La magia y los libros para chicos (I)
Hécate, obra de Maximilian Pirner (1853-1924).
|
La magia es tan antigua como el hombre. Y tan antigua como ella es el temor que siempre la ha acompañado.
Sabemos que la Iglesia condena su práctica como algo pecaminoso y diabólico, sin que se hagan distingos entre magia blanca o negra. En varios lugares de la Biblia se nos advierte al respecto (Deuteronomio 18:10-14; Levítico 19:26, 31, 20:27; Hechos 13:8-10; II Corintios 4:4; I Pedro 5:8 y I Timoteo 4:1). No hay pueblo o civilización que no la haya considerado al menos con respeto, sino con miedo.
En la actualidad es diferente. El mundo moderno frivoliza con tales cosas y ni siquiera para nosotros, los cristianos, parece un tema que se pueda tomar en serio. Hoy, todo ello es calificado de superstición.
Sin embargo, es una cuestión a la que debe prestarse atención y más si existe riesgo ––y cierto es que existe–– de que pueda afectar a nuestros hijos. Por eso deberíamos esperar que fuera tratada como siempre lo ha sido, con sumo cuidado y recelo, aunque lamentablemente no es así. En el mundo de la literatura infantil y juvenil es un tema muy transitado, hasta el punto de que alguno de los mayores éxitos editoriales de los últimos tiempos se asientan en historias que tienen la magia como coprotagonista. Me refiero ahora, como serie de libros más representativa, a la saga de Harry Potter, de J. K. Rowling, aunque soy consciente de que existen otras. Lo que comente a partir de aquí puede ser aplicado a todas.
El sentido de la trascendencia y la futilidad del mal
Los cristianos creemos en la existencia de un mundo espiritual tan real como el material (aunque se trate de una creencia que, desde siempre, ha acompañado al hombre, fuere cual fuere su profesión de fe). En frase del Cardenal Newman: “Tal como lo repetimos en el Credo, hay dos mundos, “el visible y el invisible” ―el mundo que vemos y el mundo que no vemos––”.
Ese coexistente mundo paralelo se encuentra habitado por otros seres; el mismo Newman nos dice que es “un mundo de santos y de ángeles, un mundo glorioso (…) de maravillas eternas, hermosas, misteriosas, e incomprensibles, que se ocultan detrás de lo visible”, pero también un mundo habitado por las almas de los muertos que “cuando parten de aquí no dejan de existir, sino que se retiran de la escena visible de las cosas”. Finalmente, también es un mundo por el que “ronda, como un león rugiente, buscando a quien devorar”, Satán, con sus “espíritus de demonios, que hacen prodigios” y que “andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas”. Todos tenemos relación con esa realidad, seamos creyentes o no, lo queramos o no. Ese mundo invisible “existe ahora, aunque no lo veamos. Está entre nosotros y a nuestro alrededor”.
Porque como gustaba decir a C. S. Lewis, “los seres humanos son anfibios, mitad espíritu y mitad animal. Siendo espíritus, pertenecen al mundo eterno, pero siendo animales, habitan el tiempo” (Cartas del diablo a su sobrino. 1942). No podemos dejar atrás esa dualidad, no podemos dejar de ser seres anfibios y, de tanto en tanto, sentimos la necesidad de algo espiritual. Vamos, cual cazador, tras el rastro de toda esa luz que no podemos ver.
Hoy en día esta búsqueda resulta más peligrosa que nunca por un generalizado alejamiento de Dios que nos deja desvalidos frente al vacío creado por esa ausencia y nos aboca a colmarlo con cualquier cosa. Ya lo había anunciado el agorero de Nietzsche: “Rompiendo un concepto principal del cristianismo, la fe en Dios, uno rompe el esquema: nada necesario se mantiene en las manos de uno”, o de manera menos ampulosa Dostoievski, cuando en Los hermanos Karamazov el segundo de los hermanos, Iván, afirma que “si Dios no existe, todo está permitido”. Esta doble circunstancia ––el vacío y la necesidad––, con el abandono de ese ansia de trascendencia y espiritualidad, de esos “anhelos inmortales”, como los llamaría Shakespeare, ha traído consigo un remedio pernicioso, pues como Chesterton hizo decir a su Padre Brown,“es el primer paso que se da cuando no se cree en Dios; se pierde el sentido común y se dejan de ver las cosas como son en realidad” (La incredulidad del padre Brown. 1926).
El apartamiento de Dios nos coloca en una situación paradójica: por un lado, se habla menos que nunca de este mundo invisible y sus habitantes (pocos creen realmente en la existencia de los ángeles y menos del demonio y del infierno) y por otro, se populariza su consideración banal, fútil e intrascendente, en una estudiada estrategia de seducción (¿diseñada por quien? Pregúntense cuál es la astucia mayor del diablo; según Baudelaire, es hacernos creer que no existe). Este tratamiento intrascendente y lúdico, disfrazado de entertainment, ha dado lugar al renacimiento de una “nueva” espiritualidad. Con el declive de la religiosidad, ha entrado en liza el ocultismo en su versión progre-dulcificada, como un refugio inocente y placentero, mezcolanza de espiritualidades contradictorias, disparatadas e incoherentes, buenista y seductor. Me refiero a la proliferación de la literatura, cursos y programas de la llamada “autoayuda”, a los caminos pseudofilosóficos/religiosos de la denominada “Nueva Era” (yoga, reiki), y a la proliferación de sectas y prácticas culturales, espirituales, lúdicas o cuasi religiosas, que ocultan viejas prácticas ocultistas y satánicas.
El alejamiento del hombre de su camino natural de trascendencia, forzado y frustrado por la cultura circundante, ha dado lugar a esta nueva y distorsionada espiritualidad, con sucedáneos siempre decepcionantes. Y uno de ellos, quizás de los más peligrosos, es la magia.
El poder mágico de la palabra
En el asedio al que nos somete esta espiritualidad tóxica, el infante y el púber son carne de cañón. Nada hay más ligado a la infancia que la palabra en su carácter creador y estructurador del mundo. La palabra conforma el pequeño universo del niño, le da seguridad, solidez y límites. Nada fuera de lo que dice o le dicen existe para él y todo puede hacerse o acomodarse a la palabra, desde el muñeco inanimado hasta el padre amoroso.
El niño, desde su más tierna infancia, ansía enfrentar la intimidación del mundo a través de la magia de la palabra, asido a los sones y ritmos de su dicción y al compás de la música antigua y primaria de su corazón y del de su madre.
Esta intuición infantil del poder de la palabra tiene su origen en el reflejo de Dios: Él creó con su palabra el mundo, Él es la palabra y el mundo su obra, que a ella se somete y acompasa. Y la magia no es sino una pálida y herética imitación del único acto creador, que no busca la similitud con el Hacedor a través del amor, sino que es impulsada por el poder y el dominio; es una de las manifestaciones del viejo y luciferino non serviam, del endiosamiento y de la auto divinización del hombre.
La capitulación y el sometimiento de la dureza y crueldad del mundo a la palabra es un ansia interior del corazón infantil. Las canciones, los corros, las nanas, hasta los llantos rítmicos y pausados, buscan dominar y cambiar el mundo salvaje e indómito, hacerlo doméstico y apacible. ¿Y qué trata de hacer la magia sino colmar este ansia y hacerlo a través de la voz y la palabra, instrumentos mágicos por antonomasia? Existe una inquietante similitud entre la magia organizada y esta intuición infantil que explica la atracción que esta ejerce sobre el niño, una atracción puramente humana pero que se torna más poderosa si cabe, porque los niños carecen del escudo de escepticismo de que disponemos los adultos. La inocencia infantil contiene en su seno su propia vulnerabilidad. La magia ofrece el dominio del mundo por medio del encanto de la palabra, con conjuros, hechizos, sortilegios, maldiciones, encantamientos: Abracadabra, ábrete sésamo, alakazam, hocus pocus, simsalabim. Y como sabemos, nada como eso fascina al niño.
Y hecha esta introducción, a partir de aquí prestaré atención a un solo aspecto de este asedio, el que concierne a la acción de los libros de que trataré en una próxima entrada.