Jane Austen y el vicio del sentimentalismo: «Juicio y sentimiento»
«Una espina entre las rosas» (detalle). Obra de James Sant (1820-1916). |
«Como soy un pesado, le mencioné la definición de sentimentalismo de R.H. Blyth: somos sentimentales cuando le damos a una cosa más ternura de la que Dios le da».
J. D. Salinger. Levantad, carpinteros, la viga maestra.
«Un sentimental es simplemente alguien que desea tener el lujo de una emoción sin pagar por ella».
Oscar Wilde. De profundis.
El monje cisterciense Eugene Boylan dio en el clavo cuando en su famosa obra, Tremendo amor (1945), escribió lo siguiente:
«La fuente de todos los males y errores en la vida intelectual de hoy ––la enfermedad que hace de muchos de sus enunciados meros vagabundeos de una imaginación febril–– es la pérdida de la metafísica y de la capacidad para el pensamiento abstracto».
Boylan se estaba refiriendo así al riesgo cierto de que, si uno se descuida, puede terminar pensando con la imaginación en vez de con ideas, y más específicamente, que uno de los males a que esto podría conducir es a pensar, no ya con la imaginación, sino con los sentimientos. Sigue diciéndonos el monje:
«De esta enfermedad de la mente (la pérdida de la metafísica y de la capacidad del pensamiento abstracto) obtenemos el sentimiento como principio en la moral, lo particular por lo general en el argumento, la metáfora en lugar de la realidad, la opinión por la certeza, el prejuicio en lugar del juicio, la cantidad por la calidad, la materia como la realidad última, entrando en circulación todas esas monedas falsas que son corrientes en el comercio intelectual de hoy».
¿Reconocen el paisaje intelectual y moral que describe?
Como una de esas monedas falsas de que habla el padre Boylan, el sentimentalismo es quizá una de las características intelectuales de más presencia en nuestros días, sea en la escuela, sea en la universidad, sea en el hogar, sea en el trabajo.
Este sentimentalismo rampante reúne dos grandes vicios: la primacía del sentimiento sobre la razón, siempre y sin excepción, y el encierro del hombre en sí mismo, en una autocomplacencia emocional, que lo aísla y lo paraliza. Y aunque no es algo esencialmente moderno, también es cierto que hoy campa por sus respetos sin límite aparente.
En su libro, La estética de la música (1997), el filósofo conservador Roger Scruton hace una de las descripciones más certeras de este tipo de comportamiento moral, al decirnos que «el sentimentalismo es ese vicio peculiarmente humano que consiste en dirigir tus emociones hacia sí mismas, para ser el tema exclusivo de una historia contada por ti mismo». Y continua argumentando por qué se trata de un vicio:
«No solo nos coloca a distancia de la realidad; también implica una sobrevaloración de uno mismo a costa de los demás. La otra persona entra en la órbita del sentimentalista como una excusa para la emoción, más que como un objeto de ella. El otro se ve privado de su objetividad como persona y absorbido por la subjetividad del sentimentalista. Se convierte, en un sentido muy real, en un medio para la emoción, más que en un fin en sí mismo».
Un vicio tan suave y pegajoso como reconfortante, pero que, a pesar de su aparente benevolencia, afecta a la percepción de la realidad y al conocimiento de la verdad, ya que excluye por completo a la razón. Y, no solamente eso, sino que, a un tiempo, condiciona el comportamiento humano haciendo del hombre un ser menos social y más egoísta, pues aunque el sentimental pretende preocuparse por el prójimo, realmente solo se preocupa por sí mismo convirtiéndose así el otro en un mero medio para un fin. Pero volvamos a Scruton, quien en una de sus últimas entrevistas vuelve sobre el tema:
«El sentimentalismo pone un velo entre tú y el mundo. Hace que tus propios sentimientos sean más importantes que el objeto al que teóricamente se dirigen y, por lo tanto, los neutraliza. Realmente uno no está respondiendo al mundo tal como es; de ahí que encierre un profundo defecto epistemológico».
Y es que en realidad, el hombre que padece de sentimentalismo falsifica y corrompe el significado real de los sentimientos, que en sí mismos, no solo son algo esencial y propio de nuestra condición humana, sino también algo deseable y bueno. Pero el sentimentalista los desnaturaliza, atribuyéndose algunos ciertamente inexistentes para alardear de ellos y tranquilizar su conciencia sin comprometerse de hecho, vaciando, además, de sus funciones a los que realmente experimenta. D. H. Lawrence lo dice mejor:
«¡Sentimientos falsos! El mundo está lleno de ellos. Son mejores que los sentimientos reales, porque puedes escupirlos cuando te cepillas los dientes; y al día siguiente puedes fingirlos de nuevo».
No obstante esta presencia tan actual se trata de un vicio que no es nuevo y como tal aparece tratado en algunas obras clásicas.
Por ejemplo, la primera novela de Jane Austen, Juicio y sentimiento (1811), trata de esta cuestión –o al menos de una parte del problema–, tal y como evoca su propio título, y por ello su ya perenne presencia de clásico, se ha vuelto más actual que nunca. El filosofo inglés Gilbert Ryle hace al respecto la siguiente observación:
«Varios de los títulos de Austen están compuestos por sustantivos abstractos. «Juicio y Sentimiento» [trata] realmente de las relaciones entre el sentido y la sensibilidad, o […] entre la cabeza y el corazón, el pensamiento y el sentimiento, el juicio y la emoción».
La novela nos da una visión de la vida cotidiana de las mujeres de la clase media alta de la Inglaterra de principios del siglo XIX, en la denominada época de la Regencia, y se centra sobre todo en las relaciones personales de la familia Dashwood, poniendo el acento en las dos hermanas mayores, Elinor y Marianne, y sus relaciones románticas. Elinor, la de más edad, es una imagen del sentido común, y Marianne, la de menor edad, una muestra de la sensibilidad. Pero no se trata de dos personajes dicotómicos y opuestos y, por lo tanto, planos. Elinor representa el sentido, y sin embargo su vida no está ausente de sentimiento, y Marianne es elegida para mostrarnos los efectos de la sensibilidad, pero también evidencia trazas de razón, como puede verse al final de la historia. Porque ambas son muy humanas y la maestría de la autora reside en usarlas como ejemplos extremos de ciertas patologías de conducta, sin que sintamos que se trata de meras creaciones ficticias.
Al igual que sucede hoy día, a comienzos del siglo XIX la pujanza del movimiento romántico puso en boga el peligro de una sensibilidad excesiva, y Austen estaba preocupada por la prevalencia de la actitud sensible que enfatizó la naturaleza emocional y sentimental de las personas en lugar de sus dotes racionales. Fruto de esta preocupación nació esta su primera novela. En su tiempo, ser capaz de mostrar las propias emociones era, por tanto, deseable, y la moderación, de hecho todo lo relacionado con el control racional, se consideraba artificial. Austen intenta desacreditar esta tendencia al sentimentalismo señalando sus peligros en el ejemplo de Marianne y mostrando la superioridad del sentido, con el ejemplo de Elinor.
Una crítica contemporánea (Critical Review, febrero de 1812) explica bien lo que Austen trataba de mostrar:
«La sensibilidad de Marianne no tiene límites. Se siente desdichada, y en su peculiar temperamento, esta miseria es extravagantemente apreciada por ella misma, mientras que Elinor, que tiene sus propias dificultades amorosas que afrontar y su propia sensibilidad que dominar, asume la dolorosa tarea de intentar aliviar el dolor de su hermana, que hace tanta presa en su salud, que pronto se ve cerca de la tumba. La paciencia y la ternura de Elinor durante la larga enfermedad de su hermana, y el hecho de saber que soporta de manera tan ejemplar las decepciones y mortificaciones que ha tenido que sobrellevar, calan hondo en la mente de Marianne. Su reclusión le hace reflexionar y su buen juicio acaba por imponerse a su sensibilidad».
El centro sobre el cual gira la trama y sobre el que recae el juicio moral de la escritora inglesa, es –como en todas sus novelas– la institución matrimonial. Austen nos avisa del peligro de dejarse llevar por los extremos, situando al matrimonio en su debido lugar. Por un lado, nos previene para que nos alejemos de un juicio de la razón corrompido por el propio interés, por el materialismo y por la utilidad mercantil, al que puede guiar una prudencia equívoca, y que suele conducir a relaciones maritales basadas únicamente en el dinero y la posición social. Y, por otro lado, nos advierte de que el matrimonio deberá estar apartado de una sensibilidad corrupta, fagocitada por una libertina actitud de sensualidad, y que suele desembocar en fugas, seducciones, abandonos e hijos fuera de la relación conyugal. Una corrupción de la sensibilidad que si bien no es puro sentimentalismo, tal y como lo hemos estado tratando, linda con él y puede terminar llevándonos a él, sin perjuicio de la propia desviación moral que en sí misma encierra. Porque, como nos muestra Jane Austen, ambos extremos terminan destruyendo el ideal del matrimonio que forma la base de la civilización en sus novelas y, por supuesto, no solo en ellas.
En Juicio y sentimiento, el genio moral de Jane Austen, calificado de aristotélico por el filósofo católico Alasdair MacIntyre, enseñará a sus hijos una verdad moral fundamental de mucha utilidad en estos nuestros días, plagados de emociones, ofensas y sentimentalismo. En la dicotomía conductual de las dos hermanas y el paralelismo dramático de la trama, podrán ver representado lo absurdo e insensato del imperio de los sentimientos, puesto de manifiesto de modo maestro en el contraste de una hermana mayor (Elinor, el sentido, el juicio, la sensatez) que se enfrenta al hecho de que la realidad no puede modelarse según sus deseos, y una hermana menor (Marianne, el sentimiento, la sensibilidad o el sentimentalismo) que aún necesita aprender esta verdad moral básica. Y todo ello con un profundo humor irónico y un sabio equilibrio entre una natural sensibilidad y un no menos natural sentido común, armonía esta básica para de alguna manera acercarse a la esencia de lo que antaño era calificado de vida virtuosa y que hoy se nos revela extraordinariamente necesario.
Así que, pongan en manos de sus hijos de 15 años en adelante este magnífico libro. Sin duda ellos y ustedes sacarán provecho y deleite de su lectura.