fuerzas naturales o en las tradiciones humanas. Era la gloria de los grandes paganos, en los históricos días del paganismo, que las cosas naturales tenían una especie de halo proyectado de lo sobrenatural. Y quien vertía vino sobre el altar, o esparcía polvo sobre la tumba, nunca dudaba de que trataba de algún modo con algo divino».

Y si bien los cristianos de hoy día no somos modernos paganos, inevitablemente estamos contaminados de este mundo postcristiano (y los niños probablemente más), y sufrimos de la misma manera esta enfermedad espiritual. La relajación litúrgica y el menoscabo de lo sagrado, no únicamente en el fondo de lo enseñado y trasmitido, si no igualmente en las formas, es una muestra, y quizá la más hiriente y cruel por su importancia, tan banalizada de un tiempo a esta parte.

Y así, ese sobrenaturalismo intuitivo del que hablo se ha ido, probablemente porque la mayoría de las personas nunca se alejan de un entorno seguro, predecible, próspero y cómodo. Es, por lo tanto, más un problema psicológico que filosófico o teológico. Pero este aspecto anímico arrastra a los otros dos por una pendiente resbaladiza.

Por ello, en esta situación en la que estamos, incluso los mejores argumentos teológicos no servirán de mucho si no resuenan en las entrañas de las personas. De esta forma, dado que la gente no es tan espontáneamente religiosa como antes, es poco probable que de la apologética o de la predicación resulten muchas conversiones. Es necesario alejarnos de este modus vivendi que nos adormece espiritualmente.

Hay aquí dos cuestiones claves en este despertar: primero, el rescate del conocimiento de la ley natural y de aquello que podemos descubrir a través de la razón, y de la trascendencia para el hombre de este conocimiento (los preambula fidei de santo Tomás), y segundo, la renovación de nuestra capacidad natural para apreciar lo sobrenatural, para ser conscientes de nuevo de la existencia de un mundo espiritual, invisible, paralelo al natural que habitamos, y de su trascendencia, más allá de la muerte física, tal como describe, maravillosamente, el cardenal Newman en la homilía con una de cuyas frases se inicia este artículo, y que es de lo que propiamente les hablo hoy.

Y aunque no se trata de que nos volvamos paganos para regresar a la Verdad, como sugería Lewis, seguramente tenemos mucho que aprender de aquellos que, a pesar de no ser cristianos, experimentaron la expectativa o el asombro antiguo de creer en algo –o incluso en alguien– por encima del hombre y su destino. En este sentido, intuyo que los grandes santos de la patrística estarían hoy más de acuerdo que entonces sobre la idea de que algo bueno (en el sentido de ayudar a redescubrir lo sobrenatural) podemos encontrar en los clásicos de la antigüedad.

Todo esto me recuerda una distinción de C. S. Lewis, exquisita, como muchas de la suyas, que aparece esbozada en un ensayo sobre las novelas de su amigo Charles Williams.

Allí señala que hay un tipo de literatura que mezcla lo probable y lo maravilloso, en dos niveles literarios, el realista y el fantástico, y que muchas veces no es ni compartida ni comprendida. Su punto de partida es una mera suposición que, por lo tanto, en modo alguno puede asimilarse a una alegoría, y así nos dice: «Supongamos que encuentro un país habitado por enanos; supongamos que dos hombres pudieran intercambiar sus cuerpos. Nada menos que eso se nos exige, pero tampoco nada más». Pues bien, ante ese tipo de fábula, Lewis reflexiona sobre su posible finalidad, encontrándole cierta utilidad. «Esta suposición», nos dice, «es un experimento ideal: un experimento hecho con ideas porque no puedes hacerlo de otra manera. Y la función de un experimento es enseñarnos más sobre las cosas sobre las que experimentamos. Cuando suponemos que nuestro universo cotidiano está invadido por algo distinto, estamos sometiendo nuestra concepción de ese otro mundo invasor, o de ambos, a una nueva prueba. Los juntamos para ver cómo reaccionan. Si tiene éxito, llegaremos a pensar, a sentir y a imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención, ya sea sobre el mundo que se invade o sobre el que lo invade, o sobre los dos».

Pensemos ahora en lo ya dicho: ¿cómo alguien podría hoy en día tomar conciencia de que a nuestro alrededor existe un mundo paralelo e invisible? ¿Cómo podríamos saber más y mejor sobre él? Novelas del estilo de las de Lewis y Tolkien pueden enseñarnos a nosotros y a nuestros hijos a pensar en su existencia, a hacernos más fácil aceptar la misma y a «imaginar con más precisión, con más riqueza, con más atención» como será ese mundo desconocido, con el que no resulta para nosotros posible contactar o que no podemos, al menos por el momento, experimentar.

En estas obras el poeta nos habla, a través de una conjetura, de la violación de una frontera y de aquello que esta ambos lados de la misma. Pero aunque solo estuviéramos interesados en uno de los lados, aunque fuéramos puros materialistas para quienes «no existe tal cosa (como ese mundo paralelo e invisible), y para quienes eso no puede ser más que una curiosidad», la fábula nos hablaría igualmente, de ese otro mundo en el que no creemos, del otro lado de esa frontera y de la existencia de la misma, y así nos obligaría a reflexionar en la posibilidad de su realidad, aun cuando solo sea inicialmente para negarla. Solamente por ello agradecería su existencia y la del poeta que lo hace posible. Porque de esta manera, pone al alcance de nuestra mano el asombro del que hablaba Chesterton, la sensación de lo sublime sobre la que escribió Edmund Burke, o el sentimiento de lo sagrado, de lo numinoso sobre el que reflexionó Rudolf Otto, y nos prepara para estas experiencias. Y eso es un amanecer de esperanza.

Esto es lo que ocurre en la obra de Tolkien y en la de Lewis, la myatopeia que magistralmente trazan con sus plumas hace posible pensar, no solo en los mundos imaginados por el poeta, en sus personajes y en sus virtudes o defectos, en su vida moral o inmoral, sino en el hecho mismo de una creación.

Y es por ello que en esta labor, quizá los libros, los buenos y grandes libros, puedan contribuir, aunque sea solamente un poco. Puedan ayudar a conmover esas entrañas, a remover las brasas de esas conciencias dormidas. Para que, una vez despiertas, puedan ser iluminadas.

Pero no quisiera terminar sin hacer una aclaración y una advertencia. Sobre esta última, solo recordar que no toda noción sobrenatural nos servirá. Chesterton nos recordaba que debemos eludir lo que él llamaba «las formas bajas de sobrenaturalismo», como los presagios, las maldiciones o los espectros, y buscar un «sobrenaturalismo alto y feliz», porque en caso contrario podríamos acabar como los puritanos, «que negaban los sacramentos, y sin embargo seguían quemando brujas».

Sobre la aclaración, únicamente resaltar que lo que he dicho no aboga por buscar refugio en un idealismo trascendente, olvidándonos de la realidad material. El cristianismo, desde siempre supone un abrazo, no solamente entre fe y razón, sino también entre el mundo físico y el espiritual. No desprecia el conocimiento de la naturaleza acudiendo al evidente sobrenaturalismo de la gracia, sino que nos revela a la gracia como medio para la culminación y perfeccionamiento de esa naturaleza, una naturaleza con un telos que cumplir como paso ineludible para, a través de la recepción de una gracia siempre inmerecida, ascender hacia nuestro destino sobrenatural.

Ocurre que mal se puede ascender a ningún sitio si percibimos la realidad de forma plana y anodina, sin cumbres ni relieve alguno, si uno ve el mundo como una gran e infinita llanura. Por esa razón hace falta rescatar esa trascendencia, ese sobrenaturalismo que aguarda escondido en un rincón, y los buenos y grandes libros pueden ayudar a ello.

17.11.21

Un melodrama «ucrónico» para todas las edades

               «Lobos en la noche». Obra de Alfred Wierusz-Kowalski (1849-1915). 

   

 

«Quisiera tocar esta nieve con el viento de un sueño
Sostener el mundo en mis manos y dejarlo caer.
Hemos caminado entre las colinas inmortalmente blancas,
doradas al mediodía y azules por la noche.
Quisiera tocar esta nieve con el viento de un sueño
Y oírte cantar de nuevo junto a un muro de luz de estrellas».

Conrad Aiken

  

    

La problemática relación entre dos de las características más propiamente humanas, como son el contar historias y el agónico sentir del tiempo, fue explorada en su día por el pensador francés Paul Ricoeur en uno de sus libros, titulado Tiempo y narración (1985). En este ensayo, el filósofo galo sostenía que las narrativas literaria e histórica comparten una misma esencia y que esta se encuentra en el corazón mismo de la naturaleza del hombre.

Curiosamente, es esta compleja cuestión filosófica la que encontramos en el sustrato mismo de un subgénero de la literatura de ciencia ficción que juega con la historia alternativa como escenario literario. Un subgénero sobre el que continúa debatiéndose, no solo su catalogación, sino hasta su mismo nombre, barajándose entre otras opciones la palabra de origen francés ucronía y el término de carácter más descriptivo de «fantasía histórica». Y es que, de lo que se trata en este tipo de novelas es de pergeñar el escenario de un pasado alternativo en el que desarrollar la historia, sea en la idea de un mundo paralelo, sea en la consideración de un ayer mantenido en lo esencial pero divergente en los detalles.

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28.10.21

La literatura como una suerte de «escondida senda»: «Franny y Zooey», de J. D. Salinger

                                «Noche de estío». Julia Sanmartin Sesmero (2006-).

   

   

«Los libros que el mundo llama inmorales son libros que muestran al mundo su propia vergüenza».

Oscar Wilde


«Lo único importante en un libro es el significado que tiene para ti».

W. Somerset Maugham





Seguramente muchos de nosotros, cuando nos ponemos a pensar en qué libros serían los adecuados para que fueran leídos por nuestros hijos, pensamos en obras instructivas que les muestren a las claras qué está bien y qué está mal. El Dr. Samuel Johnson era de esta opinión. Le preocupaba que la literatura de su tiempo dirigida a los jóvenes no proporcionara a sus lectores una guía moral, pues a su entender, mezclaba cualidades «buenas y malas» sin indicar claramente cuáles seguir.

Sin embargo, si lo pensamos bien quizá no sea esta la forma ideal de hacer que crezca la virtud en el alma de nuestros hijos, o al menos, la única manera. Porque, la vida real que tarde o temprano tendrán que enfrentar no es así; no es tan clara y pura como desearíamos. Es un hermoso mundo caído en el que se mezclan con desconcierto y con sorpresa ––muchas más veces de lo que desearíamos–– lo bueno y lo malo. El problema radica en saber navegar por esas aguas grises, turbulentas e imprevisibles.

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14.09.21

De correspondencias y vasos comunicantes. Un auxilio parental para reeducar el gusto literario

                           «En su mundo». Obra de Morgan Weistling (1964-).

   

   

«Un cuento infantil que solo pueda ser disfrutado por los niños no es un buen cuento infantil en absoluto».

C. S. Lewis

 

«Tenga por norma no dar nunca a un niño un libro que usted mismo no leería».

George Bernard Shaw

   

   

En esta ingrata pero siempre grandiosa labor de poner las condiciones para que nuestros hijos se aficionen a la lectura de los buenos y los grandes libros, encontramos como una dificultad no menor, aquello que podría denominarse malas costumbres o gustos degradados. Me refiero al supuesto en el que, por distintas razones, los chicos lleven un tiempo leyendo mala literatura. Este problema es más frecuente en aquellos casos en que los padres han decidido, quizá algo tarde (nunca lo es del todo), embarcarse con sus hijos en esa travesía tras un período de cierto despegue y relajación al respecto. Son situaciones en los que los niños ––de ocho o nueve años en adelante–– ya ha adquirido un hábito de lectura, y sin embargo lo que leen no les conviene. Así que la cuestión en estos supuestos no es tanto que adquieran la costumbre de leer, como cambiar sus malos gustos. Pero… ¿Cómo se puede hacer esto? ¿Por dónde podemos empezar?

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