La ley humana. ¿Obediencia ciega? Physis frente a Nómos: Tomás de Aquino, Sófocles, Melville y Twain
«Ley divina como base de la justicia humana». Obra de Jacob Jordaens (1593-1678). |
«Lex inusta non est lex»
San Agustín. De libero arbitrio
Santo Tomás definía en su día la ley civil humana como la «ordenación de la razón para el bien común, promulgada por quien tiene a su cuidado Ia colectividad social». Es una definición de tantas, sin duda. Pero, aun siendo esto así, e independientemente de si estamos o no de acuerdo con ella –yo la estimo magnífica–, aquello en lo que probablemente convengamos todos es que, dos de los deberes más ciertos de una sociedad humana que pretenda pervivir, son el deber de respeto a la autoridad legítima, y el deber de obediencia a las leyes promulgadas por aquella.
Pero… ¿Qué ocurre con tales leyes cuando son injustas, o contravienen nuestra conciencia, o se oponen a una ley superior? ¿Han de desobedecerse? En el caso de una respuesta afirmativa, ¿ha de ser en todo caso o sólo en determinadas circunstancias?, y, en cualquiera de dichos supuestos, ¿habrán de hacerlo todos los ciudadanos o sólo algunos?
Todas las anteriores son cuestiones candentes en nuestro tiempo y en todo tiempo (hoy, por cierto, muy cercanas). Porque cualquiera de nosotros podría encontrarse, de repente, en la difícil situación de tener que elegir entre dar cumplimiento a una ley humana injusta, o seguir el dictado de su conciencia bien formada de acuerdo a su Fe y a sus creencias. Por esta razón, es importante tener las ideas claras al respecto.
Sin embargo, antes de llegar a eso, quizá deberíamos detenernos un momento en qué se entiende por ley injusta.
La ley es de esos conceptos que, debido a la inmensidad de su significado, abarca múltiples sentidos o facetas. Si volvemos a Tomás veremos cómo lleva a cabo una clasificación, donde, además del concepto de ley civil humana antes señalado, distingue varios otros, ordenados todos ellos de manera jerárquica, según la autoridad de su promulgador.
Y así nos habla de que la ley puede ser, bien divina, bien humana: siendo aquella la que viene de Dios, y ésta, de los hombres que gobiernan la sociedad; con clara supremacía de la primera sobre la segunda.
A su vez, nos dice que la ley divina puede ser, eterna, natural, o positiva. La eterna está en la esencia de Dios, y con ella Tomás se refiere a Su plan providencial para el universo que ha creado. La natural, por su parte, fundamentada en la eterna, se halla impresa en las criaturas con el objeto de dirigirlas a su propio fin, y el hombre puede llegar a tener conocimiento de la misma a la luz de la razón, siendo su principio básico que «el bien debe hacerse y perseguirse y el mal debe evitarse». En lo que respecta a la ley divina positiva, Tomás se refiere a la que se encuentra revelada en la Sagrada Escritura. Por último, el Aquinate nos habla de la ley civil humana, que, como antes señalé, es la que nos damos los hombres a nosotros mismos para regular nuestra convivencia con vistas al bien común.
Una de las cosas en las que Tomás se detiene, siempre partiendo del principio fundamental de la debida obediencia a las leyes, es en determinar aquellos casos extraordinarios en los que un cristiano puede y debe desobedecer a la ley civil humana.
Y nos comienza diciendo que, dado que esta ley debe basarse en la natural, si hay contradicción entre una y la otra, el cristiano debe atender a la ley natural (o divina, en su caso) y desobedecer la civil humana, sean cuales sean las consecuencias de tal acción.
Por esta razón, para Tomás es muy importante determinar cuándo una ley es injusta y, a su vez, en qué circunstancias esa ley injusta debe ser desobedecida.
Tomás habla a este respecto de «ley injusta» como la «hecha sin autoridad, o en oposición con el bien común, o que perjudica los derechos justos de los miembros de la sociedad». Y el caso más claro de ley injusta que nos muestra, aquel que no alberga dudas circunstanciales, es cuando la ley humana «ataca a los derechos de Dios (toca a Su honor y Su culto) o a los derechos esenciales de la Iglesia» (afecta a la misión de esta de santificar las almas, predicando la verdad, y administrando los sacramentos).
No obstante, la mayor dificultad está en discernir que hacer cuando la injusticia de la ley no es tan clara, como cuando afecta a bienes humanos, tal y como concreta Tomás:
«Cuando el gobernante impone a los súbditos leyes onerosas, que no miran a la utilidad común, sino más bien al propio interés y prestigio» (…) «cuando el gobernante promulga una ley que sobrepasa los poderes que tiene encomendados», o «cuando las cargas se imponen a los ciudadanos de manera desigual, aunque sea mirando al bien común».
En estos casos, la mayoría de los hombres encontrarían dificultades para discernir si la hipotética desobediencia responde al respeto a una ley divina y/o superior o, en cierto modo, persigue su propio interés. Quizá cuando en el diálogo Critón, el Sócrates condenado a muerte no hace uso de ese argumento para intentar zafarse de su condena, esté pensando en ello. Muy probablemente Tomás lo tiene presente cuando llama la atención sobre la necesidad, en este caso más que en otros, del juicio prudencial y de la primacía del bien común sobre el interés particular. Pues el riesgo se encuentra aquí en que el individuo pretenda rechazar las leyes de la polis, con el fin de utilizar esta discrepancia como excusa para su propia, arbitraria, y engreída anarquía. Por ello, este es un tema tratado con mucho tiento por el Aquinate. Y así, Tomás nos dice que si bien, en principio, la injusticia de esta ley debe hacerla inobservable, no será así cuando «se trate de evitar el escándalo o el desorden, pues para esto el ciudadano está obligado a ceder de su derecho».
Así mismo, Tomás advierte que el fundamento de esta desobediencia se apoya en un deber de obediencia a una autoridad mayor, de la que provienen todas las demás (Dios). Y que esto significa dos cosas: por un lado, que esa desobediencia, concretada en una determinada orden o ley injusta humana, no da derecho, por esta sola razón, a negar la autoridad general de la que aquella dimana (dejamos aparte, el tema de la tiranía en el gobierno humano); y, por otro, que, por tal razón, dicha desobediencia traerá consigo consecuencias perjudiciales impuestas por esa autoridad, que habrá que asumir y soportar.
Esta enseñanza, difícil sobre todo de seguir y de aplicar, puede verse ilustrada por algunas obras literarias, que muestran estos principios en acción en el seno del acontecer humano.
Voy a hablarles de un gran clásico, la obra teatral de Sófocles, titulada, Antígona (441, a. de C.), y de otros dos clásicos menores, como son la obra de Herman Melville, Billy Budd, marinero (1886/91), y la de Mark Twain, Las aventuras de Huckleberry Finn (1884/85).
ANTÍGONA (441 a. de C.), de Sófocles
«Ántigona dando el entierro a Polynices». Obra de Sébastien Norblin (1796-1884). |
El tema del que Sófocles nos habla aquí es, específicamente, el problema de la obediencia debida a las leyes de los hombres cuando entran en conflicto con la ley divina, y de las consecuencias que de ello se puedan derivar para aquel que decide desobedecer la ley humana.
La obra forma parte de un conjunto de tragedias en las cuales el autor nos da cuenta de diversos aspectos de la condición humana, a través de las tribulaciones de Edipo y de su familia, y con la ciudad de Tebas como escenario.
La historia comienza tras la cruenta guerra sucesoria que se desencadena por el trono de Tebas, entre los dos hijos del recientemente fallecido rey, Edipo: Polinices y, el regente en ese momento, Eteocles. Tras esta guerra, en las que ambos hermanos mueren, cada uno a manos del otro, accede al trono Creonte, tio de los dos caudillos fallecidos.
La protagonista Antígona, princesa de Tebas, es una de las hijas de los fallecidos reyes, Edipo y Yocasta, y, por tanto hermana de los dos fallecidos.
Su tio y nuevo rey, dicta la orden de que su hermano Polinices, en castigo por su traición a la patria, no reciba un entierro honorable de acuerdo a los ritos funerarios tradicionales. Esto pone a Antígona en una terrible disyuntiva, al verse obligada a optar por el cumplimiento de dos deberes que se le presentan incompatibles: el deber de respeto a las normas religiosas, y el deber de obedecer a las leyes civiles.
Finalmente, Ántigona decide, no obstante la prohibición del rey, enterrar el cadáver de su hermano, enfrentándose así a las consecuencias de tal acción, que finalmente la conducirán a la muerte.
Como escribe Charles Moeller, en su obra Sabiduría griega y paradoja cristiana (1948):
«Antígona no es una rebelde ni una orgullosa: aun cuando debe alzarse contra la sociedad y aparecer «culpable», no es más culpable que los mártires que debían obedecer más a Dios que a los hombres».
Ella expone las razones de su desobediencia al rey Creonte de la siguiente forma:
«Tus órdenes, a lo que pienso, tienen menos autoridad que las leyes no escritas e imprescriptibles de Dios. Todos los que están aquí presentes me aprueban. Lo dirían, si el temor no les cerrara la boca. Pero los jefes poseen muchos privilegios, y sobre todo el de obrar y hablar como les plazca».
Moeller sigue diciéndonos en la citada obra:
«Antígona «comete un delito santo» (hosia panourgésasa). Es, pues, justa, porque no ha cometido ningún crimen, porque ha practicado las virtudes ordinarias del hombre y, sobre todo, porque ha efectuado un acto excepcional de virtud: el sacrificio de sí misma por una realidad invisible, religiosa».
Pero aquí Moeller, sin dejar de reconocer el mérito de su acción, nos muestra que Antígona flaquea al final, y nos explica por qué:
«En el momento de morir descubre con dolor que toda su fortaleza la abandona. Así como los mártires cristianos van a la muerte con alegría, ella nota que se le quiebra la exaltación del sentimiento de gloria. Cree que no merece ese fin, que su acción requería otra respuesta en lugar de esa muerte que todo lo acaba. Rechaza, pues, el consuelo de la gloria y, caso único en toda la tragedia antigua, presiente que, en su trance es menester otra cosa. Pero no sabe qué y se aleja, diciendo:
“Ved, tebanos, lo que sufre la última hija de vuestros reyes, y de qué manos, por haber practicado la piedad"».
Se trata, en palabras del filósofo alemán, Hegel, del máximo conflicto, pues este choque entre la ley eterna y la ley del estado, es «la oposición suprema, y por ello la más trágica».
BILLY BUDD, MARINERO (1886/91), de Herman Melville
«El capitán de navío». Obra de Geoff Hunt (1948-). |
«Por (…) la ley y el rigor de la misma, no somos responsables. Nuestra responsabilidad está en esto: Que por despiadada que sea la ley, la cumplimos y la administramos…».
Esta frase, extraída de la novela, resume, muy bien, una de las problemáticas tratadas en la obra de Melville: ¿hasta que punto debemos cumplir una ley humana que sabemos injusta? Y si, por razones de bien común, nos vemos obligados a hacerlo, ¿qué consecuencias se pueden derivar de ello tras contravenir nuestra conciencia?
Sobre el argumento del libro, y el libro mismo, he tratado ya aquí. Ahora se trata de examinar más en detalle la anterior cuestión. Pero antes, un poco de contexto.
La historia se desarrolla en 1797, durante una guerra entre la Gran Bretaña realista y la Francia revolucionaria. Por aquellos días, las revoluciones estadounidense y francesa habían hecho trizas los viejos conceptos de autoridad y orden, y la Royal Navy había sufrido varios motines que amenazaban las esperanzas de victoria militar, así como la vida de los oficiales de bordo. En este escenario, Melville explora el dilema señalado por Aquino sobre el conflicto entre el bien común y el interés particular ante una ley humana injusta.
Recordemos que el Aquinate había hecho hincapié en distinguir aquellas leyes injustas por contravenir o atacar un bien divino (ante las que surge la obligación de desobediencia), de las que lo fueran por atacar u oponerse a un bien humano, caso este en el que la desobediencia se volvía condicional: únicamente podrían ser desobedecidas aquellas cuya desobediencia no condujese a escándalo o desorden.
En la historia, el capitán Vere, siguiendo lo prescrito por el código de justicia militar, un conjunto de duras reglas diseñadas para asegurar el orden a bordo del barco, lleva a juicio al protagonista, el impecable Billy, condenandolo y finalmente ahorcandolo por un supuesto crimen, aun cuando, en su fuero interno, sabe de la injusticia de tal ejecución.
Vere y cada miembro de la corte marcial tienen la oportunidad de hacer justicia siguiendo sus conciencias en lugar de seguir estrictamente los artículos de la ley marcial, pero no lo hacen. Vere argumenta:
«En tiempo de guerra, en el mar, un marinero golpea a un superior de grado y el golpe es mortal. Independientemente de su efecto, el golpe es, de acuerdo a los Artículos de Guerra, un delito gravísimo. Además…
-Ay, señor -emocionalmente interrumpió el militar-, en cierto sentido lo fue. Pero de seguro, Budd no se proponía ni el motín ni el homicidio.
-De seguro que no, mi buen hombre. Y ante una corte menos arbitraria y más misericordiosa, que una marcial, ese alegato atenuaría grandemente la gravedad. Y en el Tribunal de Ultima Instancia conseguiría la absolución. Pero aquí ¿cómo? Procedemos de acuerdo a la ley de Amotinamiento. Ningún niño se parece más en sus características a su padre que en lo que en espíritu se parece esta ley a lo que la origina: la guerra».
Esto le vale al capitán una crisis de conciencia que le acompaña atormentándolo hasta su muerte.
El juicio que se transcribe en la novela, ofrece una visión del conflicto entre la justicia y la ley, la responsabilidad del deber oficialmente instituido frente a la adhesión a un código moral personal, y la lucha entre el orden social establecido y un concreto acto de injusticia individualmente considerado. Por todo ello, una novela que vale la pena visitar.
LAS AVENTURAS DE HUCKLEBERRY FINN (1884/85), de Mark Twain
«Huck y JIm en la balsa». Obra de Eugene Iverd (1893-1936). |
Por último, otra novela, mucho más próxima a nuestros días y a nuestros adolescentes que Antígona, trata también este asunto, aunque sea entre otros muchos y no de manera tan central como en las obras de Sófocles y de Melville. Me refiero a Las aventuras de Huckleberry Finn.
Muy probablemente, lo tratado en la novela, no trata simplemente de un caso de desobediencia ante una la ley humana injusta y sus consecuencias, sino de un conflicto entre ley y conciencia. Y tambien, de cómo, el qué alimente esa conciencia, podrá traer más o menos secuelas, y cuales pueden ser estas. Una conciencia que, aun cuando halla sido educada en el error y la mentira, nunca podrá ver doblegada su verdadera y profunda naturaleza, entendida al modo que nos explica el cardenal Newman, como «un mensajero de Dios, que tanto en la naturaleza como en la Gracia nos habla desde detrás de un velo y nos enseña y rige» sobre lo malo y sobre lo bueno.
Porque, lo cierto es que Huck es educado en un perverso ambiente esclavista. Para él, está bien, y es algo normal, la existencia de esclavos, y el verlos como cosas –y no personas– que se pueden comprar y vender. Su conciencia es alimentada desde su infancia con estos errores. Y en ese ambiente crece y se desarrolla.
La novela nos cuenta la historia de Huck, un buen intencionado chico blanco que vive junto al río, y su amigo, el negro Jim, en su travesía por el río Mississippi en una pequeña balsa. Mientras navegan rio abajo, se revela que Huck ha ayudado a Jim a escapar de la señorita Watson, su maestra, quien lo mantenía como esclavo. Poco después, asistimos a como Huck entra en una primera crisis de conciencia, llegando a creer que ha «robado» a Jim. Lo que Huck toma por su «conciencia» lo atormenta, haciéndolo pensar que es una persona completamente inmoral. ¿Por qué? Porque no puede devolver a su amigo a una vida de esclavitud. Esa es una de las ironías de la historia de Twain.
Pero, el ambiente y la atmósfera en la que se cultivó y creció la conciencia de Huck ha cambiado. La travesía por el rio se ha convertido en una camino hacia la verdad, y la balsa en la que navegan ambos, es un nuevo corpus social que solo habitan él y Jim. Fuera de las presiones, influencias e injerencias sociales (su padre borracho, su maestra la srta. Watson, la gente del pueblo…), la relación amistosa que de forma natural brota entre Jim y Huck tiene su efecto, permitiendo liberar, limpiar y dar esplendor a la conciencia del chico en su verdadera profundidad y verdad. Y así, surge una segunda crisis de conciencia.
En esta segunda crisis moral nos encontramos ya ante la conciencia verdadera, aquella que señala certeramente el camino del bien y el del mal. Una conciencia que muestra a Huck que hay cosas por encima de las leyes y costumbres de los hombres. Cosas sagradas a las que hay que atender, aunque para ello se haya de quebrar alguna ley humana. En este caso se trata de la amistad. La amistad entre Huck y el esclavo Jim, que lleva al protagonista a desobedecer una ley perversa e injusta, no delatándolo.
Aunque, precisamente, aquello que hace Huck, en vez de conducirle al infierno –como él equivocadamente cree–, lo aleja de él, pues, aunque todavía no sea consciente de ello, ha rescatado a la verdadera conciencia y la ha liberado de las cadenas del error.
He aquí un fragmento de la novela, que contiene una preciosa descripción de lo que significa la amistad y del efecto de la conciencia verdadera en el obrar de Huck:
«Me senté a escribir:
“Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas debajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar.
HUCK FINN”
Me sentí bien y limpio de pecado por primera vez en toda mi vida y comprendí que ahora ya podía rezar. Pero no lo hice inmediatamente, sino que puse la hoja de papel a un lado y me quedé allí pensando: pensando lo bien que estaba que todo hubiera ocurrido así y lo cerca que había estado yo de perderme y de ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje río abajo y vi a Jim delante de mí todo el tiempo: de día y de noche, a veces a la luz de la luna, otras veces en medio de tormentas, y cuando bajábamos flotando, charlando y cantando y riéndonos. Pero no sé por qué parecía que no encontraba nada que me endureciese en contra de él, sino todo lo contrario. Le vi hacer mi guardia además de la suya, en lugar de despertarme, para que yo pudiera dormir más, y vi cómo se alegró cuando yo volví en medio de la niebla, y cuando volvimos a encontrarnos otra vez en el pantano, allá lejos donde la venganza de sangre, y todos aquellos momentos, y cómo siempre me llamaba su niño y me acariciaba y hacía todo lo que podía por mí, y lo bueno que había sido siempre, hasta que llegué al momento en que lo había salvado cuando les dije a los hombres que teníamos la viruela a bordo y lo agradecido que estuvo y que había dicho que yo era el mejor amigo que tenía en el mundo el viejo Jim, y el único que tiene ahora, y después, cuando miraba al azar de un lado para el otro, vi la hoja de papel.
Me costó trabajo decidirme. Agarré el papel y lo sostuve en la mano. Estaba temblando, porque tenía que decidir para siempre entre dos cosas, y lo sabía. Lo miré un minuto, como conteniendo el aliento, y después me dije:
¡Pues vale, iré al infierno!», y lo rompí».
Y, paradójicamente, aquel acto, muy al contrario de lo que él creía, probablemente lo que estaba haciendo es abrirle, de par en par, las puertas del Cielo.
Y así, la universalidad de las experiencias ilustradas por Sófocles, Melville y Twain nos ponen, a nosotros y a nuestros hijos, frente a la realidad de unas leyes, quizá no escritas y que nadie puede fechar, porque no son de hoy ni de ayer, pero que, sin embargo, viven inmutables, eternamente, en nosostros, y, que por lo tanto, se imponen, con las consecuencias comentadas, a todos los hombres y a sus disposiciones y reglas, en todas partes y siempre. Aprovechemoslas.